La vida, ese soplo fugaz entre el alba y el ocaso, se nos escapa entre los dedos como arena fina. Aunque los años se alargan en números, nuestra alma percibe su paso con una prisa incomprensible. Y es que la vida no se mide solo en tiempo, sino en cómo lo vivimos, en cómo lo sentimos, en cuántos instantes realmente habitamos con el corazón despierto.
De niños, el tiempo parece eterno. Las horas son vastas praderas donde el juego y el asombro florecen. Las historias despiertan los misterios y ante lo perplejo suspiramos. Cada día es una aventura, cada emoción una primera vez. Vivimos en un presente dilatado, donde el mundo se nos revela a cada paso. Pero con el paso de los años, algo cambia. La adultez nos abraza con su manto de rutina, y los días comienzan a parecerse unos a otros. El calendario corre sin avisar, y un año se convierte en un suspiro.
“¿En qué momento pasaron tantos años?”, nos preguntamos, mirando una fotografía ajada, un documento desteñido, donde aún teníamos sueños sin estrenar. La respuesta no está en los relojes, sino en la forma en que dejamos de vivirla con la intensidad requerida. Porque no es que la vida sea corta; es que muchas veces olvidamos que existimos en ella.
Corremos detrás de metas, de títulos, de seguridades, de ambiciones desmedidas, de resentimientos y odios que terminan en venganzas. Nos obsesiona el futuro: ese lugar que nunca llega por la angustia en lograrlo, pero que gobierna nuestros pasos. Queremos más, siempre más, y en esa carrera, olvidamos detenernos a mirar el cielo, a escuchar una risa, a decir “te quiero” sin prisa, a estrechar una mano con el afecto debido. El alma se cansa de vivir en el “después”. Y cuando por fin queremos saborear el “ahora”, ya es tarde: la vida ha pasado.
“La muerte con su llegada repentina nos recuerda que somos frágiles, que estamos de paso, pero que en realidad no existe. Nos sorprende cuando arranca de golpe a quienes amamos, o cuando nos enfrenta con la propia vulnerabilidad, aunque solo sea un trance en la transformación de la materia. Y en ese espejo, entendemos que la vida se nos hace corta porque no la honramos lo suficiente mientras la tenemos.
El vacío de no hacer nada, de no producir nada, también roba tiempo, no con violencia, sino con silencio. Horas pasadas sin propósito, sin creación, sin movimiento, sin servicio al prójimo ni comunitario, se vuelven invisibles y pesadas. El alma, sin inspiración, se duerme. No se trata de estar ocupados todo el tiempo, sino de vivir con intención. De equilibrar el descanso con el arte de nutrirse con leer, crear, moverse, transmitir y conectar, servir y servir. Porque cuando el alma se enciende, el tiempo deja de pesar.
Sin embargo, no todo está perdido. Siempre estamos a tiempo de despertar. De mirar a los ojos a quienes amamos y decirles que su presencia nos da sentido. De volver a hacer cosas con las mismas intenciones de la primera vez. De encontrar en lo cotidiano una chispa placentera como el olor del café en la mañana, el calor de una mano, el silencio que abraza y redime, la oración que bendice y el beso que saluda la mejilla.
“Vive como si fueras a morir mañana. Aprende como si fueras a vivir siempre”, decía Gandhi. Tal vez ahí esté la clave: vivir con deseos de eternidad en cada momento. Porque cuando amamos, reímos, creamos, ayudamos o simplemente contemplamos, nos volvemos observadores de nosotros mismos, entonces el tiempo se detiene, y la vida —aunque breve— aparece y se vuelve vasta, eterna. Entonces somos inmortales.
Así, aunque la existencia sea un relámpago bajo la lluvia, puede llenarse de luz. Puede ser profunda como un poema bien escrito, como un abrazo largamente esperado. La vida se nos hace corta porque es un milagro irrepetible como humanos. Pero si la vivimos despiertos, con los sentidos abiertos y el alma encendida, cada día puede ser una eternidad que vale la pena recordar, sentir y hasta entender. En fin, desperdiciamos la vida tratando de alcanzar lo que no es necesario, abandonando muchas veces las cosas que queremos.





