Hubo un tiempo en que escritores y poetas eran una categoría de dioses humanos.
Mi afán de escribir data de años lejanos, cuando apenas podía asimilar la belleza de un poema. Los escritores y poetas (se me antojaba pensar entonces) eran seres distintos, conocedores de arcanos fabulosos y ocultos. Uno de los primeros libros que con ansias leí, fue de un autor anticlerical, de acertada pluma, José María Vargas Vila. Su fama de aguerrido hereje acrecía mi estupor. Me atraía su prosa frondosa, su ateísmo escandaloso con mixtura de agresiva filosofía y amargo humorismo.
Hubo un tiempo, digo, en que escritores y poetas eran una categoría de dioses humanos. Con esa aureola, hacia 1923, llegó a Cartagena la nuestra (para distinguirla de la española) José Santos Chocano Gastañodi, el reputado poeta peruano. Entre la celebración que hubo para tal huésped ilustre, se hizo un recital auspiciado por la Asamblea de Bolívar, cuyo presidente era Sebastián Meza Merlano, otro bardo. A ese evento asistió el vate inca vestido de frac, un bigote negro retorcido hacia arriba y una corona con hojas de laurel en oro, sobre sus sienes. Recitó entonces “Los caballos de los conquistadores”.
GUSTO POR LOS HELADOS
De aquella ocasión, refiere Eduardo Lemaitre, dejó la fama de devorar helados, comiendo hasta diez seguidos, También quedó un poema dedicado a Mercedes Amelia Gómez Román, una hermosa damita de ese entonces, en la cual, en algunos de sus apartes decía: “Linda cartagenera que en tu hamaca tendida / bajo de tus palmas y a la orilla de tu mar/ me has estado esperando quizás toda la vida / de paso estoy y pronto me tengo que marchar”.
Se cuenta que Dominga, una quiropedista mulata del lugar, le extrajo un callo, lo que exhibía como una reliquia sacra en un guardapelo que colgada de su cuello, como si se tratara de un mechón de cabello de un santo o de una hilacha del cordón de San Pedro Claver.
Así se veneraba a los hombres de letras. Eran los tiempos en que en el cenit literario estaban Rafael Pombo, José Asunción Silva, Julio Florez y el maestro Valencia.
SU VIDA
La vida de Santos Chocano es rocambolesca, tiene visos de leyenda. Limeño de nacimiento, su infancia coincide con la ocupación de tropas chilenas en su ciudad, por causa de la guerra del Pacífico, en la cual su país y Bolivia perdieron territorios. Era biznieto de Francisco Zela, cabeza de la primera insurrección armada en Perú contra España, en Tacna, quien moriría en perpetuo encierro en el castillo de Chagres, Panamá, fracasado su levantamiento.
Los genealogistas aventuran la idea de que el poeta Chocano descendía también de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, distinguido caballero que guerreó en el sitio de Granada, de los reyes católicos contra Boabdil, el último rey moro en 1492.
También fue decisivo en las disputas en armas de Fernando de Aragón en pos del reino de Nápoles, y por haber auxiliado a Alejandro VI, el Papa Borgia, para recobrar Ostia, el puerto italiano, caído en manos de un corsario vizcaíno.
La vida despreocupada lleva a Chocano a retirarse de la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos. Entonces escribía para La Tunda, un diario de oposición al gobierno del general Andrés Cáceres. Fue acusado de subversión y confinado en una celda submarina llamada El Aljibe, hasta que seis meses después, un levantamiento lo puso libre en 1895. Tenía 20 años apenas. Para esa época publicó sus primeros poemarios.
POETA NEGOCIADOR
Era hábito, entonces, en los países hispanoamericanos, mostrar en sus sedes diplomáticas a escritores y poetas para lucir sus intelectos de humanistas. En tal condición estuvo por Centroamérica representando a su país, donde, con su intervención, se logra el arreglo de varios diferendos limítrofes entre esas naciones.
En 1904 está en Bogotá, como encargado de negocios de su gobierno, cuando se nos fue Panamá. Perú de inmediato reconoció esa separación con ánimo hostil, por cuanto tenía una disputa de territorio con Colombia.
El poeta incaico propuso que tal diferendo fuera resuelto por el rey de España, lo que fue aceptado por ambas partes. Un año después, está en España en otro cargo de la diplomacia.
Entra entonces en el mundo de las letras de allá, alternando con los grandes como Miguel de Unamuno, Emilia Pardo Bazán, Manuel Machado y Benito Pérez Galdoz. Una amistad sin dobleces lo une a Rubén Darío, el poeta de más brillo en ese tiempo, también en representación de su patria Nicaragua. Para esas calendas, ya Chocano era reconocido como gran poeta en el mundo hispanoparlante.
‘ALMA AMÉRICA’
Publica entonces ‘Alma América’, un libro de poemas, llamando así también a una de sus hijas, con el prólogo de Rubén Darío. Allí también alude al atavío mestizo de América, condición que exalta con altivo engreimiento y que es un rasgo marcante de su poesía.
Otra de sus obras fue Fiat Lux, que salió a la luz de las imprentas en 1908. La vida en la capital de las Españas es de tertulias, recitales y bohemias.
Tenía fama de manirroto por sus conquistas donjuanescas. Con el vate Rubén Darío frecuenta en Madrid sitios donde los famosos se daban cita para los coloquios intelectuales, como la Confitería Mallorquina, un restaurante La Bombilla y una cervecería en la Calle de Hileras.
Es fama del que el bardo nicaragüense le suplicó un día a Santos Chocano que lo ayudara en la lucha contra el demonio del alcohol y de los “malos amigos” que lo incitaban a beber.
Una carta desde Vigo, en el norte de España, le llega Rubén Darío. Es del vate peruano con la excusa de haber viajado de prisa, sin despedirse de él, porque “tenía un presentimiento de la muerte de su padre”, que lo obligó a viajar urgido.
Existía otro motivo, también dramático. La prensa madrileña daba cuenta de una estafa al Banco de España, en la cual alguien había cobrado 260.000 mil pesetas contra la cuenta de un vizconde y exdiputado de las cortes, a través de un talonario y una firma adulterada. Tres sospechosos fueron detenidos: Dos empleados del Banco, y un señor de apellido Villarias, personaje que concurría a los recitales de Chocano y a quien éste le había arrendado parte de su residencia para que montara una agencia de negocios.
Los periódicos especulaban “sobre un vínculo que el sindicado podía tener con cierto distinguido poeta y diplomático suramericano”.
Tres meses antes de la estafa, Santos Chocano había concurrido a una notaría para firmar como testigo, un documento en el cual Villarias se declaraba deudor, sin serlo, en 250 mil pesetas, del escritor peruano Felipe Sassone, también presente en la diligencia.
Las autoridades investigaban ese hecho, que los peruanos no negaban, aduciendo ante los investigadores que habían firmado tal documento a ruego de Villarias, quien les había dicho de un grave perjuicio, sin decir cuál, que le sobrevendría, si no se amparaba con esa escritura.
Algunos nexos debieron descubrir los jueces con este caso y la estafa al Banco, pues Villarias recibió una condena de ocho años y se le ordenó la devolución de 360.000 mil pesetas. Para ese entonces, Santos Chocano ya estaba en Cuba. Los jueces nunca pidieron su extradición, Fue un duro golpe a su prestigio.
SUS CRÍTICOS
Los periódicos maltrataban a Chocano, no como a un estafador sino como a un “mal poeta”. Un cronista de El Mundo, un señor Bonafaux, añade que “el titulado vate Chocano, como tal, merecía ser muerto a garrote vil”. El poeta en respuesta a tanto vituperio, escribió así desde La Habana: “Cuántos me han calumniado/ y me han escarnecido/ dieron tal magnitud a mi pecado/ que me duele no haberlo cometido”.
El bardo peruano deambula por países de América, entonces. Hizo pública su simpatía por la Revolución Mexicana en 1912. Estuvo al servicio del presidente Madero hasta cuando fue asesinado.
MISIONES ESPECIALES
En Nueva York desempeña misiones confidenciales al servicio de Venustiano Carranza. Otra vez en México, fue confidente y secretario de Doroteo Arango, alias Pancho Villa, hijo, al parecer, de un antioqueño de apellido Arango que, atraído por la fiebre del oro en California, había viajado, pero sin ir más allá del país azteca.
Alguna anécdota escalofriante narraba después el poeta, del general Pancho Villa. Decía que en una ocasión mientras desayunaban en Chihuahua, donde había fusilamientos a la orden del día, se presentó ante ellos un oficial para pedir órdenes que cumplir, a lo que Villa contestó fastidiado: “¡Váyase! Que hoy no hay carne”. Como ese oficial siguió interrumpiendo el coloquio del general con el poeta, Villa sacó su revólver y le metió un tiro en la frente al subalterno impertinente.
Guatemala fue su destino en 1895. Allí lo encontramos de secretario del presidente Estrada Cabrera, un mandatario que a través de fraudes electorales se había mantenido en el poder por más de 20 años en ejercicio de una dictadura.
Un levantamiento popular lo derrotó después de duros combates, en el último de los cuales, cuando fue apresado, sólo Santos Chocano permanecía a su lado con el deseo de compartir la suerte del presidente en desgracia. Es apresado y condenado a muerte.
El papa y el rey Alfonso XIII de España, los presidentes de Argentina y Perú, así como escritores de todo el mundo, abogan por la conmutación de la pena del poeta. Envejecido y enfermo se refugió en Costa Rica. Un romance tuvo allí con una prima de su esposa, de lo cual nació su último hijo.
Había tenido descendencia en cuatro mujeres distintas.
EL REGRESO
Después de 17 años ausente, regresó a su patria en 1921. Las multitudes salieron a su encuentro y la prensa limeña hizo eco de sus méritos de poeta reconocido en el mundo.
En Lima, lo más escogido de la intelectualidad peruana, se va al Puerto de Callao para el recibimiento. En el Palacio de la Exposición se le ciñe una corona de laureles en oro.
Con motivo del centenario de la batalla de Ayacucho, en 1924, escritores y poetas se dan cita en Lima. Entre ellos va Guillermo Valencia, de Colombia. En uno de estos actos memorativos, Santos Chocano, amigo del dictador venezolano Juan Vicente Gómez, elogió “a las dictaduras organizadoras y criticó la gran farsa de la democracia”. Tales frases repercutieron por haberlas dicho quien las dijo.
José Vasconcelos, escritor y filósofo mejicano, calificó de bufón al poeta peruano, a lo que este respondió con durísimos términos.
Catorce intelectuales del Perú respaldan a Vasconcelos. Entre los firmantes de tal declaración, estaba Edwin Elmore, fogoso joven escritor limeño, quien además escribió contra el presidente Augusto Leguía y sus partidarios, entre ellos Santos Chocano, a quien calificó de “vulgar impostor”.
Una copia de este escrito llegó a manos del poeta antes de su publicación. Llamó por teléfono a Elmore diciéndole que su padre había sido un traidor en la guerra del Pacífico, por haberle delatado a las enemigas tropas chilenas, la red de minas que defendían el puerto de Arica en 1860.
Después de un agresivo cambio de frases ofensivas, ambos, por coincidencia fueron al diario El Comercio para publicar sendas cartas de mutua acusación. Elmore le dió una bofetada al poeta, y este disparó contra su agresor físico, quien cayó mortalmente herido para fallecer dos días después.
Atendido el prestigio universal del vate, fue sentenciado a tres años, pero el congreso de mayoría leguista, dispuso su libertad con una especie de amnistía.
Comprendiendo que su situación era mal vista en Perú, en 1928 se fue a Santiago de Chile. Allá la vida se le hizo muy dura. Los recitales, sus artículos de prensa y sus polémicos folletos, no le alcanzaban para sus gastos primarios. Entonces se metió en la fantástica idea de encontrar un tesoro de los jesuitas.
El origen del rumor de esa fortuna sepultada tenía visos de verdad. A finales del siglo XVIII, la Compañía de Jesús había sido expulsada de las colonias españolas en América, por cuanto, según se dijo, el general de esa Orden religiosa había escrito una carta a alguien, la que fue interceptada, donde aseveraba que el rey Carlos III era hijo adulterino del cardenal Alberone. Este habría sido el motivo oculto de la expulsión, porque el exhibido, era el excesivo enriquecimiento y la intromisión en política de los jesuitas.
Después se supo de la falsedad de la carta. Lo cierto es que estos curas enterraron a prisa los candelabros, copones de misa, patenas y custodias, antes de embarcar en los veleros del exilio.
El gobierno chileno dió a Chocano un permiso de excavación en un perímetro donde supuestamente se encontraría el tesoro. En 1932, Chocano, con préstamos abrió fosos y zanjas, pero nada encontró. Era la ruina total.
TRÁGICA MUERTE
Un día toma el tranvía para entrevistarse con Enrique Vargas Nariño, embajador de Colombia, para recibir de parte de nuestro gobierno, una donación en esmeraldas, sabida su situación calamitosa, y en agradecimiento, porque cuando Luis Miguel Sánchez Cerro, presidente de Perú, en 1930 invadió con tropas nuestro trapecio amazónico, y de tal hecho hubo escaramuzas de guerra entre las dos naciones, Santos Chocano tomó partido por las razones que asistían a Colombia, aduciendo que se debía respetar el tratado Salomón-Lozano de 1922, que había puesto fin al diferendo fronterizo.
Ya en el tranvía, en ese fatídico 13 de diciembre de 1934, un esquizofrénico llamado Martín Bruce Padilla, con una daga le atravesó la espalda y el corazón. Expuso ante los jueces, que el poeta había encontrado el tesoro, y que él era un socio burlado en tal descubrimiento porque Santos Chocano no le había dado su dividendo.
El asesino fue recluido en la Casa de Orate, en su condición de perturbado mental.
Expandida la noticia, Eduardo Chocano, su hijo y residente en Lima, ante la negativa del Perú de sufragar los gastos de la repatriación de sus restos, tocó la puerta de la embajada mexicana. Desde aquel país se giraron los recursos solicitados, pero los peruanos finalmente accedieron a asumir el costo.
Su cuerpo fue sepultado de pie, en un metro cuadrado de tierra, tal como lo había pedido en uno de sus poemas. Se cree que pertenecía a una logia de masones, por ser muy propio de ellos esa manera de sepulcro.
Quedaron para la posteridad sus estrofas, entre épicas y modernistas, como Ave de Paso, Quien Sabe, Nostalgia, La Tristeza del Inca y su inmortal Blasón, alegórico a su América indiana:
Soy el cantor de América, autóctona y salvaje/ mi lira tiene un alma, mi canto un ideal/ mi verso no se mece colgado de un ramaje/ como un vaivén pausado de hamaca tropical/ Cuando me siento Inca, le rindo vasallaje/ al Sol que me da el cetro de su poder real/ cuando me siento hispano y evoco el coloniaje/ parecen mis estrofas trompetas de cristal. Mi fantasía viene de un abolengo moro/ los Andes son de plata y el León es de oro/ y las dos castas fundo con épico fragor/ la sangre es española e incaico es el latido/ y de no ser poeta, quizás yo hubiera sido/ un blanco aventurero o un indio emperador.
POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ ESPECIAL PARA EL PILÓN
Hubo un tiempo en que escritores y poetas eran una categoría de dioses humanos.
Mi afán de escribir data de años lejanos, cuando apenas podía asimilar la belleza de un poema. Los escritores y poetas (se me antojaba pensar entonces) eran seres distintos, conocedores de arcanos fabulosos y ocultos. Uno de los primeros libros que con ansias leí, fue de un autor anticlerical, de acertada pluma, José María Vargas Vila. Su fama de aguerrido hereje acrecía mi estupor. Me atraía su prosa frondosa, su ateísmo escandaloso con mixtura de agresiva filosofía y amargo humorismo.
Hubo un tiempo, digo, en que escritores y poetas eran una categoría de dioses humanos. Con esa aureola, hacia 1923, llegó a Cartagena la nuestra (para distinguirla de la española) José Santos Chocano Gastañodi, el reputado poeta peruano. Entre la celebración que hubo para tal huésped ilustre, se hizo un recital auspiciado por la Asamblea de Bolívar, cuyo presidente era Sebastián Meza Merlano, otro bardo. A ese evento asistió el vate inca vestido de frac, un bigote negro retorcido hacia arriba y una corona con hojas de laurel en oro, sobre sus sienes. Recitó entonces “Los caballos de los conquistadores”.
GUSTO POR LOS HELADOS
De aquella ocasión, refiere Eduardo Lemaitre, dejó la fama de devorar helados, comiendo hasta diez seguidos, También quedó un poema dedicado a Mercedes Amelia Gómez Román, una hermosa damita de ese entonces, en la cual, en algunos de sus apartes decía: “Linda cartagenera que en tu hamaca tendida / bajo de tus palmas y a la orilla de tu mar/ me has estado esperando quizás toda la vida / de paso estoy y pronto me tengo que marchar”.
Se cuenta que Dominga, una quiropedista mulata del lugar, le extrajo un callo, lo que exhibía como una reliquia sacra en un guardapelo que colgada de su cuello, como si se tratara de un mechón de cabello de un santo o de una hilacha del cordón de San Pedro Claver.
Así se veneraba a los hombres de letras. Eran los tiempos en que en el cenit literario estaban Rafael Pombo, José Asunción Silva, Julio Florez y el maestro Valencia.
SU VIDA
La vida de Santos Chocano es rocambolesca, tiene visos de leyenda. Limeño de nacimiento, su infancia coincide con la ocupación de tropas chilenas en su ciudad, por causa de la guerra del Pacífico, en la cual su país y Bolivia perdieron territorios. Era biznieto de Francisco Zela, cabeza de la primera insurrección armada en Perú contra España, en Tacna, quien moriría en perpetuo encierro en el castillo de Chagres, Panamá, fracasado su levantamiento.
Los genealogistas aventuran la idea de que el poeta Chocano descendía también de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, distinguido caballero que guerreó en el sitio de Granada, de los reyes católicos contra Boabdil, el último rey moro en 1492.
También fue decisivo en las disputas en armas de Fernando de Aragón en pos del reino de Nápoles, y por haber auxiliado a Alejandro VI, el Papa Borgia, para recobrar Ostia, el puerto italiano, caído en manos de un corsario vizcaíno.
La vida despreocupada lleva a Chocano a retirarse de la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos. Entonces escribía para La Tunda, un diario de oposición al gobierno del general Andrés Cáceres. Fue acusado de subversión y confinado en una celda submarina llamada El Aljibe, hasta que seis meses después, un levantamiento lo puso libre en 1895. Tenía 20 años apenas. Para esa época publicó sus primeros poemarios.
POETA NEGOCIADOR
Era hábito, entonces, en los países hispanoamericanos, mostrar en sus sedes diplomáticas a escritores y poetas para lucir sus intelectos de humanistas. En tal condición estuvo por Centroamérica representando a su país, donde, con su intervención, se logra el arreglo de varios diferendos limítrofes entre esas naciones.
En 1904 está en Bogotá, como encargado de negocios de su gobierno, cuando se nos fue Panamá. Perú de inmediato reconoció esa separación con ánimo hostil, por cuanto tenía una disputa de territorio con Colombia.
El poeta incaico propuso que tal diferendo fuera resuelto por el rey de España, lo que fue aceptado por ambas partes. Un año después, está en España en otro cargo de la diplomacia.
Entra entonces en el mundo de las letras de allá, alternando con los grandes como Miguel de Unamuno, Emilia Pardo Bazán, Manuel Machado y Benito Pérez Galdoz. Una amistad sin dobleces lo une a Rubén Darío, el poeta de más brillo en ese tiempo, también en representación de su patria Nicaragua. Para esas calendas, ya Chocano era reconocido como gran poeta en el mundo hispanoparlante.
‘ALMA AMÉRICA’
Publica entonces ‘Alma América’, un libro de poemas, llamando así también a una de sus hijas, con el prólogo de Rubén Darío. Allí también alude al atavío mestizo de América, condición que exalta con altivo engreimiento y que es un rasgo marcante de su poesía.
Otra de sus obras fue Fiat Lux, que salió a la luz de las imprentas en 1908. La vida en la capital de las Españas es de tertulias, recitales y bohemias.
Tenía fama de manirroto por sus conquistas donjuanescas. Con el vate Rubén Darío frecuenta en Madrid sitios donde los famosos se daban cita para los coloquios intelectuales, como la Confitería Mallorquina, un restaurante La Bombilla y una cervecería en la Calle de Hileras.
Es fama del que el bardo nicaragüense le suplicó un día a Santos Chocano que lo ayudara en la lucha contra el demonio del alcohol y de los “malos amigos” que lo incitaban a beber.
Una carta desde Vigo, en el norte de España, le llega Rubén Darío. Es del vate peruano con la excusa de haber viajado de prisa, sin despedirse de él, porque “tenía un presentimiento de la muerte de su padre”, que lo obligó a viajar urgido.
Existía otro motivo, también dramático. La prensa madrileña daba cuenta de una estafa al Banco de España, en la cual alguien había cobrado 260.000 mil pesetas contra la cuenta de un vizconde y exdiputado de las cortes, a través de un talonario y una firma adulterada. Tres sospechosos fueron detenidos: Dos empleados del Banco, y un señor de apellido Villarias, personaje que concurría a los recitales de Chocano y a quien éste le había arrendado parte de su residencia para que montara una agencia de negocios.
Los periódicos especulaban “sobre un vínculo que el sindicado podía tener con cierto distinguido poeta y diplomático suramericano”.
Tres meses antes de la estafa, Santos Chocano había concurrido a una notaría para firmar como testigo, un documento en el cual Villarias se declaraba deudor, sin serlo, en 250 mil pesetas, del escritor peruano Felipe Sassone, también presente en la diligencia.
Las autoridades investigaban ese hecho, que los peruanos no negaban, aduciendo ante los investigadores que habían firmado tal documento a ruego de Villarias, quien les había dicho de un grave perjuicio, sin decir cuál, que le sobrevendría, si no se amparaba con esa escritura.
Algunos nexos debieron descubrir los jueces con este caso y la estafa al Banco, pues Villarias recibió una condena de ocho años y se le ordenó la devolución de 360.000 mil pesetas. Para ese entonces, Santos Chocano ya estaba en Cuba. Los jueces nunca pidieron su extradición, Fue un duro golpe a su prestigio.
SUS CRÍTICOS
Los periódicos maltrataban a Chocano, no como a un estafador sino como a un “mal poeta”. Un cronista de El Mundo, un señor Bonafaux, añade que “el titulado vate Chocano, como tal, merecía ser muerto a garrote vil”. El poeta en respuesta a tanto vituperio, escribió así desde La Habana: “Cuántos me han calumniado/ y me han escarnecido/ dieron tal magnitud a mi pecado/ que me duele no haberlo cometido”.
El bardo peruano deambula por países de América, entonces. Hizo pública su simpatía por la Revolución Mexicana en 1912. Estuvo al servicio del presidente Madero hasta cuando fue asesinado.
MISIONES ESPECIALES
En Nueva York desempeña misiones confidenciales al servicio de Venustiano Carranza. Otra vez en México, fue confidente y secretario de Doroteo Arango, alias Pancho Villa, hijo, al parecer, de un antioqueño de apellido Arango que, atraído por la fiebre del oro en California, había viajado, pero sin ir más allá del país azteca.
Alguna anécdota escalofriante narraba después el poeta, del general Pancho Villa. Decía que en una ocasión mientras desayunaban en Chihuahua, donde había fusilamientos a la orden del día, se presentó ante ellos un oficial para pedir órdenes que cumplir, a lo que Villa contestó fastidiado: “¡Váyase! Que hoy no hay carne”. Como ese oficial siguió interrumpiendo el coloquio del general con el poeta, Villa sacó su revólver y le metió un tiro en la frente al subalterno impertinente.
Guatemala fue su destino en 1895. Allí lo encontramos de secretario del presidente Estrada Cabrera, un mandatario que a través de fraudes electorales se había mantenido en el poder por más de 20 años en ejercicio de una dictadura.
Un levantamiento popular lo derrotó después de duros combates, en el último de los cuales, cuando fue apresado, sólo Santos Chocano permanecía a su lado con el deseo de compartir la suerte del presidente en desgracia. Es apresado y condenado a muerte.
El papa y el rey Alfonso XIII de España, los presidentes de Argentina y Perú, así como escritores de todo el mundo, abogan por la conmutación de la pena del poeta. Envejecido y enfermo se refugió en Costa Rica. Un romance tuvo allí con una prima de su esposa, de lo cual nació su último hijo.
Había tenido descendencia en cuatro mujeres distintas.
EL REGRESO
Después de 17 años ausente, regresó a su patria en 1921. Las multitudes salieron a su encuentro y la prensa limeña hizo eco de sus méritos de poeta reconocido en el mundo.
En Lima, lo más escogido de la intelectualidad peruana, se va al Puerto de Callao para el recibimiento. En el Palacio de la Exposición se le ciñe una corona de laureles en oro.
Con motivo del centenario de la batalla de Ayacucho, en 1924, escritores y poetas se dan cita en Lima. Entre ellos va Guillermo Valencia, de Colombia. En uno de estos actos memorativos, Santos Chocano, amigo del dictador venezolano Juan Vicente Gómez, elogió “a las dictaduras organizadoras y criticó la gran farsa de la democracia”. Tales frases repercutieron por haberlas dicho quien las dijo.
José Vasconcelos, escritor y filósofo mejicano, calificó de bufón al poeta peruano, a lo que este respondió con durísimos términos.
Catorce intelectuales del Perú respaldan a Vasconcelos. Entre los firmantes de tal declaración, estaba Edwin Elmore, fogoso joven escritor limeño, quien además escribió contra el presidente Augusto Leguía y sus partidarios, entre ellos Santos Chocano, a quien calificó de “vulgar impostor”.
Una copia de este escrito llegó a manos del poeta antes de su publicación. Llamó por teléfono a Elmore diciéndole que su padre había sido un traidor en la guerra del Pacífico, por haberle delatado a las enemigas tropas chilenas, la red de minas que defendían el puerto de Arica en 1860.
Después de un agresivo cambio de frases ofensivas, ambos, por coincidencia fueron al diario El Comercio para publicar sendas cartas de mutua acusación. Elmore le dió una bofetada al poeta, y este disparó contra su agresor físico, quien cayó mortalmente herido para fallecer dos días después.
Atendido el prestigio universal del vate, fue sentenciado a tres años, pero el congreso de mayoría leguista, dispuso su libertad con una especie de amnistía.
Comprendiendo que su situación era mal vista en Perú, en 1928 se fue a Santiago de Chile. Allá la vida se le hizo muy dura. Los recitales, sus artículos de prensa y sus polémicos folletos, no le alcanzaban para sus gastos primarios. Entonces se metió en la fantástica idea de encontrar un tesoro de los jesuitas.
El origen del rumor de esa fortuna sepultada tenía visos de verdad. A finales del siglo XVIII, la Compañía de Jesús había sido expulsada de las colonias españolas en América, por cuanto, según se dijo, el general de esa Orden religiosa había escrito una carta a alguien, la que fue interceptada, donde aseveraba que el rey Carlos III era hijo adulterino del cardenal Alberone. Este habría sido el motivo oculto de la expulsión, porque el exhibido, era el excesivo enriquecimiento y la intromisión en política de los jesuitas.
Después se supo de la falsedad de la carta. Lo cierto es que estos curas enterraron a prisa los candelabros, copones de misa, patenas y custodias, antes de embarcar en los veleros del exilio.
El gobierno chileno dió a Chocano un permiso de excavación en un perímetro donde supuestamente se encontraría el tesoro. En 1932, Chocano, con préstamos abrió fosos y zanjas, pero nada encontró. Era la ruina total.
TRÁGICA MUERTE
Un día toma el tranvía para entrevistarse con Enrique Vargas Nariño, embajador de Colombia, para recibir de parte de nuestro gobierno, una donación en esmeraldas, sabida su situación calamitosa, y en agradecimiento, porque cuando Luis Miguel Sánchez Cerro, presidente de Perú, en 1930 invadió con tropas nuestro trapecio amazónico, y de tal hecho hubo escaramuzas de guerra entre las dos naciones, Santos Chocano tomó partido por las razones que asistían a Colombia, aduciendo que se debía respetar el tratado Salomón-Lozano de 1922, que había puesto fin al diferendo fronterizo.
Ya en el tranvía, en ese fatídico 13 de diciembre de 1934, un esquizofrénico llamado Martín Bruce Padilla, con una daga le atravesó la espalda y el corazón. Expuso ante los jueces, que el poeta había encontrado el tesoro, y que él era un socio burlado en tal descubrimiento porque Santos Chocano no le había dado su dividendo.
El asesino fue recluido en la Casa de Orate, en su condición de perturbado mental.
Expandida la noticia, Eduardo Chocano, su hijo y residente en Lima, ante la negativa del Perú de sufragar los gastos de la repatriación de sus restos, tocó la puerta de la embajada mexicana. Desde aquel país se giraron los recursos solicitados, pero los peruanos finalmente accedieron a asumir el costo.
Su cuerpo fue sepultado de pie, en un metro cuadrado de tierra, tal como lo había pedido en uno de sus poemas. Se cree que pertenecía a una logia de masones, por ser muy propio de ellos esa manera de sepulcro.
Quedaron para la posteridad sus estrofas, entre épicas y modernistas, como Ave de Paso, Quien Sabe, Nostalgia, La Tristeza del Inca y su inmortal Blasón, alegórico a su América indiana:
Soy el cantor de América, autóctona y salvaje/ mi lira tiene un alma, mi canto un ideal/ mi verso no se mece colgado de un ramaje/ como un vaivén pausado de hamaca tropical/ Cuando me siento Inca, le rindo vasallaje/ al Sol que me da el cetro de su poder real/ cuando me siento hispano y evoco el coloniaje/ parecen mis estrofas trompetas de cristal. Mi fantasía viene de un abolengo moro/ los Andes son de plata y el León es de oro/ y las dos castas fundo con épico fragor/ la sangre es española e incaico es el latido/ y de no ser poeta, quizás yo hubiera sido/ un blanco aventurero o un indio emperador.
POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ ESPECIAL PARA EL PILÓN