Era una sorpresa, así lo había querido mi novia, y por ello cuando menos me di cuenta ya estábamos caminando por las estrechas calles serpenteantes del barrio de Chueca. La puerta del establecimiento que buscábamos pasa casi desapercibida entre la revoltosa multitud de personas que fluye en ambas direcciones de la Calle del Almirante, zigzagueando […]
Era una sorpresa, así lo había querido mi novia, y por ello cuando menos me di cuenta ya estábamos caminando por las estrechas calles serpenteantes del barrio de Chueca. La puerta del establecimiento que buscábamos pasa casi desapercibida entre la revoltosa multitud de personas que fluye en ambas direcciones de la Calle del Almirante, zigzagueando entre carros que apenas pueden avanzar escasos centímetros. Entramos hasta el fondo del local donde al cruzar el umbral de la puerta nos recibió un colosal pavo real monocromático cuyas alas desplegadas no eran un ramillete de plumas sino las páginas abiertas de un libro. Él era el silencioso guardián de las estanterías que de piso a techo forraban las paredes de aquel espacio.
Tal es la atmósfera de Delirant, un restaurante literario en el barrio bohemio de Madrid, que resalta de entre sus pares por una curiosa particularidad: Tras degustar su cena, los comensales pueden llevarse a casa cualquier libro que esté expuesto en sus librerías. Yo elegí para mi novia un ejemplar de El General en su Laberinto con la esperanza de seguir alimentando los relatos independentistas que le narré caminando por la Quinta de Bolívar en Bogotá. Ella, en cambio, me sorprendió con un macizo texto de casi 800 páginas escrito por un autor que no me sonaba de nada. “Mi anterior jefe me aconsejó que lo leyera si quería aprender a escribir bien”, y me entregó con su sonrisa inmaculada El Dardo en la Palabra, de Fernando Lázaro Carreter. Tras leer las primeras páginas dejé atrás mi prejuicio inicial de que sería un ladrillo para descubrir un libro maravilloso.
Fernando Lázaro Carreter era el Profesor Super O de España. Un enamorado de la lengua española que recibió sendos premios periodísticos, colaboró como catedrático de letras en universidades españolas, francesas y gringas, y presidió la Real Academia de la Lengua Española durante siete fructíferos años. Pero su legado más próximo fue El Dardo en la Palabra, una colección de columnas publicadas en el diario ABC entre 1975 y 1996 en las cuales asume el rol de francotirador para fulminar los errores semánticos que a diario se cometían en la prensa, radio y televisión de su tiempo. Cada una de sus columnas es una afable lección sobre el correcto uso de una palabra particular que cualquiera puede entender y aplicar para corregir arraigadas impropiedades.
Así pues, cada noche con mi novia tratamos de leer un nuevo dardo para irnos a la cama siendo un poquito menos ignorantes y es bajo esta mecánica que hemos descubierto que lívido no significa ponerse pálido, sino adquirir una coloración amoratada; que enervar no debe emplearse para describir irritación ni impaciencia sino un debilitamiento de la vitalidad; que nominar no implica la postulación de candidatos, sino el dar nombre a algo; y que cualquier asunto calificado de doméstico se reduce exclusivamente a lo que ocurre en nuestras casas y nunca puede mezclarse con una connotación de orden nacional.
Semana a semana, con paciencia de artesano, Lázaro Carreter construyó una obra inmortal y tremendamente necesaria.
Era una sorpresa, así lo había querido mi novia, y por ello cuando menos me di cuenta ya estábamos caminando por las estrechas calles serpenteantes del barrio de Chueca. La puerta del establecimiento que buscábamos pasa casi desapercibida entre la revoltosa multitud de personas que fluye en ambas direcciones de la Calle del Almirante, zigzagueando […]
Era una sorpresa, así lo había querido mi novia, y por ello cuando menos me di cuenta ya estábamos caminando por las estrechas calles serpenteantes del barrio de Chueca. La puerta del establecimiento que buscábamos pasa casi desapercibida entre la revoltosa multitud de personas que fluye en ambas direcciones de la Calle del Almirante, zigzagueando entre carros que apenas pueden avanzar escasos centímetros. Entramos hasta el fondo del local donde al cruzar el umbral de la puerta nos recibió un colosal pavo real monocromático cuyas alas desplegadas no eran un ramillete de plumas sino las páginas abiertas de un libro. Él era el silencioso guardián de las estanterías que de piso a techo forraban las paredes de aquel espacio.
Tal es la atmósfera de Delirant, un restaurante literario en el barrio bohemio de Madrid, que resalta de entre sus pares por una curiosa particularidad: Tras degustar su cena, los comensales pueden llevarse a casa cualquier libro que esté expuesto en sus librerías. Yo elegí para mi novia un ejemplar de El General en su Laberinto con la esperanza de seguir alimentando los relatos independentistas que le narré caminando por la Quinta de Bolívar en Bogotá. Ella, en cambio, me sorprendió con un macizo texto de casi 800 páginas escrito por un autor que no me sonaba de nada. “Mi anterior jefe me aconsejó que lo leyera si quería aprender a escribir bien”, y me entregó con su sonrisa inmaculada El Dardo en la Palabra, de Fernando Lázaro Carreter. Tras leer las primeras páginas dejé atrás mi prejuicio inicial de que sería un ladrillo para descubrir un libro maravilloso.
Fernando Lázaro Carreter era el Profesor Super O de España. Un enamorado de la lengua española que recibió sendos premios periodísticos, colaboró como catedrático de letras en universidades españolas, francesas y gringas, y presidió la Real Academia de la Lengua Española durante siete fructíferos años. Pero su legado más próximo fue El Dardo en la Palabra, una colección de columnas publicadas en el diario ABC entre 1975 y 1996 en las cuales asume el rol de francotirador para fulminar los errores semánticos que a diario se cometían en la prensa, radio y televisión de su tiempo. Cada una de sus columnas es una afable lección sobre el correcto uso de una palabra particular que cualquiera puede entender y aplicar para corregir arraigadas impropiedades.
Así pues, cada noche con mi novia tratamos de leer un nuevo dardo para irnos a la cama siendo un poquito menos ignorantes y es bajo esta mecánica que hemos descubierto que lívido no significa ponerse pálido, sino adquirir una coloración amoratada; que enervar no debe emplearse para describir irritación ni impaciencia sino un debilitamiento de la vitalidad; que nominar no implica la postulación de candidatos, sino el dar nombre a algo; y que cualquier asunto calificado de doméstico se reduce exclusivamente a lo que ocurre en nuestras casas y nunca puede mezclarse con una connotación de orden nacional.
Semana a semana, con paciencia de artesano, Lázaro Carreter construyó una obra inmortal y tremendamente necesaria.