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Los jóvenes sí leen: lo que está en crisis no es la lectura, sino la mirada adulta

Cada cierto tiempo aparece el mismo diagnóstico apocalíptico: “los jóvenes ya no leen”. Se repite en salas de profesores, columnas de prensa y conversaciones de sobremesa.

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Cada cierto tiempo aparece el mismo diagnóstico apocalíptico: “los jóvenes ya no leen”. Se repite en salas de profesores, columnas de prensa y conversaciones de sobremesa. Pero, curiosamente, quienes más insisten en que la juventud abandonó los libros son precisamente quienes menos se han asomado a las nuevas formas en que los jóvenes leen. El problema no es una supuesta “crisis lectora”, sino la incapacidad adulta de reconocer que la lectura ha cambiado de piel.

Las obras de Echarri (2025) y Cuesta (2021) desmontan, con evidencia y no con prejuicios, el mito del desinterés juvenil por la lectura. Y lo hacen desde dos ángulos distintos, pero complementarios. Cuesta muestra un panorama vibrante, ferias del libro colmadas de adolescentes que hacen fila para conocer a sus autores favoritos, comunidades digitales que analizan, recomiendan, debaten y se apasionan; plataformas como Wattpad o Goodreads donde miles de jóvenes no solo leen, sino que escriben, comentan y hasta corrigen. ¿Cómo sostener, frente a esto, que la lectura se está muriendo?

La respuesta es simple, quienes hablan de “crisis” suelen pensar en la lectura como un acto casi ritual de sentarse en silencio con un libro de papel.  Un modelo respetable, sí, pero insuficiente para entender las prácticas culturales actuales. Hoy se lee en pantallas, en comunidades virtuales, en formatos fragmentados o extensos, desde fanfics hasta mangas, desde hilos de Twitter hasta novelas digitales. Cuesta lo plantea con claridad, “leer no es solo leer en papel”. Y tiene razón. El universo lector se expandió y, en vez de celebrarlo, muchos adultos lo deslegitiman porque no encaja con su idea de lectura “verdadera”.

Ahora bien, Echarri (2025) muestra el otro lado del debate: la tensión entre jóvenes y lecturas escolares obligatorias. El famoso motín en la clase del profesor Isidre parece confirmar que los estudiantes rechazan la lectura. Pero basta mirar con atención para descubrir que no se rebelan contra leer, sino contra ciertas imposiciones que nada tienen que ver con sus intereses. El propio Barómetro citado por Echarri lo demuestra: entre los 14 y los 24 años están los mayores lectores por recreación, con un impresionante 74 % de jóvenes que leen habitualmente. Difícil seguir hablando de crisis con ese dato sobre la mesa.

El verdadero conflicto es otro: a muchos adultos no les gusta lo que los jóvenes leen. Si una adolescente como Nerea devora cincuenta libros al año, pero de literatura juvenil o romantasy, sus lecturas no se consideran “serias”. Como si el entusiasmo, la constancia y el vínculo emocional con la lectura no fueran suficientes. Como si solo la lectura del canon pudiera contarse como lectura legítima. Esa mirada rígida, no las prácticas juveniles, es la que está realmente en crisis.

Por eso, la pregunta no debería ser cómo hacer que los jóvenes lean, sino cómo lograr que la escuela y la sociedad reconozcan lo que ya leen. La educación literaria necesita puentes, no muros, conectar los intereses juveniles con obras más complejas, sin imponerlas como castigo ni descalificar las preferencias de quienes empiezan a construir su identidad lectora. Las plataformas digitales no son enemigas, sino oportunidades para ampliar horizontes.

Las lecturas de Cuesta y Echarri coinciden en un punto esencial, los jóvenes leen, y leen mucho. Lo que ocurre es que leen distinto. Y hasta que los adultos no acepten esa transformación, seguirán diagnosticando como enfermedad lo que, en realidad, es una evolución natural de la cultura escrita.

La crisis no es de lectura. La crisis es de reconocimiento.

POR: ISABEL SÁNCHEZ QUIROZ.

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