El Olimpo Radical no le da respiro. Jamás perdonaría la alianza de Núñez con los conservadores. Vargas Vila ya galopaba su desbordada pluma, escribiendo que aquél “pertenecía a la raza triste de los tiranos filósofos: déspotas por hastío”.
Tres ‘don juanes’ han ocupado el solio de los presidentes de Colombia: Simón Bolivar, Tomás Cipriano de Mosquera y Rafael Núñez Moledo. Cada uno de ellos empleó su propio estilo con las damas de balcones, de salones y aposentos. Un tinte poético le ponía Rafael Núñez a cada uno de sus logros.
Las frases sensitivas de un iluminado bardo le abrieron las ventanas de más una dama embebida por el fuego fosforescente de un soneto. El poder de su fina pluma disimulaba la fealdad del poeta. Núñez era desgarbado, de barba hirsuta y mirar acerado de aguilucho que le daba parecido a un judío de Oriente, según lo describe Ignacio Arizmendi Posada.
Otro vate caribe, Joaquin Pablo Posada, en sus Camafeos anotaba: “Para que a Rafael /conozcas cuando lo veas /tiene tres cosas muy feas / la boca, la mano y él”.
Nuestro paisano ilustre, cuatro veces presidente de Colombia, nació en la muy rancia Cartagena de Indias, hacia 1825. Su padre fue un militar a quien pocas veces vio por su vida de trajines de cuartel, pues era militar. Apegado a las faldas de su madre creció el crío. El trato frío y distante de aquél, y el cuidado dedicado de ella con él, la hizo eje de sus afectos y le dio fervor a la simpatía por la mujer, que habría de constituirse en el rasgo de sus andanzas en las artes de Erato, la diosa de la poesía amorosa en aquella Grecia de los filósofos.
Llegan los días de la universidad. Las páginas del Derecho Romano, el Corpus Iuris Civile, Las Siete Partidas de Alfonso el Sabio, las Leyes de Indias, los enciclopedistas de Francia y las nuevas leyes republicanas, llenan su mundo de lecturas en Cartagena. Para esa época, una doncella de distinción aparece en su ruta. Los biógrafos de Núñez omiten su nombre, pero los renglones de Eduardo Lemaitre delatan a Pepita Vives.
Los paseos de ronda por los lomos de las murallas cuando el sol de la tarde debilitaba su ardentía se hicieron repetidos. Como prenda de señorío, él va de bastón; con un menudo quitasol, ella, dibujando sus figuras entre las moles de los baluartes y fortines que como eternos centinelas avistaron los galeones de otros tiempos. Ambos trataban de disimular el azoramiento de una ardorosa atracción hasta cuando llegaron a un abismo de pasión, tocando el maravilloso y terrible fondo. Después del pecado vino el castigo de los hechos: ¡Ella iba a ser madre!
Como era previsible, la asombrante noticia llegó a oídos de su padre, el coronel Núñez, quien en ejercicio de su autoridad paterna se llevó a su hijo a Tumaco, en un traslado militar.
La dama abandonada sufría la desgracia de su mancilla, pero como hay compensaciones en los tramos de la existencia, un amigo de Rafael repara la honra de la mujer caída, y en carta al causante del hecho le comunica el casamiento con ella. El episodio amargaría la vida del bardo. El paisaje desolado de Tumaco y las evocaciones dolorosas del suceso, lo predispusieron al arrepentimiento y al escepticismo, que llevaría a cuestas toda la vida. Muchos años después lo perseguiría el recuerdo. En su poema ‘Todavia’, vibra el desconsuelo de ese naufragio: “Todavía tu imagen refulgente/viene a turbar mis sueños y mi mente/viene a incendiar con su abrazante luz/todavía palpito al oir tu nombre/y al mirarte sucumbo, débil hombre/como el soplo del austro al abedul”.
LA POLÍTICA Y LA CONQUISTA
La Guerra de los Conventos, en 1840, interumpe el exilio de Tumaco. Rafael toma partido por un bando y su padre por el otro enfrentado en los campos de batalla. Pasada la contienda, el joven regresa a Cartagena. El general Nieto, gobernante de allí, acoge a ese muchacho taciturno, entendido en temas de política y gobierno. Esa casa también es visitada por Soledad Román, una dama de allí, a quien Nieto le había hablado muy bien del joven.
Un día, llevada por la curiosidad femenina quiso conocerlo. De él había oído referir lo que atañía a un escándalo de ciertos amores, cuyas noticias se habían querido ocultar en la ciudad. Los encuentros se hicieron repetidos. Él comenzó a cortejarla con su ingenio poético. Soledad esquiva ese propósito de conquista distanciando las visitas a la casa de Nieto. Otro día, Rafael se sorprende cuando supo el compromiso de ella con Pedro Maciá, el hijo de un acaudalado catalán. Núñez, herido en su orgullo, fingió una indiferencia lejos de sentir. Poco después supo que ella había renunciado al compromiso, pero ya él tenia decidido ir a Panamá como Juez de Hacienda en el distrito de Alanje.
Las riñas de gallo y la compañía de bulliciosos amigos, eran los únicos entretenimientos en el lugarejo, que no iban con la mente cultivada de él. Era un hombre metido en su mundo de solitaria belleza, pero también allí, una mujer de mucho adobo y salero, le calma sus impaciencias. Doña Concepción Picón y Herrera tenía la fama de ser la mujer más hermosa del Istmo. Está bajo el hechizo de la poética y del pensamiento culto de él, pero este no estaba en consonancia con ella. Quizás solo quiso el inconsciente dominio del varón en un cabrilleo romántico. Sin explicaciones, de tajo, depuso el ánimo de su galanteo. Entonces se aplicó a la asistencia de reuniones sociales en las cuales coincidiera con doña Dolores Gallego, la sobrina de la esposa de José de Obaldía , la dama más cortejada de Panamá, quizás porque su tio político era el patricio más importante del Istmo .
Se dijo entonces que con la conquista de Dolores, Núñez se hizo a un feudo electoral pues entró a un círculo social cuyas influencias serían un puente para llegar al pleno de su vida pública
De temperamento seco y frío, Dolores Gallego, con el mal de la epilepsia, enfermedad aparecida después de su casamiento, no pudo consonar con el temperamento sensible y disciplinado en afanes intelectuales de su esposo. Pronto hay un hogar desavenido con reclamos de descontentos. Un hijo enfermizo vino al mundo, que a poco muere. Después nació otro que en la pila de bautismo llaman Rafael, quien vendría con un retardo mental, rompiéndose el único nudo que los podía atar. Los gustos y aspiraciones de los esposos siguieron en órbitas desiguales. La ruptura era inminente.
Procuró él ausentarse para hacer un alto de reflexión, entonces viaja a Cartagena. Allí el general Nieto lo nomina en la Secretaría de Gobierno. Fue en una recepción donde encontró aquella mujer que había marcado su vida. Aunque separados los dos por sus matrimonios y dolorosos recuerdos, en los ojos de ambos se asomó la pasión de una época felíz. Resistieron la tentación terrible. Algún intercambio de recados hubo. La débil resistencia de ella enterneció a Rafael, y con nobleza renunció a la tentación ante aquella mujer que aún amándole le pedía que no la amara y que la dejara atada a su hogar honrado para tener así lo que él le había negado.
En 1852 regresó a Panamá, enfrentando el debate electoral donde su nombre figuraba como candidato a la Cámara de Representantes, amparado por Obaldía, su tío político. Salió elegido, entonces comienza su vida en Bogotá. Su claridad en el manejo de asuntos públicos hizo que el presidente Mallarino lo hiciera parte de su gabinete. En esos días le fue presentado a doña Gregoria del Haro, una poetisa que abría los salones de su casa para reuniones de políticos y literatos.
Hacía fiestas donde las finas maneras marcaban toda una época. Viuda ella de un coronel Rodríguez, y después casada con un inlgés adicto al wisky, de nombre Martín Logan. De aquellas veladas hubo una mutua simpatía entre Rafael y la anfitriona, que con los días cogió llama en el fragor de unos amores que hacían la comidilla de los capitalinos. Ella estaba aniquilada bajo el peso de tanta voluptuosidad que la llevó a una pasión sin sigilo. Sin atender el escándalo de una ruptura pública con su esposo, asume la postura heróica de irse a vivir con su galán caribe. El hechizo queda roto un día cuando Mariano Ospina Rodríguez asume el mando de la República. Núñez quedó excluido del gobierno, y sin medios que respaldaran las urgencias de sus gastos, hubo de volver a Panamá. El drama conyugal se renueva. En esos años fue vicegobernador y gobernador encargado del Itsmo. En 1859, elegido senador por Panamá, salió de su extraño hogar para nunca más volver.
Reunido con doña Gregoria de nuevo, hubo de afrontar una inesperada situación política. Tomás Cipriano de Mosquera llama al liberalismo a la guerra para tumbar a Ospina Rodríguez. Núñez se opone a la contienda. Finalmente el general caucano derrota a las tropas del gobierno y se adueña del mando. Temiendo el ánimo vengativo del turbulento Mosquera, Núñez se oculta en la buhardilla de la casa de Gregoria, hasta cuando con habilidad ella prepara una entrevista entre los dos personajes, que tuvo como virtud amigarlos.
Mosquera le entrega la Secretaría del Tesoro con la responsabilidad de expropiar los bienes de la Iglesia con el decreto de Desamortización de Bienes de Manos Muertas. Como se esperaba, ambos fueron excomulgados. De tales ataques que hacían desde los púlpitos de la Curia, salieron a relucir las fiestas suntuosas que seguía brindando doña Gregoria. Se decía en las habladurías de los atrios y tabernas que su concubinario Núñez, metía la mano en los dineros públicos para darle gusto a su concubina. Los rumores llegaron a oídos de Mosquera, a quien le daban, para la época, el trato social de ‘Ciudadano General’.
En una reunión de altos dignatarios de Estado, Mosquera toca el tema de las hablillas que decían de su secretario del Tesoro. Presente allí estaba ‘El Alacrán Posada’, versificador festivo, quien sobre una servilleta escribió la respuesta a Mosquera: “No es doña Gregoria del Haro/ la que le cuesta tan caro/ al Tesoro Nacional/es el aro de Gregoria,/ Ciudadano General”.
PRESIDENTE
Diez años más Rafael y Gregoria vivieron juntos. “Primero fue una pasión torrentosa, luego un río sereno, más tarde un cariño amistoso y finalmente se atascó en la indiferencia. Es la clásica parábola amatoria de te quiero mucho, poquito o nada con que deshojamos las margaritas”.
Cuando Rafael regresó a Colombia para enfrentar su primera candidatura a la Presidencia, Gregoria se quedó en París. Allá contrajo nupcias por tercera vez con un escandinavo. Guardó de Núñez un nostálgico recuerdo. En los trances de su muerte rogó que todo el espistolario amoroso de él, que conservaba en un cofrecillo, fuera sepultado con ella.
Derrotado Núñez en las elecciones presidenciales que riñó con Aquileo Parra, vuelve como consúl de El Havre, en Francia. La vida le da la oportunidad de tropezar otra vez a Soledad Román. Se reviven los rescoldos de la vieja llama, y esta vez hay noviazgo serio. En París hay matrimonio por la potestad civil, para lo cual don Rafael le extendió un poder a un amigo que lo representara en la ceremonia.
Sus enemigos, los liberales del Olimpo Radical, lo tildan de bígamo por estar vigente su matrimonio católico con Dolores Gallego. El presidente Julián Trujillo lo nombra ministro diplomático en Washington, pero el Senado acusa al cartagenero de inmoralidad en su vida privada y rechazó la designación. Murillo Toro dijo con premonición, la frase: “Núñez nos puede perdonar que no lo hiciéramos presidente, pero estas balotas negras las vamos a pagar muy caro”.
Cuando fue elegido presidente para el bienio 1880-1882, por consejo de algunos no trae a su esposa a Bogotá, pues tan exaltados estaban los ánimos que se temía algún irrespeto para ella. Para el bienio 1884-1886, Núñez es elegido presidente de los Estados Unidos de Colombia, en lid franca con Solón Wilches, candidato de los liberales radicales. Cuando el doctor Núñez llega con su esposa en el ferrocarril a la Estación de la Sabana, en Bogotá, los liberales del Olimpo Radical salieron a recibirlo sin sus esposas, y los conservadores con ellas.
Liévano Aguirre nos narra: “Los radicales, descreídos y anticlericales, los que implantaron en el país el divorcio y el matrimonio civil, se negaban a que sus esposas saludaran a la esposa civil del presidente, y en cambio los conservadores, partidarios del matrimonio católico y enemigos del divorcio, rodearon a su mujer de atentos y oportunos homenajes. Una sonrisa de ironía debió aparecer en los labios ante esa doble hipocresía”. El desaire lo pagó caro el partido liberal con cuarenta años de destierro del poder.
Para 1884, los liberales del radicalismo se van a los campos de guerra contra el presidente Núñez. Los ejércitos rojos del general Gaitán Obeso sitian a Cartagena. El presidente sigue los acontecimientos a través de los hilos del telégrafo. Soledad Román da testimonio que don Rafael ayuna como un ermitaño al figurarse que su madre, habitante de Cartagena, sufre de hambre, como todos los sitiados. En el lugar de La Humareda, a poca distancia de Tamalameque, ocurre el gran descalabro de las tropas rojas. Allí caen más de noventa jefes del liberalismo. Al saberse la noticia en Bogotá, la multitud se vuelca a Palacio.
El presidente Núñez sale a una ventana. En una frase promete dar sepultura a la Constitución ultraliberal de 1863, cuando dijo: “La Constitución de Río Negro ha muerto”.
Rafael Núñez convoca a un cuerpo de delegatarios para que expida una nueva Constituición. Sería la de 1886, que acabó con el federalismo volviendo a una República unitaria, se anularon los Estados Soberanos y se regresa a los departamentos que serían regidos por un gobernador designado por el presidente, y se restablecen las relaciones entre el Vaticano y la República de Colombia con el proyecto de un Concordato.
Núñez, ante la imposibilidad de disolver su primer matrimonio, no obstante de haber recibido la Orden Piana que le otorgara el papa León XIII, exigió a la Curia que diera una prueba social inequívoca del respeto con que miraba la conducta y personalidad de doña Soledad. Fue la ocasión, un baile que se dio en Palacio. Cuando la concurrencia se dirigía al comedor, el arzobispo de Bogotá, José Telésforo Paul, tomó del brazo a doña Soledad y la condujo. Así, en ese mudo gesto, la Iglesia daba prueba del respeto con que miraba la unión de ella con el presidente.
En la guerra civil que aludimos a renglones precedentes, los insurrectos incendian a Colón, la ciudad panameña. Un jamaicano, George Davis, apodado Cocobolo, es uno de los apresados como incendiario. Es juzgado y condenado a la horca con dos más. Los radicales quieren presentarlo como un mártir del liberalismo. Un tiempo después Núñez mandó troquelar unas monedas de baja ley en Nueva York. En ellas aparecía la cara anodina de una mujer, pero la casa de Camacho Roldán y Cia., años antes había ampliado un retrato de Soledad Román por encargo de don Rafael. La ampliación vino, pero el pequeño retrato se quedó. Queriendo los troqueladores hacerle una cortesía al mandatario, suplantaron con esa fotografía, la cara anónima con que aparecían las monedas. A esas, los enemigos las llamarían “cocobolas”, queriendo así salpicar la honra del presidente como crímenes de Estado aquellas muertes de los incendiarios. Los periódicos publicaron improperios, diciendo que el presidente Núñez quería hacerse emperador.
Para esa época, algunas damas, por mero compromiso visitaban a escondidas el palacio San Carlos, para evitar “el qué dirán”, pero Soledad les devolvía la visita a plena luz, dejando en la puerta el carruaje, muy conocido por cierto, por su cochero de raza africana, de levita y sombrero de copa.
El asedio a la reputación de la primera dama se hizo presente varias veces. Refería ella, después de la muerte de su esposo: “Rafael era muy sereno. Sin embargo una vez lo vi encendido de ira. El motivo de la rabicana fue una caricatura soez de un periódico de Bogotá. Daniel Reyes, secretario entonces de la Presidencia, era moreno. Pues bien, los enemigos publicaron un grabado en el cual yo figuraba en el trance de dar a luz a un negrito. ¡Jamás vi a mi marido tan sulfurado! Su indignación era incontenible. ‘Si llego a saber quién fue el autor de esa asquerosidad, le pego un tiro’, decía”.
El Olimpo Radical no le da respiro. Jamás perdonaría la alianza de Núñez con los conservadores. Vargas Vila ya galopaba su desbordada pluma, escribiendo que aquél “pertenecía a la raza triste de los tiranos filósofos: déspotas por hastío”.
En 1889 llegó la noticia a El Cabrero, la casa campestre de Núñez en Cartagena, en la cual residía, que Dolores Gallego había fallecido en Panamá. Pasaría un tiempo prudente para que Rafael Wenceslao Núñez Moledo y Soledad Román Polanco decidieran su matrimonio católico. Un día de febrero, las manos de monseñor Biffi bendijeron la unión. La tarjeta de invitación cursada decía: “Rafael Núñez saluda a usted y tiene el honor de participar que hoy, ante el altar de San Pedro Claver elevará a la categoría de sacramento, el matrimonio que tiene contraído con Soledad Román”.
En su alcoba de El Cabrero, un síncope le sobrevino. Era el 18 de septiembre de 1894. Su poderoso cerebro es invadido por una hemorragia sepultándolo en la aterradora oscuridad de la inconsciencia. La última hora y el supremo instante llegaron. La noticia voló por todos los horizontes hasta llegar a la meseta fría.
Allá aparecieron las banderas a media asta y los periódicos cargados de panegíricos. La multitud colmó las naves de la Basílica Primada para escuchar la oración fúnebre de monseñor Carrasquilla. El Congreso se reúne ante la dolorosa nueva. Carlos Martínez Silva, enemigo leal y digno, comprendió que no era hora para mezquinas venganzas e hizo un gran elogio del gran hombre. El Negro Robles aprovechó la solemne ocasión para hacer una diatriba sobre un cadáver que cuando menos imponía respeto a los espíritus dignos. El Congreso asombrado lo oyó insultar la obra política de Núñez, las calumnias sobre su vida privada y sugestiones audaces de toda especie. Cuando terminó, un murmullo de protesta, seguido de un total silencio, dio respuesta digna a una suprema indignidad.
Pero parece que Núñez se anticipó a todos aquellos anatemas que circularon para echar los últimos baldones sobre su tumba. Con visón premonitoria había escrito un improntus de su numen, algo que pareciera su epitafio: “Después… murió. Del triunfo las angustias/su corazón no tuvo que sufrir/la ingratitud más dura que el suplicio/el laurel más punzante que el silicio/no pudieron su sueño interrumpir”.
Ciudad de los Reyes del Valle de Upar, septiembre 15, de 2020.
Por Rodolfo Ortega Montero
El Olimpo Radical no le da respiro. Jamás perdonaría la alianza de Núñez con los conservadores. Vargas Vila ya galopaba su desbordada pluma, escribiendo que aquél “pertenecía a la raza triste de los tiranos filósofos: déspotas por hastío”.
Tres ‘don juanes’ han ocupado el solio de los presidentes de Colombia: Simón Bolivar, Tomás Cipriano de Mosquera y Rafael Núñez Moledo. Cada uno de ellos empleó su propio estilo con las damas de balcones, de salones y aposentos. Un tinte poético le ponía Rafael Núñez a cada uno de sus logros.
Las frases sensitivas de un iluminado bardo le abrieron las ventanas de más una dama embebida por el fuego fosforescente de un soneto. El poder de su fina pluma disimulaba la fealdad del poeta. Núñez era desgarbado, de barba hirsuta y mirar acerado de aguilucho que le daba parecido a un judío de Oriente, según lo describe Ignacio Arizmendi Posada.
Otro vate caribe, Joaquin Pablo Posada, en sus Camafeos anotaba: “Para que a Rafael /conozcas cuando lo veas /tiene tres cosas muy feas / la boca, la mano y él”.
Nuestro paisano ilustre, cuatro veces presidente de Colombia, nació en la muy rancia Cartagena de Indias, hacia 1825. Su padre fue un militar a quien pocas veces vio por su vida de trajines de cuartel, pues era militar. Apegado a las faldas de su madre creció el crío. El trato frío y distante de aquél, y el cuidado dedicado de ella con él, la hizo eje de sus afectos y le dio fervor a la simpatía por la mujer, que habría de constituirse en el rasgo de sus andanzas en las artes de Erato, la diosa de la poesía amorosa en aquella Grecia de los filósofos.
Llegan los días de la universidad. Las páginas del Derecho Romano, el Corpus Iuris Civile, Las Siete Partidas de Alfonso el Sabio, las Leyes de Indias, los enciclopedistas de Francia y las nuevas leyes republicanas, llenan su mundo de lecturas en Cartagena. Para esa época, una doncella de distinción aparece en su ruta. Los biógrafos de Núñez omiten su nombre, pero los renglones de Eduardo Lemaitre delatan a Pepita Vives.
Los paseos de ronda por los lomos de las murallas cuando el sol de la tarde debilitaba su ardentía se hicieron repetidos. Como prenda de señorío, él va de bastón; con un menudo quitasol, ella, dibujando sus figuras entre las moles de los baluartes y fortines que como eternos centinelas avistaron los galeones de otros tiempos. Ambos trataban de disimular el azoramiento de una ardorosa atracción hasta cuando llegaron a un abismo de pasión, tocando el maravilloso y terrible fondo. Después del pecado vino el castigo de los hechos: ¡Ella iba a ser madre!
Como era previsible, la asombrante noticia llegó a oídos de su padre, el coronel Núñez, quien en ejercicio de su autoridad paterna se llevó a su hijo a Tumaco, en un traslado militar.
La dama abandonada sufría la desgracia de su mancilla, pero como hay compensaciones en los tramos de la existencia, un amigo de Rafael repara la honra de la mujer caída, y en carta al causante del hecho le comunica el casamiento con ella. El episodio amargaría la vida del bardo. El paisaje desolado de Tumaco y las evocaciones dolorosas del suceso, lo predispusieron al arrepentimiento y al escepticismo, que llevaría a cuestas toda la vida. Muchos años después lo perseguiría el recuerdo. En su poema ‘Todavia’, vibra el desconsuelo de ese naufragio: “Todavía tu imagen refulgente/viene a turbar mis sueños y mi mente/viene a incendiar con su abrazante luz/todavía palpito al oir tu nombre/y al mirarte sucumbo, débil hombre/como el soplo del austro al abedul”.
LA POLÍTICA Y LA CONQUISTA
La Guerra de los Conventos, en 1840, interumpe el exilio de Tumaco. Rafael toma partido por un bando y su padre por el otro enfrentado en los campos de batalla. Pasada la contienda, el joven regresa a Cartagena. El general Nieto, gobernante de allí, acoge a ese muchacho taciturno, entendido en temas de política y gobierno. Esa casa también es visitada por Soledad Román, una dama de allí, a quien Nieto le había hablado muy bien del joven.
Un día, llevada por la curiosidad femenina quiso conocerlo. De él había oído referir lo que atañía a un escándalo de ciertos amores, cuyas noticias se habían querido ocultar en la ciudad. Los encuentros se hicieron repetidos. Él comenzó a cortejarla con su ingenio poético. Soledad esquiva ese propósito de conquista distanciando las visitas a la casa de Nieto. Otro día, Rafael se sorprende cuando supo el compromiso de ella con Pedro Maciá, el hijo de un acaudalado catalán. Núñez, herido en su orgullo, fingió una indiferencia lejos de sentir. Poco después supo que ella había renunciado al compromiso, pero ya él tenia decidido ir a Panamá como Juez de Hacienda en el distrito de Alanje.
Las riñas de gallo y la compañía de bulliciosos amigos, eran los únicos entretenimientos en el lugarejo, que no iban con la mente cultivada de él. Era un hombre metido en su mundo de solitaria belleza, pero también allí, una mujer de mucho adobo y salero, le calma sus impaciencias. Doña Concepción Picón y Herrera tenía la fama de ser la mujer más hermosa del Istmo. Está bajo el hechizo de la poética y del pensamiento culto de él, pero este no estaba en consonancia con ella. Quizás solo quiso el inconsciente dominio del varón en un cabrilleo romántico. Sin explicaciones, de tajo, depuso el ánimo de su galanteo. Entonces se aplicó a la asistencia de reuniones sociales en las cuales coincidiera con doña Dolores Gallego, la sobrina de la esposa de José de Obaldía , la dama más cortejada de Panamá, quizás porque su tio político era el patricio más importante del Istmo .
Se dijo entonces que con la conquista de Dolores, Núñez se hizo a un feudo electoral pues entró a un círculo social cuyas influencias serían un puente para llegar al pleno de su vida pública
De temperamento seco y frío, Dolores Gallego, con el mal de la epilepsia, enfermedad aparecida después de su casamiento, no pudo consonar con el temperamento sensible y disciplinado en afanes intelectuales de su esposo. Pronto hay un hogar desavenido con reclamos de descontentos. Un hijo enfermizo vino al mundo, que a poco muere. Después nació otro que en la pila de bautismo llaman Rafael, quien vendría con un retardo mental, rompiéndose el único nudo que los podía atar. Los gustos y aspiraciones de los esposos siguieron en órbitas desiguales. La ruptura era inminente.
Procuró él ausentarse para hacer un alto de reflexión, entonces viaja a Cartagena. Allí el general Nieto lo nomina en la Secretaría de Gobierno. Fue en una recepción donde encontró aquella mujer que había marcado su vida. Aunque separados los dos por sus matrimonios y dolorosos recuerdos, en los ojos de ambos se asomó la pasión de una época felíz. Resistieron la tentación terrible. Algún intercambio de recados hubo. La débil resistencia de ella enterneció a Rafael, y con nobleza renunció a la tentación ante aquella mujer que aún amándole le pedía que no la amara y que la dejara atada a su hogar honrado para tener así lo que él le había negado.
En 1852 regresó a Panamá, enfrentando el debate electoral donde su nombre figuraba como candidato a la Cámara de Representantes, amparado por Obaldía, su tío político. Salió elegido, entonces comienza su vida en Bogotá. Su claridad en el manejo de asuntos públicos hizo que el presidente Mallarino lo hiciera parte de su gabinete. En esos días le fue presentado a doña Gregoria del Haro, una poetisa que abría los salones de su casa para reuniones de políticos y literatos.
Hacía fiestas donde las finas maneras marcaban toda una época. Viuda ella de un coronel Rodríguez, y después casada con un inlgés adicto al wisky, de nombre Martín Logan. De aquellas veladas hubo una mutua simpatía entre Rafael y la anfitriona, que con los días cogió llama en el fragor de unos amores que hacían la comidilla de los capitalinos. Ella estaba aniquilada bajo el peso de tanta voluptuosidad que la llevó a una pasión sin sigilo. Sin atender el escándalo de una ruptura pública con su esposo, asume la postura heróica de irse a vivir con su galán caribe. El hechizo queda roto un día cuando Mariano Ospina Rodríguez asume el mando de la República. Núñez quedó excluido del gobierno, y sin medios que respaldaran las urgencias de sus gastos, hubo de volver a Panamá. El drama conyugal se renueva. En esos años fue vicegobernador y gobernador encargado del Itsmo. En 1859, elegido senador por Panamá, salió de su extraño hogar para nunca más volver.
Reunido con doña Gregoria de nuevo, hubo de afrontar una inesperada situación política. Tomás Cipriano de Mosquera llama al liberalismo a la guerra para tumbar a Ospina Rodríguez. Núñez se opone a la contienda. Finalmente el general caucano derrota a las tropas del gobierno y se adueña del mando. Temiendo el ánimo vengativo del turbulento Mosquera, Núñez se oculta en la buhardilla de la casa de Gregoria, hasta cuando con habilidad ella prepara una entrevista entre los dos personajes, que tuvo como virtud amigarlos.
Mosquera le entrega la Secretaría del Tesoro con la responsabilidad de expropiar los bienes de la Iglesia con el decreto de Desamortización de Bienes de Manos Muertas. Como se esperaba, ambos fueron excomulgados. De tales ataques que hacían desde los púlpitos de la Curia, salieron a relucir las fiestas suntuosas que seguía brindando doña Gregoria. Se decía en las habladurías de los atrios y tabernas que su concubinario Núñez, metía la mano en los dineros públicos para darle gusto a su concubina. Los rumores llegaron a oídos de Mosquera, a quien le daban, para la época, el trato social de ‘Ciudadano General’.
En una reunión de altos dignatarios de Estado, Mosquera toca el tema de las hablillas que decían de su secretario del Tesoro. Presente allí estaba ‘El Alacrán Posada’, versificador festivo, quien sobre una servilleta escribió la respuesta a Mosquera: “No es doña Gregoria del Haro/ la que le cuesta tan caro/ al Tesoro Nacional/es el aro de Gregoria,/ Ciudadano General”.
PRESIDENTE
Diez años más Rafael y Gregoria vivieron juntos. “Primero fue una pasión torrentosa, luego un río sereno, más tarde un cariño amistoso y finalmente se atascó en la indiferencia. Es la clásica parábola amatoria de te quiero mucho, poquito o nada con que deshojamos las margaritas”.
Cuando Rafael regresó a Colombia para enfrentar su primera candidatura a la Presidencia, Gregoria se quedó en París. Allá contrajo nupcias por tercera vez con un escandinavo. Guardó de Núñez un nostálgico recuerdo. En los trances de su muerte rogó que todo el espistolario amoroso de él, que conservaba en un cofrecillo, fuera sepultado con ella.
Derrotado Núñez en las elecciones presidenciales que riñó con Aquileo Parra, vuelve como consúl de El Havre, en Francia. La vida le da la oportunidad de tropezar otra vez a Soledad Román. Se reviven los rescoldos de la vieja llama, y esta vez hay noviazgo serio. En París hay matrimonio por la potestad civil, para lo cual don Rafael le extendió un poder a un amigo que lo representara en la ceremonia.
Sus enemigos, los liberales del Olimpo Radical, lo tildan de bígamo por estar vigente su matrimonio católico con Dolores Gallego. El presidente Julián Trujillo lo nombra ministro diplomático en Washington, pero el Senado acusa al cartagenero de inmoralidad en su vida privada y rechazó la designación. Murillo Toro dijo con premonición, la frase: “Núñez nos puede perdonar que no lo hiciéramos presidente, pero estas balotas negras las vamos a pagar muy caro”.
Cuando fue elegido presidente para el bienio 1880-1882, por consejo de algunos no trae a su esposa a Bogotá, pues tan exaltados estaban los ánimos que se temía algún irrespeto para ella. Para el bienio 1884-1886, Núñez es elegido presidente de los Estados Unidos de Colombia, en lid franca con Solón Wilches, candidato de los liberales radicales. Cuando el doctor Núñez llega con su esposa en el ferrocarril a la Estación de la Sabana, en Bogotá, los liberales del Olimpo Radical salieron a recibirlo sin sus esposas, y los conservadores con ellas.
Liévano Aguirre nos narra: “Los radicales, descreídos y anticlericales, los que implantaron en el país el divorcio y el matrimonio civil, se negaban a que sus esposas saludaran a la esposa civil del presidente, y en cambio los conservadores, partidarios del matrimonio católico y enemigos del divorcio, rodearon a su mujer de atentos y oportunos homenajes. Una sonrisa de ironía debió aparecer en los labios ante esa doble hipocresía”. El desaire lo pagó caro el partido liberal con cuarenta años de destierro del poder.
Para 1884, los liberales del radicalismo se van a los campos de guerra contra el presidente Núñez. Los ejércitos rojos del general Gaitán Obeso sitian a Cartagena. El presidente sigue los acontecimientos a través de los hilos del telégrafo. Soledad Román da testimonio que don Rafael ayuna como un ermitaño al figurarse que su madre, habitante de Cartagena, sufre de hambre, como todos los sitiados. En el lugar de La Humareda, a poca distancia de Tamalameque, ocurre el gran descalabro de las tropas rojas. Allí caen más de noventa jefes del liberalismo. Al saberse la noticia en Bogotá, la multitud se vuelca a Palacio.
El presidente Núñez sale a una ventana. En una frase promete dar sepultura a la Constitución ultraliberal de 1863, cuando dijo: “La Constitución de Río Negro ha muerto”.
Rafael Núñez convoca a un cuerpo de delegatarios para que expida una nueva Constituición. Sería la de 1886, que acabó con el federalismo volviendo a una República unitaria, se anularon los Estados Soberanos y se regresa a los departamentos que serían regidos por un gobernador designado por el presidente, y se restablecen las relaciones entre el Vaticano y la República de Colombia con el proyecto de un Concordato.
Núñez, ante la imposibilidad de disolver su primer matrimonio, no obstante de haber recibido la Orden Piana que le otorgara el papa León XIII, exigió a la Curia que diera una prueba social inequívoca del respeto con que miraba la conducta y personalidad de doña Soledad. Fue la ocasión, un baile que se dio en Palacio. Cuando la concurrencia se dirigía al comedor, el arzobispo de Bogotá, José Telésforo Paul, tomó del brazo a doña Soledad y la condujo. Así, en ese mudo gesto, la Iglesia daba prueba del respeto con que miraba la unión de ella con el presidente.
En la guerra civil que aludimos a renglones precedentes, los insurrectos incendian a Colón, la ciudad panameña. Un jamaicano, George Davis, apodado Cocobolo, es uno de los apresados como incendiario. Es juzgado y condenado a la horca con dos más. Los radicales quieren presentarlo como un mártir del liberalismo. Un tiempo después Núñez mandó troquelar unas monedas de baja ley en Nueva York. En ellas aparecía la cara anodina de una mujer, pero la casa de Camacho Roldán y Cia., años antes había ampliado un retrato de Soledad Román por encargo de don Rafael. La ampliación vino, pero el pequeño retrato se quedó. Queriendo los troqueladores hacerle una cortesía al mandatario, suplantaron con esa fotografía, la cara anónima con que aparecían las monedas. A esas, los enemigos las llamarían “cocobolas”, queriendo así salpicar la honra del presidente como crímenes de Estado aquellas muertes de los incendiarios. Los periódicos publicaron improperios, diciendo que el presidente Núñez quería hacerse emperador.
Para esa época, algunas damas, por mero compromiso visitaban a escondidas el palacio San Carlos, para evitar “el qué dirán”, pero Soledad les devolvía la visita a plena luz, dejando en la puerta el carruaje, muy conocido por cierto, por su cochero de raza africana, de levita y sombrero de copa.
El asedio a la reputación de la primera dama se hizo presente varias veces. Refería ella, después de la muerte de su esposo: “Rafael era muy sereno. Sin embargo una vez lo vi encendido de ira. El motivo de la rabicana fue una caricatura soez de un periódico de Bogotá. Daniel Reyes, secretario entonces de la Presidencia, era moreno. Pues bien, los enemigos publicaron un grabado en el cual yo figuraba en el trance de dar a luz a un negrito. ¡Jamás vi a mi marido tan sulfurado! Su indignación era incontenible. ‘Si llego a saber quién fue el autor de esa asquerosidad, le pego un tiro’, decía”.
El Olimpo Radical no le da respiro. Jamás perdonaría la alianza de Núñez con los conservadores. Vargas Vila ya galopaba su desbordada pluma, escribiendo que aquél “pertenecía a la raza triste de los tiranos filósofos: déspotas por hastío”.
En 1889 llegó la noticia a El Cabrero, la casa campestre de Núñez en Cartagena, en la cual residía, que Dolores Gallego había fallecido en Panamá. Pasaría un tiempo prudente para que Rafael Wenceslao Núñez Moledo y Soledad Román Polanco decidieran su matrimonio católico. Un día de febrero, las manos de monseñor Biffi bendijeron la unión. La tarjeta de invitación cursada decía: “Rafael Núñez saluda a usted y tiene el honor de participar que hoy, ante el altar de San Pedro Claver elevará a la categoría de sacramento, el matrimonio que tiene contraído con Soledad Román”.
En su alcoba de El Cabrero, un síncope le sobrevino. Era el 18 de septiembre de 1894. Su poderoso cerebro es invadido por una hemorragia sepultándolo en la aterradora oscuridad de la inconsciencia. La última hora y el supremo instante llegaron. La noticia voló por todos los horizontes hasta llegar a la meseta fría.
Allá aparecieron las banderas a media asta y los periódicos cargados de panegíricos. La multitud colmó las naves de la Basílica Primada para escuchar la oración fúnebre de monseñor Carrasquilla. El Congreso se reúne ante la dolorosa nueva. Carlos Martínez Silva, enemigo leal y digno, comprendió que no era hora para mezquinas venganzas e hizo un gran elogio del gran hombre. El Negro Robles aprovechó la solemne ocasión para hacer una diatriba sobre un cadáver que cuando menos imponía respeto a los espíritus dignos. El Congreso asombrado lo oyó insultar la obra política de Núñez, las calumnias sobre su vida privada y sugestiones audaces de toda especie. Cuando terminó, un murmullo de protesta, seguido de un total silencio, dio respuesta digna a una suprema indignidad.
Pero parece que Núñez se anticipó a todos aquellos anatemas que circularon para echar los últimos baldones sobre su tumba. Con visón premonitoria había escrito un improntus de su numen, algo que pareciera su epitafio: “Después… murió. Del triunfo las angustias/su corazón no tuvo que sufrir/la ingratitud más dura que el suplicio/el laurel más punzante que el silicio/no pudieron su sueño interrumpir”.
Ciudad de los Reyes del Valle de Upar, septiembre 15, de 2020.
Por Rodolfo Ortega Montero