Separarse duele. Duele incluso cuando fue la decisión correcta, cuando ya no había paz, cuando el amor se había transformado en cansancio.
En consulta, una de las frases que más escucho es: “Sé que tenía que hacerlo, pero me duele igual”. Y tiene sentido, porque separarse no es solo dejar a una persona; es despedirse de una historia, de una rutina, de un futuro que alguna vez imaginamos posible.
La separación no rompe únicamente el vínculo con el otro; rompe expectativas, rompe acuerdos invisibles, rompe partes de nosotros que creíamos seguras.
Socialmente, se espera que quien se separa “supere rápido”, que entienda que “era lo mejor”, que se muestre fuerte, que siga adelante sin hacer ruido.
Pero separarse también es un duelo, y como todo duelo, necesita tiempo, permiso y contención.
Se llora lo que fue, se llora lo que no pudo ser, se llora lo que se intentó, se llora lo que no alcanzó.
A veces duele más separarse de alguien que aún se ama que de alguien que ya no se siente. Porque el cuerpo no entiende de razones, entiende de vínculos.
Muchas personas cargan culpa después de separarse: culpa por “no haber aguantado más”, culpa por “haber fallado”, culpa por pensar en sí mismas.
Pero elegir la paz no es egoísmo; elegirse no es traicionar, irse no es rendirse.
Permanecer en una relación donde ya no hay respeto, cuidado o reciprocidad también deja heridas profundas, y esas heridas, con el tiempo, se vuelven silenciosas pero peligrosas.
El cuerpo siente la separación antes que la mente. Se manifiesta en insomnio, en ansiedad, en vacío, en cansancio, en nudos en el pecho.
No es debilidad, es un sistema emocional que se está reajustando.
Porque el vínculo no se rompe de un día para otro, se desenreda poco a poco, con dolor, con recuerdos, con días buenos y días muy difíciles.
Separarse no borra lo vivido, separarse no significa que todo fue un error, no invalida lo compartido, no convierte el amor en mentira.
A veces las relaciones cumplen su ciclo, enseñan lo que necesitábamos aprender y nos transforman, aunque no se queden. Separarse también es una forma de cuidar lo que somos hoy, aunque duela.
Después de una separación, llega el reto más grande: quedarse con uno mismo, escuchar el silencio, habitar la ausencia, reconstruir rutinas, reaprender quién se es sin el otro.
Y aunque asusta, también es una oportunidad, la oportunidad de volver a mirarse, de sanar heridas propias, de redefinir límites, de elegir distinto.
Si hoy estás pasando por una separación, permítete sentir, no minimices tu dolor, no te exijas estar bien antes de tiempo, no te avergüences por llorar.
Separarse duele, sí, pero quedarse donde ya no hay bienestar también duele y muchas veces más. Aunque ahora no lo veas, el dolor de hoy puede convertirse en la calma de mañana. Porque sanar no es olvidar, es aprender a seguir sin romperse.
A veces, separarse no es perder a alguien. Es recuperarse a uno mismo.
Por: Daniela Rivera Orcasita.





