A mis escasos años presencié las consecuencias de unos cuantos. Esta fiebre se intensificó en las décadas de los ochenta y noventa. Los amores casi siempre iniciaban desde la adolescencia, y al irse a estudiar la pareja las carreras profesionales a ciudades diferentes peligraban los amores de toda una vida.
Por José Gregorio Guerrero
A mis escasos años presencié las consecuencias de unos cuantos. Esta fiebre se intensificó en las décadas de los ochenta y noventa. Los amores casi siempre iniciaban desde la adolescencia, y al irse a estudiar la pareja las carreras profesionales a ciudades diferentes peligraban los amores de toda una vida.
Como medida de protección y seguridad fue acogida esta modalidad por parte de los jóvenes del Cesar y La Guajira (de los que tuve conocimiento) como única estrategia de preservación y conservación de la relación. Para los padres de los novios no era bien visto, ni permitido que se casaran antes de terminar la profesión; pero era tan fuertes las amarras que armaban matrimonios secretos con cómplices de las mismas características amorosas; cuya función era, buscar el pueblo indicado bajo dos condiciones absolutas de los novios “donde no nos conozca nadie” y “que el cura no fuera cercano a ninguna de las dos familias por que sapea”.
En cierta ocasión unos novios cercanos a mí (me reservo el nombre porque Elisa María no me lo perdonaría) me invitaron a dar un paseo, recuerdo que fue una tardecita de un miércoles 29 de julio de 1998. El paseo sería a la población de Codazzi. Cuando llegamos, nos dirigimos a una casa, y allí en la puerta había un notario con cara de desocupado, y un grupo de personas que se les notaba disimulaban algo.
Cuando sacaron los anillos, y yo noté un ambiente de casorio se me armó un nudo en la garganta, porque la madre de la novia me vio montándome al vehículo, y sabía que era yo quien los acompañaría al paseo vespertino.
No dudé en recular para no tener que ver con el desenlace, pero un hombre de apariencia mastodóntica me tomó por el brazo y me llevó para la cocina, allí dentro destapó unas ollas que contenían gallinas guisadas con mazorcas, y su respectiva guarnición. Entonces decidí quedarme (no crean que fue por el guiso).
En otra ocasión, 24 horas antes del matrimonio un pajarito de dos patas y que no vuela llamó a la madre de la novia a “saludarla” y de paso a decirle que su hija se casaba al día siguiente en Bogotá en la iglesia de Lourdes, a las 5:30 de la tarde, que ya todo estaba contratado desde la comida hasta la bebida. Que de Valledupar habían viajado amigos cercanos (le leyó la lista); que la señora dueña de la pensión donde vivía ella ( la hija) había hecho los preparativos, que unos tales Javier, Margarita y Chichón estaban en custodia de la pareja para evitar una disolución del casorio. Pero que le daba pena por que no tenía más información. ¡Que tal! Típico de nuestra tierra.
A mis escasos años presencié las consecuencias de unos cuantos. Esta fiebre se intensificó en las décadas de los ochenta y noventa. Los amores casi siempre iniciaban desde la adolescencia, y al irse a estudiar la pareja las carreras profesionales a ciudades diferentes peligraban los amores de toda una vida.
Por José Gregorio Guerrero
A mis escasos años presencié las consecuencias de unos cuantos. Esta fiebre se intensificó en las décadas de los ochenta y noventa. Los amores casi siempre iniciaban desde la adolescencia, y al irse a estudiar la pareja las carreras profesionales a ciudades diferentes peligraban los amores de toda una vida.
Como medida de protección y seguridad fue acogida esta modalidad por parte de los jóvenes del Cesar y La Guajira (de los que tuve conocimiento) como única estrategia de preservación y conservación de la relación. Para los padres de los novios no era bien visto, ni permitido que se casaran antes de terminar la profesión; pero era tan fuertes las amarras que armaban matrimonios secretos con cómplices de las mismas características amorosas; cuya función era, buscar el pueblo indicado bajo dos condiciones absolutas de los novios “donde no nos conozca nadie” y “que el cura no fuera cercano a ninguna de las dos familias por que sapea”.
En cierta ocasión unos novios cercanos a mí (me reservo el nombre porque Elisa María no me lo perdonaría) me invitaron a dar un paseo, recuerdo que fue una tardecita de un miércoles 29 de julio de 1998. El paseo sería a la población de Codazzi. Cuando llegamos, nos dirigimos a una casa, y allí en la puerta había un notario con cara de desocupado, y un grupo de personas que se les notaba disimulaban algo.
Cuando sacaron los anillos, y yo noté un ambiente de casorio se me armó un nudo en la garganta, porque la madre de la novia me vio montándome al vehículo, y sabía que era yo quien los acompañaría al paseo vespertino.
No dudé en recular para no tener que ver con el desenlace, pero un hombre de apariencia mastodóntica me tomó por el brazo y me llevó para la cocina, allí dentro destapó unas ollas que contenían gallinas guisadas con mazorcas, y su respectiva guarnición. Entonces decidí quedarme (no crean que fue por el guiso).
En otra ocasión, 24 horas antes del matrimonio un pajarito de dos patas y que no vuela llamó a la madre de la novia a “saludarla” y de paso a decirle que su hija se casaba al día siguiente en Bogotá en la iglesia de Lourdes, a las 5:30 de la tarde, que ya todo estaba contratado desde la comida hasta la bebida. Que de Valledupar habían viajado amigos cercanos (le leyó la lista); que la señora dueña de la pensión donde vivía ella ( la hija) había hecho los preparativos, que unos tales Javier, Margarita y Chichón estaban en custodia de la pareja para evitar una disolución del casorio. Pero que le daba pena por que no tenía más información. ¡Que tal! Típico de nuestra tierra.