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Columnista - 3 enero, 2025

La fuerza irresistible del carácter

Era un ritual que entusiasmaba porque entrañaba una muestra cultural espontánea que resaltaba manifestaciones prevalentes en la entonces ‘provincia’. Podía sonar el acordeón de Colacho Mendoza, de Florentino Montero o de Alberto Pacheco, en simultánea con la colgada de una nueva caricatura de Jaime Molina.  En otras de las mesas uno de los tribunos de […]

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Era un ritual que entusiasmaba porque entrañaba una muestra cultural espontánea que resaltaba manifestaciones prevalentes en la entonces ‘provincia’. Podía sonar el acordeón de Colacho Mendoza, de Florentino Montero o de Alberto Pacheco, en simultánea con la colgada de una nueva caricatura de Jaime Molina. 

En otras de las mesas uno de los tribunos de entonces resaltaba las bondades del respeto de lo público, del bien común, sin que faltara la entrada de Paquito Monsalvo Castilla y sus pares, ofreciéndole a la clientela del Café La Bolsa, en plena calle del Cesar con la calle grande.

La variada gama gastronómica proveniente del horno histórico de la matrona Eli Villero, en la tradicional avenida Pepe Castro, ‘arepita’ e’ queque, merengue, chiricana y dulce, mientras personajes populares como Nano’ E’ La cruz, Minga, Diego ‘te coge Pío’, Chorrobalin y el prodigioso ‘Dañao’ Vergara, merodeaban por la zona, en un vaivén dancístico itinerante, sin interrumpir la promoción de los mejores bocachicos por parte del cañaguatero Enrique Arias, a lo largo de la extendida carrera novena. 

A la misma hora, Héctor Bolaño iniciaba su tanda diaria en el Salivazo, en la ebullición de cinco esquinas, con “la guayabalera” como puntal musical.

¿Qué era La Bolsa? Más que el café del paisa Colí Botero, era el punto de encuentro cultural, por excelencia, en el viejo Valle. Era la suma humanística de la realidad comarcal sin distingo de condición social, tampoco de raza ni mucho menos de abolengo. 

De 1964 a 1968, mientras tuvimos el privilegio de cursar los cinco años de primaria en el glorioso Ateneo El Rosario, al regresar por la tarde, pero también cuando íbamos, hacíamos una parada de recargue emocional en esa locación tradicional de Valledupar, antes y poco después de convertirse en la capital del departamento del Cesar.

 ¿A qué tribuno nos referimos? En el presente caso al doctor Clemente Quintero Araújo, a quien, conociéndolo ya, vi por primera vez en ‘La Bolsa’, en una especie de pre temple creador, con el uso de las palabras adecuadas, abrasantes por la reciedumbre, en defensa de la necesidad de que quienes trabajaban en lo público hicieran las cosas bien, con honestidad, honradez y servicio al bien común.

Impactaba por su decencia, pero era más certero por la fuerza misilística de su valor civil, de su competencia profesional, de su carácter, que le permitía llamar ‘pan al pan’ y ‘vino al vino’, sin sonrojos ni remordimientos. Hombres de su talante se requieren en estos tiempos de incertidumbre, de descomposición y de retozos con los dineros públicos, para mantener viva la llama de la decencia, como preámbulo del desempeño personal, público y/o empresarial y comunitario.

 Mientras tanto, refulgen los versos primigenios de la emancipación territorial: 

Canto de Valledupar, canto de Valledupar

historias del Magdalena

versos de noche serena

que hallan eco en el Cesar;

en los ecos Cesar

canta el alma vallenata

la que crece en forma innata

su música y su cantar…

Por Alberto Muñoz Peñaloza

Columnista
3 enero, 2025

La fuerza irresistible del carácter

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Alberto Muñoz Peñaloza

Era un ritual que entusiasmaba porque entrañaba una muestra cultural espontánea que resaltaba manifestaciones prevalentes en la entonces ‘provincia’. Podía sonar el acordeón de Colacho Mendoza, de Florentino Montero o de Alberto Pacheco, en simultánea con la colgada de una nueva caricatura de Jaime Molina.  En otras de las mesas uno de los tribunos de […]


Era un ritual que entusiasmaba porque entrañaba una muestra cultural espontánea que resaltaba manifestaciones prevalentes en la entonces ‘provincia’. Podía sonar el acordeón de Colacho Mendoza, de Florentino Montero o de Alberto Pacheco, en simultánea con la colgada de una nueva caricatura de Jaime Molina. 

En otras de las mesas uno de los tribunos de entonces resaltaba las bondades del respeto de lo público, del bien común, sin que faltara la entrada de Paquito Monsalvo Castilla y sus pares, ofreciéndole a la clientela del Café La Bolsa, en plena calle del Cesar con la calle grande.

La variada gama gastronómica proveniente del horno histórico de la matrona Eli Villero, en la tradicional avenida Pepe Castro, ‘arepita’ e’ queque, merengue, chiricana y dulce, mientras personajes populares como Nano’ E’ La cruz, Minga, Diego ‘te coge Pío’, Chorrobalin y el prodigioso ‘Dañao’ Vergara, merodeaban por la zona, en un vaivén dancístico itinerante, sin interrumpir la promoción de los mejores bocachicos por parte del cañaguatero Enrique Arias, a lo largo de la extendida carrera novena. 

A la misma hora, Héctor Bolaño iniciaba su tanda diaria en el Salivazo, en la ebullición de cinco esquinas, con “la guayabalera” como puntal musical.

¿Qué era La Bolsa? Más que el café del paisa Colí Botero, era el punto de encuentro cultural, por excelencia, en el viejo Valle. Era la suma humanística de la realidad comarcal sin distingo de condición social, tampoco de raza ni mucho menos de abolengo. 

De 1964 a 1968, mientras tuvimos el privilegio de cursar los cinco años de primaria en el glorioso Ateneo El Rosario, al regresar por la tarde, pero también cuando íbamos, hacíamos una parada de recargue emocional en esa locación tradicional de Valledupar, antes y poco después de convertirse en la capital del departamento del Cesar.

 ¿A qué tribuno nos referimos? En el presente caso al doctor Clemente Quintero Araújo, a quien, conociéndolo ya, vi por primera vez en ‘La Bolsa’, en una especie de pre temple creador, con el uso de las palabras adecuadas, abrasantes por la reciedumbre, en defensa de la necesidad de que quienes trabajaban en lo público hicieran las cosas bien, con honestidad, honradez y servicio al bien común.

Impactaba por su decencia, pero era más certero por la fuerza misilística de su valor civil, de su competencia profesional, de su carácter, que le permitía llamar ‘pan al pan’ y ‘vino al vino’, sin sonrojos ni remordimientos. Hombres de su talante se requieren en estos tiempos de incertidumbre, de descomposición y de retozos con los dineros públicos, para mantener viva la llama de la decencia, como preámbulo del desempeño personal, público y/o empresarial y comunitario.

 Mientras tanto, refulgen los versos primigenios de la emancipación territorial: 

Canto de Valledupar, canto de Valledupar

historias del Magdalena

versos de noche serena

que hallan eco en el Cesar;

en los ecos Cesar

canta el alma vallenata

la que crece en forma innata

su música y su cantar…

Por Alberto Muñoz Peñaloza