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Cambiar de ciudad en diciembre

Todo suele quedarse donde uno ya sabe estar: las mismas calles, las mismas costumbres y las mismas personas. Aun así, a veces la vida decide moverse justo ahí, cuando nada parece cambiar y todo se reinventa para empezar de nuevo.

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Diciembre no es un mes pensado para los cambios.

Todo suele quedarse donde uno ya sabe estar: las mismas calles, las mismas costumbres y las mismas personas. Aun así, a veces la vida decide moverse justo ahí, cuando nada parece cambiar y todo se reinventa para empezar de nuevo.

Cambiar de ciudad —aunque no siempre coincida con el calendario— implica aceptar que algo faltará. Por eso, los silencios pesan más, las preguntas se aclaran y se aprende que no todos los procesos son visibles para los demás.

Los cambios duros no llegan para rompernos; llegan para obligarnos a mirar distinto, a caminar sin mapas conocidos, a confiar en lo que ya somos cuando todo alrededor se reacomoda.

Diciembre insiste en balances y cierres perfectos, pero hay finales que no son conclusiones, sino decisiones internas: seguir, aun sin tener todo resuelto. Y en medio de tanto movimiento, hay algo que no se desplaza. El amor.

El amor que no depende del lugar donde estemos, sino de quienes siguen presentes, de quienes esperan, sostienen y permanecen, incluso a la distancia. Asimismo, hay viajes en los que no solo se lleva equipaje; realmente se llevan reencuentros, esos que te hacen entender que el hogar no siempre es una ciudad, sino las personas que nos rodean.

Este diciembre, más allá de celebrar las alegrías y las tristezas, celebro los cambios necesarios, los caminos difíciles y los vínculos que resistieron el tiempo y la distancia.

Porque aunque cambiar incomode, también prepara. Y porque, incluso cuando todo se mueve, el amor sigue siendo el punto al que siempre se llega.

Por: Ana María Santos Murgas. 

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