Pero si hay soles en la soledad, esa luz será diadema para sentir los pálpitos del aire, el brillo de los ojos, la voz de los niños y la fuerza inmarcesible del amor
La soledad es una estancia del silencio. Un monólogo circular en el tiempo de la ausencia. Es un tren que viaja de noche con una sola pasajera, quien, a pesar de los colores de su vestido, siempre se verá en color negro.
Pero si hay soles en la soledad, esa luz será diadema para sentir los pálpitos del aire, el brillo de los ojos, la voz de los niños y la fuerza inmarcesible del amor. En Soledad Pérez Monsalvo su nombre fue metáfora, porque nunca estuvo sola. Hubo mucho sol que brillaron en su dignidad de mujer y maestra.
Desde pequeña, los suyos empezaron a llamarle ‘Sole’, por el color áureo de su piel y su cabello, y porque era apócope de su nombre; también la llamaban así sus compañeros docentes y sus estudiantes.
Su vocación por la docencia vino por herencia, su madre Margoth Monsalvo de Pérez fue maestra por más de cuarenta años en Valledupar, y transitó por el camino crepuscular de casi cien años. En la década del cuarenta llegó Soledad, con su madre y sus dos hermanos (Julio y Margarita), de su nativo pueblo Pivijay (Magdalena) a esta tierra vallenata, donde fueron inicialmente acogidos por la hospitalidad de la matriarca Emma Baute de Castro, y muy pronto se granjearon el cariño de sus vecinos, y después de las personas que tuvieron cercanía con sus diálogos y favores.
La fecundidad y honradez en el trabajo es una virtud de los seres humanos para perpetuarse; por eso el nombre de Soledad Pérez Monsalvo está en las páginas de la historia de la docencia en Valledupar. Su liderazgo en la creación del Colegio Eduardo Suárez Orcasita es uno de sus máximos frutos educativos; allí, como en un oleaje de mar sereno, crecieron las generaciones de los estudiantes que fueron suyos.
Amando lo que siempre hizo, lo que supo hacer, esperaba con sosiego la edad del retiro para vivir la exquisitez de los recuerdos por la misión cumplida. Rogaba a Dios por la tranquilidad de muchos atardeceres para acompañar a su madre, su inseparable compañera, y leer el penúltimo sueño en su vieja mecedora.
Pero hace veinte años, en horas nocturnas del doce de junio de 2002, sucedió lo inesperado, lo inaudito, lo inexplicable: su vida, diáfana en ideales y en honradez, fue villanamente apagada por el ciego instinto de las armas. La nefasta actitud de un hombre equivocado, sin Dios y sin ley cegó los soles de sus ojos; pero los soles de su alma de entrañable amiga y de procera maestra brillarán para siempre entre nosotros.
Cada vez que alguien lea el lema que ella grabó para su colegio: “Amor, trabajo, alegría, tolerancia y comprensión”, fácilmente entenderá la grandeza del espíritu pedagógico de Soledad Pérez Monsalvo.
Pero si hay soles en la soledad, esa luz será diadema para sentir los pálpitos del aire, el brillo de los ojos, la voz de los niños y la fuerza inmarcesible del amor
La soledad es una estancia del silencio. Un monólogo circular en el tiempo de la ausencia. Es un tren que viaja de noche con una sola pasajera, quien, a pesar de los colores de su vestido, siempre se verá en color negro.
Pero si hay soles en la soledad, esa luz será diadema para sentir los pálpitos del aire, el brillo de los ojos, la voz de los niños y la fuerza inmarcesible del amor. En Soledad Pérez Monsalvo su nombre fue metáfora, porque nunca estuvo sola. Hubo mucho sol que brillaron en su dignidad de mujer y maestra.
Desde pequeña, los suyos empezaron a llamarle ‘Sole’, por el color áureo de su piel y su cabello, y porque era apócope de su nombre; también la llamaban así sus compañeros docentes y sus estudiantes.
Su vocación por la docencia vino por herencia, su madre Margoth Monsalvo de Pérez fue maestra por más de cuarenta años en Valledupar, y transitó por el camino crepuscular de casi cien años. En la década del cuarenta llegó Soledad, con su madre y sus dos hermanos (Julio y Margarita), de su nativo pueblo Pivijay (Magdalena) a esta tierra vallenata, donde fueron inicialmente acogidos por la hospitalidad de la matriarca Emma Baute de Castro, y muy pronto se granjearon el cariño de sus vecinos, y después de las personas que tuvieron cercanía con sus diálogos y favores.
La fecundidad y honradez en el trabajo es una virtud de los seres humanos para perpetuarse; por eso el nombre de Soledad Pérez Monsalvo está en las páginas de la historia de la docencia en Valledupar. Su liderazgo en la creación del Colegio Eduardo Suárez Orcasita es uno de sus máximos frutos educativos; allí, como en un oleaje de mar sereno, crecieron las generaciones de los estudiantes que fueron suyos.
Amando lo que siempre hizo, lo que supo hacer, esperaba con sosiego la edad del retiro para vivir la exquisitez de los recuerdos por la misión cumplida. Rogaba a Dios por la tranquilidad de muchos atardeceres para acompañar a su madre, su inseparable compañera, y leer el penúltimo sueño en su vieja mecedora.
Pero hace veinte años, en horas nocturnas del doce de junio de 2002, sucedió lo inesperado, lo inaudito, lo inexplicable: su vida, diáfana en ideales y en honradez, fue villanamente apagada por el ciego instinto de las armas. La nefasta actitud de un hombre equivocado, sin Dios y sin ley cegó los soles de sus ojos; pero los soles de su alma de entrañable amiga y de procera maestra brillarán para siempre entre nosotros.
Cada vez que alguien lea el lema que ella grabó para su colegio: “Amor, trabajo, alegría, tolerancia y comprensión”, fácilmente entenderá la grandeza del espíritu pedagógico de Soledad Pérez Monsalvo.