Vivimos no tanto en una época llena de cambios, sino en un cambio de época. Porque el mundo actual es completamente distinto a lo que fue el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Uno de los factores que ha contribuido a ese cambio radicalmente notable, es una nueva y revolucionaria forma de […]
Vivimos no tanto en una época llena de cambios, sino en un cambio de época. Porque el mundo actual es completamente distinto a lo que fue el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Uno de los factores que ha contribuido a ese cambio radicalmente notable, es una nueva y revolucionaria forma de cultura: la cultura cibernética o también llamada cibercultura. Pero ¿qué es? “…Es el conjunto de transformaciones tanto tecnológicas como sociales y culturales surgidas con la emergencia del ciberespacio y que están afectando buena parte de los espacios e instancias tradicionales, haciendo de la vida cotidiana un nuevo escenario lleno de desafíos y retos” (Barragán Giraldo, 2013, p. 13).
Las TICs constituyen un maravilloso descubrimiento de la ciencia y la técnica, que correctamente encausadas generan progreso y bienestar al ser humano, convirtiéndose en nuevos escenarios para la cultura del encuentro desde la virtualidad. Pero al mismo tiempo, su uso inadecuado o abuso afecta negativamente a las personas, especialmente el encuentro cara a cara, con el peligro de caer en los extremos individualistas y totalitaristas que solo dejan tristeza, desolación, vacío existencial e infelicidad. Porque a veces, el excesivo interés por quienes están geográficamente lejos de nosotros, nos lleva a alejar o los presencialmente cercanos, siendo esta una paradoja de la cibercultura.
No obstante este desafío propuesto, sugiere Moncada (2018) que en la virtualidad también se pueden construir auténticas relaciones humanas desde la acción comunicativa y la socialización como necesidades vitales de la persona humana, que expresa su identidad, afianzando su personalización en la intersubjetividad.
Es decir, el hecho de que la comunicación sea virtual no significa inexorablemente que, por ello, sea menos real el contacto con el otro. Esto último sí que lo hemos vivido intensamente durante nuestros días de pandemia a raíz del covid-19; ¿cuánto consuelo, alivio, esperanza, fuerza, fe, vitalidad, entretenimiento, alegría, sana diversión, información, conocimiento, formación y sobre todo, cuánto amor hemos dado y recibido a través de estos medios? ¡Mucho, mucho, muchísimo!
Por eso mismo, la cibercultura exige sólidos cimientos que la fundamenten, acompañen y direccionen bajo la luz de la racionalidad, la ética, la moral y espiritualidad, transitando de la acción comunicativa a la acción humanizadora. En otras palabras, no basta comunicarse, es necesario hacerlo de forma correcta, de manera adecuada y la mejor vía es el humanismo que reconoce al otro como persona en la virtualidad. Quien escribió este artículo es una persona y lo mismo quienes lo leen; somos seres humanos, máquinas jamás. No importa la distancia, si es América Latina o Europa, siempre somos personas. Hoy escribo desde Roma, pero te siento cerca de mí, no hay distancia que te haga ausente.
Así pues, cuando tu oído y corazón se afinan para escuchar a Dios (Salmo 94), comprendes que a Él se le ama en el otro. Sí, el amor a Dios se concrea cuando amo al otro que es semejante a mí en esencia o naturaleza; igual a mí en dignidad, derechos y deberes ante la ley. Pero sobre todo, el otro es diferente a mí en cuanto otro. Es único e irrepetible, esta irreductibilidad de su ser, invoca, provoca y convoca el amor más puro, bello, bueno y verdadero. Su ser, presencial o virtual, me interpela, me hace éticamente responsable de su existencia con un imperativo: “No me violentes, no me mates, ayúdame a vivir” (E. Lévinas).
Jesús, nuestro Divino Maestro, en el Evangelio añade uno de los más preciosos postulados humanistas de la historia: “No solo ayúdame a vivir, ámame como te amas a ti: esa es la clave de la vida feliz”. (Mateo 22, 39)
¡Grazie a tutti!, ¡Arrivederci…!
Vivimos no tanto en una época llena de cambios, sino en un cambio de época. Porque el mundo actual es completamente distinto a lo que fue el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Uno de los factores que ha contribuido a ese cambio radicalmente notable, es una nueva y revolucionaria forma de […]
Vivimos no tanto en una época llena de cambios, sino en un cambio de época. Porque el mundo actual es completamente distinto a lo que fue el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Uno de los factores que ha contribuido a ese cambio radicalmente notable, es una nueva y revolucionaria forma de cultura: la cultura cibernética o también llamada cibercultura. Pero ¿qué es? “…Es el conjunto de transformaciones tanto tecnológicas como sociales y culturales surgidas con la emergencia del ciberespacio y que están afectando buena parte de los espacios e instancias tradicionales, haciendo de la vida cotidiana un nuevo escenario lleno de desafíos y retos” (Barragán Giraldo, 2013, p. 13).
Las TICs constituyen un maravilloso descubrimiento de la ciencia y la técnica, que correctamente encausadas generan progreso y bienestar al ser humano, convirtiéndose en nuevos escenarios para la cultura del encuentro desde la virtualidad. Pero al mismo tiempo, su uso inadecuado o abuso afecta negativamente a las personas, especialmente el encuentro cara a cara, con el peligro de caer en los extremos individualistas y totalitaristas que solo dejan tristeza, desolación, vacío existencial e infelicidad. Porque a veces, el excesivo interés por quienes están geográficamente lejos de nosotros, nos lleva a alejar o los presencialmente cercanos, siendo esta una paradoja de la cibercultura.
No obstante este desafío propuesto, sugiere Moncada (2018) que en la virtualidad también se pueden construir auténticas relaciones humanas desde la acción comunicativa y la socialización como necesidades vitales de la persona humana, que expresa su identidad, afianzando su personalización en la intersubjetividad.
Es decir, el hecho de que la comunicación sea virtual no significa inexorablemente que, por ello, sea menos real el contacto con el otro. Esto último sí que lo hemos vivido intensamente durante nuestros días de pandemia a raíz del covid-19; ¿cuánto consuelo, alivio, esperanza, fuerza, fe, vitalidad, entretenimiento, alegría, sana diversión, información, conocimiento, formación y sobre todo, cuánto amor hemos dado y recibido a través de estos medios? ¡Mucho, mucho, muchísimo!
Por eso mismo, la cibercultura exige sólidos cimientos que la fundamenten, acompañen y direccionen bajo la luz de la racionalidad, la ética, la moral y espiritualidad, transitando de la acción comunicativa a la acción humanizadora. En otras palabras, no basta comunicarse, es necesario hacerlo de forma correcta, de manera adecuada y la mejor vía es el humanismo que reconoce al otro como persona en la virtualidad. Quien escribió este artículo es una persona y lo mismo quienes lo leen; somos seres humanos, máquinas jamás. No importa la distancia, si es América Latina o Europa, siempre somos personas. Hoy escribo desde Roma, pero te siento cerca de mí, no hay distancia que te haga ausente.
Así pues, cuando tu oído y corazón se afinan para escuchar a Dios (Salmo 94), comprendes que a Él se le ama en el otro. Sí, el amor a Dios se concrea cuando amo al otro que es semejante a mí en esencia o naturaleza; igual a mí en dignidad, derechos y deberes ante la ley. Pero sobre todo, el otro es diferente a mí en cuanto otro. Es único e irrepetible, esta irreductibilidad de su ser, invoca, provoca y convoca el amor más puro, bello, bueno y verdadero. Su ser, presencial o virtual, me interpela, me hace éticamente responsable de su existencia con un imperativo: “No me violentes, no me mates, ayúdame a vivir” (E. Lévinas).
Jesús, nuestro Divino Maestro, en el Evangelio añade uno de los más preciosos postulados humanistas de la historia: “No solo ayúdame a vivir, ámame como te amas a ti: esa es la clave de la vida feliz”. (Mateo 22, 39)
¡Grazie a tutti!, ¡Arrivederci…!