COLUMNA

Un abrazo de mi madre

Queridos lectores, dicen que antes de existir la palabra primero está el suspiro, luego el deseo de expresarse y, por último, la osadía de intentar gritar desde adentro lo que por fin sale del alma. Y es que nos acercamos a una fecha cargada de ilusiones, en donde muchos elevan sus peticiones y deseos al Gran Eterno por conducto de su hijo, el Niño Dios. 

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Queridos lectores, dicen que antes de existir la palabra primero está el suspiro, luego el deseo de expresarse y, por último, la osadía de intentar gritar desde adentro lo que por fin sale del alma. Y es que nos acercamos a una fecha cargada de ilusiones, en donde muchos elevan sus peticiones y deseos al Gran Eterno por conducto de su hijo, el Niño Dios. 

Y les confieso, no soy la excepción. Pues desde niño crecí en un hogar en donde mi madre religiosamente armaba su artesanal pesebre, un armatroste erigido con ayuda de cajas y muebles viejos que servían de base para colocar el característico papel verde que identifica el verdor del paisaje decembrino, la tierra en donde nacerá el Niño Jesús este mes. En donde existen ovejas gigantescas que sobrepasan tres veces y hasta más a los diminutos pastores de goma y plástico que las cuidan, en donde las corrientes de los ríos que atraviesan aquella tierra son hilachas de papel plateado y los lagos pequeños espejos en donde posan sobre él algunos patitos de goma. Conocí ahí casas deshabitadas de cartón, armables y desarmables por décadas, con puertas y ventanas que se abrían gracias a una tijera o a una simple cuchilla. Una tierra de papel en donde también convivían los animales carnívoros con otros que beneficiaban su cadena alimenticia, sin peligro alguno para éstos. En fin, una verdadera obra de ingeniería construida por mi madre que se disfrutaba en mi hogar todos los meses de diciembre.      

Nos acostumbró a que debíamos dejar nuestra carta al Niño Dios, en algún lugar escondido en el pesebre, en donde solo Él la hallaría y así era, pues como por arte de magia, faltando apenas unos pocos días para su nacimiento, la carta desaparecía, se la había llevado ¡Oh, que emoción! Era el primer paso, ahora solo faltaba que nos trajera lo que habíamos pedido en la carta. Juguetes, era la aspiración, sin embargo, por insinuaciones creo que, de mi madre, debíamos de igual forma escribir en nuestro pedido algo de ropa.

Hoy en muchos lugares, el pesebre, nuestra tradición vale la pena decir, ha sido desplazado por otras costumbres extranjeras, en especial, como Santa Claus, el mismo que se conoce como Papá Noel, y hasta Elfos, que, con sus travesuras hogareñas, ya hacen presencia en nuestros hogares adueñándose de tan recordadas tradiciones que ya ni nos molestamos en defender.

Aquí en mi hogar, reconozco que hay una mezcolanza de estas tradiciones, la decoración navideña se intercala y se hace alusión a todo, con la diferencia de antaño, que mi nieto no deja su carta en el pesebre, sino que la coloca en el árbol de navidad en donde el elfo es el encargado de llevársela a Santa al Polo Norte, después de haber hecho muchas travesuras como, por ejemplo, haber desperdiciado el papel higiénico, colgado de un abanico, sacado la arena de alguna maceta, etc. Sin embargo, los de antaño, como decía, seguimos con las mismas tradiciones, aunque ya no escribamos cartas dejándolas debajo de una piedra o la metamos en alguna casa de cartón en el pesebre, pedimos nuestros deseos a ese Niño Dios acostumbrado. 

No sé ustedes, mis queridos lectores, pero yo, le pediré este año al Niño Dios en lo posible, aunque sea en sueños una sola cosa: un abrazo de mi madre. De esa que ya no está. De esa que me permitió crecer en sus entrañas, de esa que me dio de beber de su pecho, de sus besos y también de sus lágrimas, de esa que me amamantó con el aliento de lo que yo era para ella, su esperanza. De la que no necesité de oídos para escucharla, ni de ojos para mirarla, pues la conocía desde siempre, porque siempre ha sido eso, eso que llamo amor, eso que llamo vida, eso que llamo alegría y, a veces, también dolor, es la que sopla mi alma, mi bendita ilusión. Eso quiero Niño Dios, y que el viento lleve mi carta susurrando entre las hojas de los árboles mi humilde petición, permite que me abrace y que me duerma entre sus brazos y que me cante una canción. 

Por: Jairo Mejía.

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