Era común, años atrás, que las “prima noche”, los vecinos, cada uno desde la puerta de casa, entretejieran un diálogo sobre cualquier tema.
El proceso de acelerada urbanización que, erróneamente se equipara a progreso, es la lógica de crecimiento de nuestras ciudades. Al mismo tiempo que se ensancha, la ciudad se torna más peligrosa, los que más bienes tienen se sienten más amenazados por hordas de delincuentes y vándalos a los que ya, ni siquiera las fortalecidas rejas, mantiene a raya: ya no es seguro estar en la terraza, así que de nada vale tenerla.
En Valledupar, como en la mayoría de ciudades de la región, bajo esta lógica de “preservar la seguridad”, se está imponiendo como moda de diseño habitacional las llamadas “casa-patio”. Se trata de una estructura que no solo distancia la casa de la acera, sino que la oculta de la vista de transeúntes, se cerca de vallas electrificadas y se le instala ojos hacia dentro y fuera con cámaras de vigilancia para “ver sin ser vistos”.
La paranoia para preservar la seguridad está llevando a muchas familias a una práctica de invisibilización extrema que deriva de las nuevas formas de segregación espacial en quienes se encierran y ocultan mediante muros y rejas. Cada día crece más esa modalidad de segregación física, familias pudientes que habitan enclaves fortificados y que exacerban la percepción de inseguridad con obsesivas conversaciones sobre el tema, polarizando lo bueno y lo malo, estableciendo distancias y muros simbólicos que refuerzan las barreras físicas.
TEMOR A LA CALLE
Estamos ante una sociedad que construye un imaginario hacia el interior, rechaza la calle, fija normas cada vez más rígidas de inclusión y exclusión. En los barrios de gente “acomodada”, el espacio público de las calles se ha quedado como espacio abandonado, síntoma del olvido de los ideales modernos de apertura, igualdad y comunidad.
Para este estrato socio económico que puede darse el lujo de una casa patio, existe una ciudad real y otra imaginada; una que recorre como la del centro, el lugar de trabajo o estudio, los mall, los restaurantes y zonas de diversión.
Pero hay otra ciudad, la imaginada, aquella de las orillas y que evitan conocer por el riesgo que implica para su seguridad. De esa otra ciudad imaginada solo se enteran por los relatos de la prensa, especialmente los de crónica roja, lo que el noticiero de la radio nos cuenta a diario sobre homicidios, riñas callejeras, ajustes de cuentas, violencia intrafamiliar. Esa ciudad imaginada, pero a la que le tememos que se vuelva concreta en nuestras narices, la que rogamos que no llegue a la reja de nuestra casa.
Las casa-patios instauran una cultura de la protección sobre vigilada, vinculada con nuevas reglas de distinción para privatizar espacios públicos y separar abruptamente a los sectores sociales entre los buenos (los que están dentro de la casa o el conjunto residencial, los que andan en carro) y los malos (los que están afuera, los que andan a pie o en moto).
Pero, además esta forma de habitar la ciudad rompe con el sentido que los habitantes del Caribe colombiano hemos tenido de la vecindad. Nos criamos en pueblos donde el vecino no se define porque vive cerca, sino porque es amigo y compadre, la vecina que te lleva la “tacita de tinto” temprano, el que parrandea contigo, el que te comparte un gajo de plátanos que trajo de su parcela.
LOS VECINOS
El vecindario no solo es la proximidad espacial, sino también la afectiva, la comunión social y esa es la mejor valla para protegerse de amenazas externas.
Era común, años atrás, que las “prima noche”, los vecinos, cada uno desde la puerta de casa, entretejieran un diálogo sobre cualquier tema, nadie pedía permiso para intervenir. Era un tejido de voces de pretil a pretil sin que ninguno evitara que el vecino “metiera la cuchara” en sus asuntos.
Ese es un vecindario, esa es una comunidad, esa es la cohesión social que rompe esta nueva forma de atrincherarse los ciudadanos para evitar que los demás “metan los ojos” en su vida familiar.
Esta vez, no solo son formas de habitación que modifican y rompen el paisaje urbano, ya que solo vemos un portón informe y no el diseño ni exteriores de la vivienda, sino que está creando una sociedad que se está auto apartando de lo que sucede alrededor, generando cambios en los hábitos y rituales familiares, vecinales y comunitarios.
Ojalá esta moda, como todas, termine rápido para hacer posible lo que el antropólogo argentino mexicano García Canclini plantea: “reconstruir una apropiación menos segregada, más justa y comunitaria, de los espacios urbanos”.
POR ABEL MEDINA SIERRA/ESPECIAL PARA EL PILÓN
Era común, años atrás, que las “prima noche”, los vecinos, cada uno desde la puerta de casa, entretejieran un diálogo sobre cualquier tema.
El proceso de acelerada urbanización que, erróneamente se equipara a progreso, es la lógica de crecimiento de nuestras ciudades. Al mismo tiempo que se ensancha, la ciudad se torna más peligrosa, los que más bienes tienen se sienten más amenazados por hordas de delincuentes y vándalos a los que ya, ni siquiera las fortalecidas rejas, mantiene a raya: ya no es seguro estar en la terraza, así que de nada vale tenerla.
En Valledupar, como en la mayoría de ciudades de la región, bajo esta lógica de “preservar la seguridad”, se está imponiendo como moda de diseño habitacional las llamadas “casa-patio”. Se trata de una estructura que no solo distancia la casa de la acera, sino que la oculta de la vista de transeúntes, se cerca de vallas electrificadas y se le instala ojos hacia dentro y fuera con cámaras de vigilancia para “ver sin ser vistos”.
La paranoia para preservar la seguridad está llevando a muchas familias a una práctica de invisibilización extrema que deriva de las nuevas formas de segregación espacial en quienes se encierran y ocultan mediante muros y rejas. Cada día crece más esa modalidad de segregación física, familias pudientes que habitan enclaves fortificados y que exacerban la percepción de inseguridad con obsesivas conversaciones sobre el tema, polarizando lo bueno y lo malo, estableciendo distancias y muros simbólicos que refuerzan las barreras físicas.
TEMOR A LA CALLE
Estamos ante una sociedad que construye un imaginario hacia el interior, rechaza la calle, fija normas cada vez más rígidas de inclusión y exclusión. En los barrios de gente “acomodada”, el espacio público de las calles se ha quedado como espacio abandonado, síntoma del olvido de los ideales modernos de apertura, igualdad y comunidad.
Para este estrato socio económico que puede darse el lujo de una casa patio, existe una ciudad real y otra imaginada; una que recorre como la del centro, el lugar de trabajo o estudio, los mall, los restaurantes y zonas de diversión.
Pero hay otra ciudad, la imaginada, aquella de las orillas y que evitan conocer por el riesgo que implica para su seguridad. De esa otra ciudad imaginada solo se enteran por los relatos de la prensa, especialmente los de crónica roja, lo que el noticiero de la radio nos cuenta a diario sobre homicidios, riñas callejeras, ajustes de cuentas, violencia intrafamiliar. Esa ciudad imaginada, pero a la que le tememos que se vuelva concreta en nuestras narices, la que rogamos que no llegue a la reja de nuestra casa.
Las casa-patios instauran una cultura de la protección sobre vigilada, vinculada con nuevas reglas de distinción para privatizar espacios públicos y separar abruptamente a los sectores sociales entre los buenos (los que están dentro de la casa o el conjunto residencial, los que andan en carro) y los malos (los que están afuera, los que andan a pie o en moto).
Pero, además esta forma de habitar la ciudad rompe con el sentido que los habitantes del Caribe colombiano hemos tenido de la vecindad. Nos criamos en pueblos donde el vecino no se define porque vive cerca, sino porque es amigo y compadre, la vecina que te lleva la “tacita de tinto” temprano, el que parrandea contigo, el que te comparte un gajo de plátanos que trajo de su parcela.
LOS VECINOS
El vecindario no solo es la proximidad espacial, sino también la afectiva, la comunión social y esa es la mejor valla para protegerse de amenazas externas.
Era común, años atrás, que las “prima noche”, los vecinos, cada uno desde la puerta de casa, entretejieran un diálogo sobre cualquier tema, nadie pedía permiso para intervenir. Era un tejido de voces de pretil a pretil sin que ninguno evitara que el vecino “metiera la cuchara” en sus asuntos.
Ese es un vecindario, esa es una comunidad, esa es la cohesión social que rompe esta nueva forma de atrincherarse los ciudadanos para evitar que los demás “metan los ojos” en su vida familiar.
Esta vez, no solo son formas de habitación que modifican y rompen el paisaje urbano, ya que solo vemos un portón informe y no el diseño ni exteriores de la vivienda, sino que está creando una sociedad que se está auto apartando de lo que sucede alrededor, generando cambios en los hábitos y rituales familiares, vecinales y comunitarios.
Ojalá esta moda, como todas, termine rápido para hacer posible lo que el antropólogo argentino mexicano García Canclini plantea: “reconstruir una apropiación menos segregada, más justa y comunitaria, de los espacios urbanos”.
POR ABEL MEDINA SIERRA/ESPECIAL PARA EL PILÓN