“Se murió la Goyita; la Goyita se murió”. No, a la Goyita la mataron, estaba predestinada para morir de muerte natural, de vieja, pero el destino desvió su rumbo para que muriera violentamente asfixiada, sin saberse a manos de qué sádico o psicópata. Había nacido en Santana a orillas del río Magdalena. Ana Gregoria Pérez, […]
“Se murió la Goyita; la Goyita se murió”. No, a la Goyita la mataron, estaba predestinada para morir de muerte natural, de vieja, pero el destino desvió su rumbo para que muriera violentamente asfixiada, sin saberse a manos de qué sádico o psicópata.
Había nacido en Santana a orillas del río Magdalena. Ana Gregoria Pérez, siendo muy joven llegó a El Paso, trabajó en mi casa y de allí en adelante se hizo pasera. Todo el pueblo la conocía y con gracejos la festejaban. De joven fue una mestiza singular, menuda de rasgos indígenas. Su pelo se prolongaba hasta la cintura. Con unos años más que mi generación, los muchachos de la época quisimos incursionar en los afectos de la Goyita, cuya sonrisa cautivaba.
La gente suponía lo que sin precisar ignoraba y sin indicio afirmaba. Tal vez fueron solo rumores porque la Goyita coqueta como ninguna sabía complacer a sus amistades. Dijeran lo que dijeran ella no perdía su sonrisa y voluntad. Pertenecía a la edad de las lanchas, cuando en una de estas llegó al puerto de El Paso para quedarse; no se sabe que vientos soplaron a su favor. Bailadora incorregible, lucía sus acrobacias de mujer anfibia, por eso fue llamada la ¨reina vicaria de la tambora¨, cuando lucía sus faldas floreadas y un ramo de flores muertas en su cabeza; de ese modo la Goyita era multicolor como fue su colorida personalidad, se le veía acompañada por hombres muy jóvenes, a pesar de sus 91 años que bien disimulaba. Cierta vez ‘la Tico’ Gutiérrez de Piñeres, -Margarita- al verla juvenilmente complacida, con el gracejo de siempre le dijo: “Goyita búscate un hombre viejo, estabilízate” y, Goyita repentista riposto: “Nada niña ‘Tico’, los viejos huelen a miaos; colágeno, colágeno es lo que necesito”.
La Goyita, coronada en la tambora, no fue carga para nadie, hacia sus panochas en horno de barro y las vendía puerta a puerta. Vibraba ella cuando los tambores rasgaban el viento con su tan-tan estruendoso e infernal y desenfrenados sonaban con golpes implorativos al saber que alguien había muerto. Son los repetidos tonos que no han dejado de repicar por miles de años, desde cuando la sangre africana germinó en los extremos del mundo.
Sus oscilaciones pausadas o de repente agitadas, se repiten como si fuera un ensueño o un anuncio de lo que ocurre en el alma colectiva, en busca de lo que puede ocurrir u ocurre hasta causar la muerte. Entonces un danzarín se levanta y sin pronunciar palabra alguna coloca un delantal blanco a su pareja, es la más vieja entre todas; añorante ella levanta sus brazos lanza un suspiro y emite un ¨uyuyui ¨y sin saber de qué magia se ha valido, el fuego del festejo empieza a desvanecerse como si alguien hubiera dado una orden inexorable y secreta. En poco tiempo la llama de las velas que han ardido anudadas al tallo de un árbol (barriga e´ culebra), han ido feneciendo una a una su luz. Así bailaba la Goyita cuando Enrique Campos repicaba ‘sucununo’, misterioso, irreverente y desafiante, para que ella bailara.
La Goyita no fue sepultada como merecía, se fue anónima y solitariamente, cuatro cargueros no más, la llevaron en hombros, como se lleva a los que mueren condenados y Goyita era libre. Ahora su alma vagabunda y arbitraria, danza cada vez que las tamboreras de El Paso arman sus estruendos en el sitio menos pensado del pueblo, donde la gente recordará a la Goyita.
“Se murió la Goyita; la Goyita se murió”. No, a la Goyita la mataron, estaba predestinada para morir de muerte natural, de vieja, pero el destino desvió su rumbo para que muriera violentamente asfixiada, sin saberse a manos de qué sádico o psicópata. Había nacido en Santana a orillas del río Magdalena. Ana Gregoria Pérez, […]
“Se murió la Goyita; la Goyita se murió”. No, a la Goyita la mataron, estaba predestinada para morir de muerte natural, de vieja, pero el destino desvió su rumbo para que muriera violentamente asfixiada, sin saberse a manos de qué sádico o psicópata.
Había nacido en Santana a orillas del río Magdalena. Ana Gregoria Pérez, siendo muy joven llegó a El Paso, trabajó en mi casa y de allí en adelante se hizo pasera. Todo el pueblo la conocía y con gracejos la festejaban. De joven fue una mestiza singular, menuda de rasgos indígenas. Su pelo se prolongaba hasta la cintura. Con unos años más que mi generación, los muchachos de la época quisimos incursionar en los afectos de la Goyita, cuya sonrisa cautivaba.
La gente suponía lo que sin precisar ignoraba y sin indicio afirmaba. Tal vez fueron solo rumores porque la Goyita coqueta como ninguna sabía complacer a sus amistades. Dijeran lo que dijeran ella no perdía su sonrisa y voluntad. Pertenecía a la edad de las lanchas, cuando en una de estas llegó al puerto de El Paso para quedarse; no se sabe que vientos soplaron a su favor. Bailadora incorregible, lucía sus acrobacias de mujer anfibia, por eso fue llamada la ¨reina vicaria de la tambora¨, cuando lucía sus faldas floreadas y un ramo de flores muertas en su cabeza; de ese modo la Goyita era multicolor como fue su colorida personalidad, se le veía acompañada por hombres muy jóvenes, a pesar de sus 91 años que bien disimulaba. Cierta vez ‘la Tico’ Gutiérrez de Piñeres, -Margarita- al verla juvenilmente complacida, con el gracejo de siempre le dijo: “Goyita búscate un hombre viejo, estabilízate” y, Goyita repentista riposto: “Nada niña ‘Tico’, los viejos huelen a miaos; colágeno, colágeno es lo que necesito”.
La Goyita, coronada en la tambora, no fue carga para nadie, hacia sus panochas en horno de barro y las vendía puerta a puerta. Vibraba ella cuando los tambores rasgaban el viento con su tan-tan estruendoso e infernal y desenfrenados sonaban con golpes implorativos al saber que alguien había muerto. Son los repetidos tonos que no han dejado de repicar por miles de años, desde cuando la sangre africana germinó en los extremos del mundo.
Sus oscilaciones pausadas o de repente agitadas, se repiten como si fuera un ensueño o un anuncio de lo que ocurre en el alma colectiva, en busca de lo que puede ocurrir u ocurre hasta causar la muerte. Entonces un danzarín se levanta y sin pronunciar palabra alguna coloca un delantal blanco a su pareja, es la más vieja entre todas; añorante ella levanta sus brazos lanza un suspiro y emite un ¨uyuyui ¨y sin saber de qué magia se ha valido, el fuego del festejo empieza a desvanecerse como si alguien hubiera dado una orden inexorable y secreta. En poco tiempo la llama de las velas que han ardido anudadas al tallo de un árbol (barriga e´ culebra), han ido feneciendo una a una su luz. Así bailaba la Goyita cuando Enrique Campos repicaba ‘sucununo’, misterioso, irreverente y desafiante, para que ella bailara.
La Goyita no fue sepultada como merecía, se fue anónima y solitariamente, cuatro cargueros no más, la llevaron en hombros, como se lleva a los que mueren condenados y Goyita era libre. Ahora su alma vagabunda y arbitraria, danza cada vez que las tamboreras de El Paso arman sus estruendos en el sitio menos pensado del pueblo, donde la gente recordará a la Goyita.