Así viví la muerte de uno de los periodistas más importantes de Valledupar.
Una cosa es contar la historia y otra muy distinta es vivirla. No hay palabras precisas y suficientes para describir y dimensionar lo sucedido.
Y más difícil aún en los tiempos de este mundo moderno, donde pareciera que se perdió por completo la capacidad de asombro.
¿Cómo relatar una historia personal cargada por una amalgama de tantos aspectos que tocan las fibras de la naturaleza humana?
Es muy complicado para alguien que interiorizó para siempre un principio periodístico aprendido en la Universidad Autónoma del Caribe: “el verdadero periodista es aquel que en todo momento evita escribir en primera persona o involucrarse en el tema”.
Hoy me veo obligado a romper esa regla que durante 26 años de periodismo había conservado intacta, ni siquiera en las columnas de opinión me había expresado alguna vez en primera persona, pero este caso lo amerita, con la seguridad de que mi maestro Guzmán Quintero Torres desde el cielo avalará esta decisión y le dará el visto bueno que aquí en la tierra solía ponerles a mis trabajos periodísticos.
Muchas veces intenté escribir esta historia, pero debo confesar que no fui capaz, solo alcanzaba a desarrollar el primer párrafo, un nudo en la garganta, un pecho compungido, unos ojos inundados, un alma deprimida y esa enorme sensación de ira, de rabia e impotencia impedían continuar el texto.
Pero esta vez no me quedó otra opción, hoy como jefe del equipo periodístico de EL PILÓN es mi obligación moral y profesional hacerlo y porque además mis compañeros me lo pidieron, ellos me lo exigieron y yo no podía ser inferior a esa petición. De hecho, el titular de esta nota surgió en esa reunión.
Ahora, 23 años después. Allí reunidos en la sala de redacción de EL PILÓN estaban Marllelys Salinas, Ketty Gutiérrez, Andrea Guerra, Karen Pérez, Carolina Yepes, Marytania Peñaloza, Deivis Caro, Deivis Safady, Hamilton Fuentes, José Alejandro Martínez, Alexander Gutiérrez, Jair Pimienta, Alexander Padilla, Fabián Pinillos, Joaquín Ramírez y Haizar Barros, les conté que Guzmán Quintero Torres fue un periodista excepcional, una persona con gran calidad humana, acto seguido, sin poder evitar los sollozos, les narré paso a paso cómo lo mataron en mi presencia.
Ese jueves 16 de septiembre de 1999 fue una fecha matizada por muchos misterios de la vida. Recuerdo que sentí que ese día se me despertó más de lo normal el sentido de la percepción, desde la mañana, durante el consejo de redacción, me dediqué a analizar cada una de las expresiones y conceptos de Guzmán Quintero y en silencio a tratar de sacar conclusiones de sus posturas frente a la agenda del día: -Guzmán es un teso- me dije internamente.
Además, ese día vi a plenitud al gran ser humano que había en él, pero era notoria su hiperactividad hasta para los asuntos afectivos: “Profe no se haga el loco, se avecina su cumpleaños, ni crea que se va a salvar”, con esa expresión dirigida a mí, cerró ese día el consejo de redacción.
Recuerdo que esa misma mañana con algunos compañeros alcanzamos a comentar que Guzmán se mostraba más inquieto que de costumbre, con su caminar ligero y su pantalón abrochado cerca del ombligo, en unos cuantos minutos salió y entró varias veces a la sala de redacción: -parece un muñequito eléctrico- dijo alguien, al tiempo que nos reíamos de su peculiar andar, mientras él se retiraba. Siempre lucía impecable, muy bien vestido.
Transcurrió algo más de dos horas y en la sala de redacción estábamos todos en silencio, sentados frente a nuestros respectivos computadores y de repente irrumpe nuevamente Guzmán, solo regresó para recordarme su plan, se me acercó y con su dedo índice me tocó el hombro: “No sea tacaño, tenemos que organizar su cumpleaños”, me dijo y nuevamente se fue. “Bueno y a este qué le pasa hoy”, comentó el periodista JJ Daza.
Ya en horas de la tarde, en la sala de redacción los miembros del equipo de periodistas estábamos concentrados escribiendo nuestras notas, entre ellos Guzmán Quintero, quien minutos antes había llegado histérico porque unos policías lo trataron mal, “por qué no van al monte a pelear con la guerrilla, con uno es que son alzaos”, comentó que eso les había dicho a los agentes del orden.
Al igual que los demás, Guzmán seguía en silencio frente a su computador, pero de vez en cuando miraba al puesto de trabajo donde estaba yo y siempre repetía el mismo gesto por medio del cual me recordaba lo de mi cumpleaños.
Y llegó la noche de ese trágico jueves, eran algo más de las ocho y se aproximaba la ida de cada uno para su casa, pero Guzmán, con Edgar De La Hoz, reportero gráfico de EL PILÓN, tenía su plan secreto, el cual consistía en no dejarme ir para mi vivienda.
En esos tiempos las motocicletas eran el medio de transporte más común de los periodistas. Yo salí lo más desprevenido con la intención de irme para mi casa, pero Guzmán con sigilo siguió mis pasos y apenas me subí a la moto él se montó de parrillero en mi vehículo, al tiempo que Edgar también prendía su moto, y tras acatar las indicaciones de Guzmán, me cambiaron la ruta y terminamos en la calle 17 entre las carreras 10 y 11, en el hotel Los Cardones, de Valledupar.
Antes de emprender el recorrido hacia el hotel Los Cardones, Guzmán y yo, allí montados en la moto, habíamos llegado a un acuerdo: solo nos tomaríamos una cerveza. Trato al que terminé aceptando tras su petición de “hablar unos temas importantes conmigo” y también para planificar de qué manera celebraríamos mi cumpleaños el día sábado 18 de septiembre, -Pero ojo, que sea una sola cerveza- le dije, a lo cual con sonrisa irónica y convencido que no iba a cumplir esa promesa me respondió: “sí, sí, profe dele, dele”.
Ya allí sentados los tres, alrededor de una mesa en la zona de entrada al hotel, yo estaba de espalda a la calle, Edgar y Guzmán se ubicaron al lado contrario mío con la mirada hacia la parte externa del sitio.
Como lo habíamos acordado, Guzmán pidió una cerveza para cada uno y acto seguido sacó de su maletín el cuadernillo donde estaba diseñada en borrador la edición del periódico del día viernes 17 de septiembre, adicional mostró lo que sería la primera página de esa fecha: “profe, estoy contento, me siento orgulloso con el trabajo que estamos haciendo”, dijo un tanto emocionado.
“Mire esto, Edgar esta fotografía tuya no tiene nada que envidiarle a la portada de cualquier periódico del mundo”, decía Guzmán refiriéndose a la imagen que Edgar De La Hoz había tomado en un acto desarrollado en contra de la violencia, a la cual él le puso como titular de primera página: ¡Quiero la paz!, fotografía que tuvo que ser reemplazada por la noticia de su asesinato.
Como era su costumbre, con lápiz y hoja en mano siguió rayando y señalando lo que él consideraba un buen trabajo periodístico, pero mientras eso sucedía nos tomamos la cerveza. “Profe vamos a tomarnos otra para que no se resientan nuestros organismos”.
-Sea serio profesor- le dije, mientras él ordenaba al mesero que nos trajera otras tres cervezas en medio de las risas de Edgar De La Hoz.
Eran aproximadamente las nueve de la noche o un poco más de esa hora, Guzmán seguía con su ejercicio de evaluación periodística y de elogios mutuos, reconocimientos que tenían doble propósito: primero, lograr un máximo grado de emoción en sus contertulios y, segundo, dilatar por un buen rato más la partida de ese sitio.
Ese era Guzmán Quintero Torres, se inventaba cualquier pretexto para compartir con sus amigos o personas que eran de su agrado, por ello, esa trágica noche recurrió a todo con tal de pasar un ameno y largo rato allí con sus compañeros.
En el fondo a mí también me gustaba compartir con él, sentía un honor y una satisfacción inmensa saber que mi compañía resultaba grata para uno de los mejores periodistas que tenía Valledupar, era docente universitario, director de varios medios de comunicación, gran investigador, reportero de los mejores noticieros nacionales, un auténtico y permanente profesor, de sus labios siempre salía una frase de enseñanza o motivación profesional. Hoy lamento no haberle expresado abiertamente cuánto lo admiraba, no haberle devuelto tanta generosidad y cortesía de él hacia mí.
Terminada la segunda cerveza, Guzmán, a sabiendas de que yo no le iba aceptar que siguiéramos bebiendo, de manera escondida le indicó al mesero que pusiera tres más, cuando el cantinero cumplió la orden y yo reaccioné supuestamente bravo, él con un gesto de picardía me dice: “Profe, la del arranque”.
Con las tres cervezas en la mesa y cuando Guzmán dice “profe la del arranque”, inmediatamente yo observo que su rostro se transformó en señal de asombro mirando fijamente hacia la entrada del sitio, yo trato de voltearme para ver qué pasaba y en cuestión de segundos veo a un hombre con pistola en mano, justo a unos centímetros de mi sien derecha, disparando contra la humanidad de Guzmán Quintero.
A partir de los disparos, fue tanto el impacto y el terror, que mi mente quedó en blanco por algunos segundos, solo recuerdo que corría por un pasillo largo hacia el interior del hotel, mientras de lado y lado todas las puertas de las habitaciones se cerraban unas tras otras impidiendo que yo entrara a alguna de ellas.
Al llegar al fondo del patio del hotel me cubrí detrás de un árbol de mango, todo eso fue por cuestión de instinto de conservación.
Cuando ya recobro la conciencia nuevamente, corrí hacia donde estaba Guzmán, lo encuentro tendido agonizando en el piso y a Edgar de pie, estático en el mismo sitio. En medio de gritos pedí que me ayudaran para subirlo a un taxi y llevarlo a urgencias del antiguo Instituto de Seguros Sociales.
Yo llevaba a Guzmán cargado en mis piernas en la silla trasera del taxi y en medio de la angustia le gritaba al taxista que anduviera lo más rápido posible, pero los semáforos estaban en rojo, le insistía entonces que pusiera el pito y no se detuviera. Fueron minutos muy largos y angustiosos, sentía que el carro no andaba y experimentaba ese deseo de bajarme y correr con él en mis hombros.
Durante el recorrido Guzmán trataba de abrir los ojos, intentaba hablarme mientras de su boca salían chorros de sangre, yo lo abrazaba y le gritaba: “profe usted es un berraco, aguante profe, aguante profe, no se me muera profe”.
Llegamos, inmediatamente lo ingresaron al área de urgencias, me quedé afuera, temblando de nervios caminaba de un lado a otro, mi camisa y mi pantalón eran un charco de sangre, pasados unos cinco minutos una enfermera salió y me dijo: “acaba de morir”.
Mi mente volvió a quedar en blanco, corrí al teléfono público para avisarles a todos, pero, mi cerebro no recordaba ningún número, ni siquiera el de mi propia casa, después de un instante solo pude recordar el 5600460, línea telefónica de la casa de la periodista Ana María Ferrer.
Siguieron momentos de confusión total, no entendía nada, pero en medio de tanta tribulación solo una cosa me quedó muy clara: Guzmán Quintero Torres murió orgulloso de ser periodista y Dios me puso de testigo de los últimos minutos de su vida, para hablar de su gran orgullo, de esa gran pasión y emoción que a él le producía ejercer su profesión. Descanse en paz profe y que Dios allá en el cielo le permita celebrar mi cumpleaños de la forma como quería hacerlo aquí en la tierra.
POR OSCAR MARTÍNEZ ORTIZ
Así viví la muerte de uno de los periodistas más importantes de Valledupar.
Una cosa es contar la historia y otra muy distinta es vivirla. No hay palabras precisas y suficientes para describir y dimensionar lo sucedido.
Y más difícil aún en los tiempos de este mundo moderno, donde pareciera que se perdió por completo la capacidad de asombro.
¿Cómo relatar una historia personal cargada por una amalgama de tantos aspectos que tocan las fibras de la naturaleza humana?
Es muy complicado para alguien que interiorizó para siempre un principio periodístico aprendido en la Universidad Autónoma del Caribe: “el verdadero periodista es aquel que en todo momento evita escribir en primera persona o involucrarse en el tema”.
Hoy me veo obligado a romper esa regla que durante 26 años de periodismo había conservado intacta, ni siquiera en las columnas de opinión me había expresado alguna vez en primera persona, pero este caso lo amerita, con la seguridad de que mi maestro Guzmán Quintero Torres desde el cielo avalará esta decisión y le dará el visto bueno que aquí en la tierra solía ponerles a mis trabajos periodísticos.
Muchas veces intenté escribir esta historia, pero debo confesar que no fui capaz, solo alcanzaba a desarrollar el primer párrafo, un nudo en la garganta, un pecho compungido, unos ojos inundados, un alma deprimida y esa enorme sensación de ira, de rabia e impotencia impedían continuar el texto.
Pero esta vez no me quedó otra opción, hoy como jefe del equipo periodístico de EL PILÓN es mi obligación moral y profesional hacerlo y porque además mis compañeros me lo pidieron, ellos me lo exigieron y yo no podía ser inferior a esa petición. De hecho, el titular de esta nota surgió en esa reunión.
Ahora, 23 años después. Allí reunidos en la sala de redacción de EL PILÓN estaban Marllelys Salinas, Ketty Gutiérrez, Andrea Guerra, Karen Pérez, Carolina Yepes, Marytania Peñaloza, Deivis Caro, Deivis Safady, Hamilton Fuentes, José Alejandro Martínez, Alexander Gutiérrez, Jair Pimienta, Alexander Padilla, Fabián Pinillos, Joaquín Ramírez y Haizar Barros, les conté que Guzmán Quintero Torres fue un periodista excepcional, una persona con gran calidad humana, acto seguido, sin poder evitar los sollozos, les narré paso a paso cómo lo mataron en mi presencia.
Ese jueves 16 de septiembre de 1999 fue una fecha matizada por muchos misterios de la vida. Recuerdo que sentí que ese día se me despertó más de lo normal el sentido de la percepción, desde la mañana, durante el consejo de redacción, me dediqué a analizar cada una de las expresiones y conceptos de Guzmán Quintero y en silencio a tratar de sacar conclusiones de sus posturas frente a la agenda del día: -Guzmán es un teso- me dije internamente.
Además, ese día vi a plenitud al gran ser humano que había en él, pero era notoria su hiperactividad hasta para los asuntos afectivos: “Profe no se haga el loco, se avecina su cumpleaños, ni crea que se va a salvar”, con esa expresión dirigida a mí, cerró ese día el consejo de redacción.
Recuerdo que esa misma mañana con algunos compañeros alcanzamos a comentar que Guzmán se mostraba más inquieto que de costumbre, con su caminar ligero y su pantalón abrochado cerca del ombligo, en unos cuantos minutos salió y entró varias veces a la sala de redacción: -parece un muñequito eléctrico- dijo alguien, al tiempo que nos reíamos de su peculiar andar, mientras él se retiraba. Siempre lucía impecable, muy bien vestido.
Transcurrió algo más de dos horas y en la sala de redacción estábamos todos en silencio, sentados frente a nuestros respectivos computadores y de repente irrumpe nuevamente Guzmán, solo regresó para recordarme su plan, se me acercó y con su dedo índice me tocó el hombro: “No sea tacaño, tenemos que organizar su cumpleaños”, me dijo y nuevamente se fue. “Bueno y a este qué le pasa hoy”, comentó el periodista JJ Daza.
Ya en horas de la tarde, en la sala de redacción los miembros del equipo de periodistas estábamos concentrados escribiendo nuestras notas, entre ellos Guzmán Quintero, quien minutos antes había llegado histérico porque unos policías lo trataron mal, “por qué no van al monte a pelear con la guerrilla, con uno es que son alzaos”, comentó que eso les había dicho a los agentes del orden.
Al igual que los demás, Guzmán seguía en silencio frente a su computador, pero de vez en cuando miraba al puesto de trabajo donde estaba yo y siempre repetía el mismo gesto por medio del cual me recordaba lo de mi cumpleaños.
Y llegó la noche de ese trágico jueves, eran algo más de las ocho y se aproximaba la ida de cada uno para su casa, pero Guzmán, con Edgar De La Hoz, reportero gráfico de EL PILÓN, tenía su plan secreto, el cual consistía en no dejarme ir para mi vivienda.
En esos tiempos las motocicletas eran el medio de transporte más común de los periodistas. Yo salí lo más desprevenido con la intención de irme para mi casa, pero Guzmán con sigilo siguió mis pasos y apenas me subí a la moto él se montó de parrillero en mi vehículo, al tiempo que Edgar también prendía su moto, y tras acatar las indicaciones de Guzmán, me cambiaron la ruta y terminamos en la calle 17 entre las carreras 10 y 11, en el hotel Los Cardones, de Valledupar.
Antes de emprender el recorrido hacia el hotel Los Cardones, Guzmán y yo, allí montados en la moto, habíamos llegado a un acuerdo: solo nos tomaríamos una cerveza. Trato al que terminé aceptando tras su petición de “hablar unos temas importantes conmigo” y también para planificar de qué manera celebraríamos mi cumpleaños el día sábado 18 de septiembre, -Pero ojo, que sea una sola cerveza- le dije, a lo cual con sonrisa irónica y convencido que no iba a cumplir esa promesa me respondió: “sí, sí, profe dele, dele”.
Ya allí sentados los tres, alrededor de una mesa en la zona de entrada al hotel, yo estaba de espalda a la calle, Edgar y Guzmán se ubicaron al lado contrario mío con la mirada hacia la parte externa del sitio.
Como lo habíamos acordado, Guzmán pidió una cerveza para cada uno y acto seguido sacó de su maletín el cuadernillo donde estaba diseñada en borrador la edición del periódico del día viernes 17 de septiembre, adicional mostró lo que sería la primera página de esa fecha: “profe, estoy contento, me siento orgulloso con el trabajo que estamos haciendo”, dijo un tanto emocionado.
“Mire esto, Edgar esta fotografía tuya no tiene nada que envidiarle a la portada de cualquier periódico del mundo”, decía Guzmán refiriéndose a la imagen que Edgar De La Hoz había tomado en un acto desarrollado en contra de la violencia, a la cual él le puso como titular de primera página: ¡Quiero la paz!, fotografía que tuvo que ser reemplazada por la noticia de su asesinato.
Como era su costumbre, con lápiz y hoja en mano siguió rayando y señalando lo que él consideraba un buen trabajo periodístico, pero mientras eso sucedía nos tomamos la cerveza. “Profe vamos a tomarnos otra para que no se resientan nuestros organismos”.
-Sea serio profesor- le dije, mientras él ordenaba al mesero que nos trajera otras tres cervezas en medio de las risas de Edgar De La Hoz.
Eran aproximadamente las nueve de la noche o un poco más de esa hora, Guzmán seguía con su ejercicio de evaluación periodística y de elogios mutuos, reconocimientos que tenían doble propósito: primero, lograr un máximo grado de emoción en sus contertulios y, segundo, dilatar por un buen rato más la partida de ese sitio.
Ese era Guzmán Quintero Torres, se inventaba cualquier pretexto para compartir con sus amigos o personas que eran de su agrado, por ello, esa trágica noche recurrió a todo con tal de pasar un ameno y largo rato allí con sus compañeros.
En el fondo a mí también me gustaba compartir con él, sentía un honor y una satisfacción inmensa saber que mi compañía resultaba grata para uno de los mejores periodistas que tenía Valledupar, era docente universitario, director de varios medios de comunicación, gran investigador, reportero de los mejores noticieros nacionales, un auténtico y permanente profesor, de sus labios siempre salía una frase de enseñanza o motivación profesional. Hoy lamento no haberle expresado abiertamente cuánto lo admiraba, no haberle devuelto tanta generosidad y cortesía de él hacia mí.
Terminada la segunda cerveza, Guzmán, a sabiendas de que yo no le iba aceptar que siguiéramos bebiendo, de manera escondida le indicó al mesero que pusiera tres más, cuando el cantinero cumplió la orden y yo reaccioné supuestamente bravo, él con un gesto de picardía me dice: “Profe, la del arranque”.
Con las tres cervezas en la mesa y cuando Guzmán dice “profe la del arranque”, inmediatamente yo observo que su rostro se transformó en señal de asombro mirando fijamente hacia la entrada del sitio, yo trato de voltearme para ver qué pasaba y en cuestión de segundos veo a un hombre con pistola en mano, justo a unos centímetros de mi sien derecha, disparando contra la humanidad de Guzmán Quintero.
A partir de los disparos, fue tanto el impacto y el terror, que mi mente quedó en blanco por algunos segundos, solo recuerdo que corría por un pasillo largo hacia el interior del hotel, mientras de lado y lado todas las puertas de las habitaciones se cerraban unas tras otras impidiendo que yo entrara a alguna de ellas.
Al llegar al fondo del patio del hotel me cubrí detrás de un árbol de mango, todo eso fue por cuestión de instinto de conservación.
Cuando ya recobro la conciencia nuevamente, corrí hacia donde estaba Guzmán, lo encuentro tendido agonizando en el piso y a Edgar de pie, estático en el mismo sitio. En medio de gritos pedí que me ayudaran para subirlo a un taxi y llevarlo a urgencias del antiguo Instituto de Seguros Sociales.
Yo llevaba a Guzmán cargado en mis piernas en la silla trasera del taxi y en medio de la angustia le gritaba al taxista que anduviera lo más rápido posible, pero los semáforos estaban en rojo, le insistía entonces que pusiera el pito y no se detuviera. Fueron minutos muy largos y angustiosos, sentía que el carro no andaba y experimentaba ese deseo de bajarme y correr con él en mis hombros.
Durante el recorrido Guzmán trataba de abrir los ojos, intentaba hablarme mientras de su boca salían chorros de sangre, yo lo abrazaba y le gritaba: “profe usted es un berraco, aguante profe, aguante profe, no se me muera profe”.
Llegamos, inmediatamente lo ingresaron al área de urgencias, me quedé afuera, temblando de nervios caminaba de un lado a otro, mi camisa y mi pantalón eran un charco de sangre, pasados unos cinco minutos una enfermera salió y me dijo: “acaba de morir”.
Mi mente volvió a quedar en blanco, corrí al teléfono público para avisarles a todos, pero, mi cerebro no recordaba ningún número, ni siquiera el de mi propia casa, después de un instante solo pude recordar el 5600460, línea telefónica de la casa de la periodista Ana María Ferrer.
Siguieron momentos de confusión total, no entendía nada, pero en medio de tanta tribulación solo una cosa me quedó muy clara: Guzmán Quintero Torres murió orgulloso de ser periodista y Dios me puso de testigo de los últimos minutos de su vida, para hablar de su gran orgullo, de esa gran pasión y emoción que a él le producía ejercer su profesión. Descanse en paz profe y que Dios allá en el cielo le permita celebrar mi cumpleaños de la forma como quería hacerlo aquí en la tierra.
POR OSCAR MARTÍNEZ ORTIZ