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Especial - 17 marzo, 2023

El vallenato de Castilla (Primera parte)

Imaginemos al viejo vallenato recién nacido en su cuna geográfica, en medio de las montañas.

Rodolfo Castillo, descendiente de Cirilo Castilla.
Rodolfo Castillo, descendiente de Cirilo Castilla.
Boton Wpp

Comprender con palabras la importancia de la dinastía Castilla en la música vallenata puede resultar equívoco si no se traduce en sentimiento. Memorable estirpe de cajeros que con golpes de tambor anunciaron el suceso de grandes obras poéticas en una cultura voceada paso a paso en los caminos que abrieron sus historias. Si al forjar la vida de sus pueblos la huella del vallenato fue encaminada en sus versos, seguidos por su ritmo, armonía y melodía.

Al tenor literal serían las mismas letras que se cantan en otras músicas, pero su real significado está grabado vivo en sus canciones, igual que el mensaje secreto que escriben los enamorados en una carta, que solo podrá entender quien lo vivió. Es así el vallenato: no se escucha se vive; como los amantes se aprestan al amor después de sentir cadenciosas palabras que armonizan sus vidas.

Barrios como El Cañaguate, de Valledupar, fueron testigos de la evolución de la música vallenata.

Esa fuerza universal del amor que sentimos singular, residida en un corazón popular que nos hermana con su música, se guarda inmanente en el pecho sonoro de la caja vallenata. Esta afirmación, que podría entenderse como una metáfora exagerada, puede narrarse vívida en la historia cantada del vallenato.

Imaginemos al viejo vallenato recién nacido en su cuna geográfica, en medio de las montañas que lo sumían en la hondura existencial de un océano de tiempo, vertido en rayos del sol el mar de su cielo, anclado en la tierra de sus ancestros, mirando a su alrededor el horizonte que le fijaba el límite de su destino.

Desde aquel momento laudatorio en que Valledupar recibe el bautismo en el acta de fundación católica signada por el conquistador Hernando de Santana, el 6 de enero de 1550, consagrada a los Santos Reyes. En ella se rescata el mundo que se sepultaba, descrito en la crónica de indias de Juan de Castellanos, señoreado por el Cacique Upar en el país indígena de los Chimilas, sobre el que se levantaría la ciudad colonial puesto su nombre, cuyos dominios en el mapa histórico abarcaban el centro de La Guajira hasta el río Magdalena, y desde la Sierra Nevada de Santa Marta hasta la serranía del Perijá, pero su jurisdicción cultural tenía los límites que alcanzaba la palabra, conservado su epicentro en el lugar de habitación del Cacique de la junta de las aldeas sembradas en sus heredades.

Otro lugar de la simbiosis cultural, llamada con eufemismo ‘La Conquista’, en la que chocan y se amalgaman tres continentes que crean nuestra América: los nativos prehispánicos avasallados, la africanía subyugada en su humanidad primordial, la Europa dominante de la España virreinal asentada en sus colonias.

EN EL VALLE DEL CACIQUE UPAR

Significado especial tendría el fenómeno ocurrido en el valle del cacique Upar. Llegados los nuevos habitantes del viejo mundo, traídos los negros esclavos del África libre y desarraigados los nativos de su propia tierra, enclaustrados entre paredes de su régimen montañoso, sin lontananza del mar, para esta especie de náufragos terrenales (vallenatos sin ballena) la sobrevivencia existencial era aferrarse a un diálogo balsámico que los inspiró crearse su propio mundo.

Desbrozando los caminos del andar a encontrarse consigo mismo en su nueva vida crece la personalidad cultural habitante en esa provincia. La misma realidad resucitó el fantasma errante del viejo juglar que guía los primeros pasos del pueblo infante que nace en la tierra. Así comienza esta historia, trasmitida voz a voz, apegada al acontecer diario, detallando cada rincón de la cotidianeidad.

SURGE EL VALLENATO

Integrar tres mundos disímiles en su cosmovisión se haría posible en el idioma universal de la música, en clave de amor, tocados por el lenguaje intangible de la poesía; el tambor contendría el corazón agitado por la pasión, la guacharaca las acezantes caricias de los amantes, el acordeón, la melodía de las palabras por cuyo encanto terminaron haciendo el mestizaje y crearon el vallenato.

Persiste la discusión entre académicos por darle un lugar en el tiempo al nacimiento del vallenato, vieja ilusión de encontrarle un hogar a un hijo perdido y vagabundo. Una música deambulante en los caminos de la oralidad no depende de los instrumentos que la llevan consigo, pero sí deben transmitir con exactitud el sentimiento grabado en las letras de sus canciones.

La cultura Caribe vivió el proceso dado del tambor a la caja de la música vallenata.

Siendo así, es espurio otorgarle la paternidad del vallenato al acordeón, cuando a su llegada ya existían instrumentos autóctonos que despertaban con música la naciente creación fruto del árbol genealógico de la tradición oral.

Igual consideración con la guitarra, o cualquier instrumento que acompañe la aventura trashumante del vallenato, porque es una música digitada en notas literales de voces castellanas conjugadas con lenguas vernáculas que forjaron la idiosincrasia de sus pueblos al filo de la palabra.

HISTORIA SENTIMENTAL DE LA CAJA VALLENATA

Con rigurosa inutilidad intelectual se ha querido demostrar la inclusión musical del tambor en nuestro continente, antes de la presencia africana. De ser así lo único que se probaría es que el espíritu de África ha viajado intacto por todo el mundo, desde la primera diáspora en que los descendientes de la Eva negra, nuestra madre evolutiva, hace 80.000 años iniciaron la aventura del poblamiento de la tierra, hasta el arribo hace 20.000 años, por el estrecho de Bering, de quienes bajo sus pies descubrieron la postrera América.

El tambor toca el tam tam trascendental de la existencia humana, como el niño que compone su ser en el vientre materno, para comunicarse desde la madre tierra con todo el universo, ansioso por llegar a encontrarse con su dios.

Asombra que, a una aldea de un suburbio cerrado por montañas en un continente inexplorado, habitado por una comunidad nativa olvidada por la historia, llegara cautivo el sentir de la África materna, conservado el corazón primigenio del ser humano en cada latido del tambor que acuña la razón natural sin palabras.

El origen de la caja está relacionado con la cultura de los pueblos.

Y más asombroso que el vallenato conserve, como pieza antropológica musical, ese corazón de la humanidad en la caja vallenata, para contar su propia historia, verso a verso, en cuyas letras el golpe de tambor da fe que la verdad sea dicha.

De suyo, eso hace creíble al vallenato, la sinceridad del sentimiento latente guardado en la caja. Una verdadera canción vallenata se siente en los pálpitos del tambor, y si la letra dice lo no sentido no tiene sentido, porque tiene que estar hecha de corazonadas. Incluso la buena interpretación del acordeonero viene en las pulsaciones marcadas desde el corazón del tambor.

Así, la historia renace en la planicie del gran valle bautizado con el nombre del cacique Upar, como un cuero lucio curtido al sol, templado en sus montañas, reverdecido por la resonancia magnífica de un inmenso tambor; tal es la magnitud sentimental del corazón palpitante en la caja torácica del vallenato.

DINASTÍA CASTILLA

Por esas sabias coincidencias del destino, si quisiéramos definir la personalidad del vallenato la encontraríamos configurada en el rostro de la dinastía Castilla. Desde el pasado milenario, sus hombres bien podrían ser el aborigen de los pueblos originarios náufrago en la balsa de su continente, el día que fue descubierto en los mares de otra historia. De piel tostada por el sol dorado y adorado en sus reinos espléndidos, cejas emplumadas, hoy conservan ese ser primordial y cerrero por cuya forja y templanza se crea y preserva una cultura.

Hoy encarnan el mestizaje fundido en el calor del valle. El indígena cuya sabiduría natural se guardó en un silencio reflexivo, refugio en dónde escapar de la barbarie, con la malicia para renacer en el arte; los sonidos vitales de la humanidad parida en África, en los latidos del tambor resonantes en el vientre de la tierra; el lenguaje engolado del conquistador, antes de hundir la espada. Como reflejo, Castilla denomina el reino que concitó a las naciones hispánicas, en lengua castellana, donde se fraguó la aventura que encontró lugar al nuevo mundo.

LA NATURALEZA DEL TAMBOR

Todas las narraciones que recorrieron el valle se perderían en el olvido si no siguieran el marcapasos en el corazón del tambor. En la tradición vallenata la dinastía Castilla ha sido esa guía tamborileada para que no se pierda su origen. La memoria de esta saga de vallenatos legendarios nos recuerda a María del Rosario Castilla en el siglo XIX, renombrada cantadora en las fiestas de la provincia segregada en la Colombia esclavista, entre palenques de negros fugitivos, libres en las “tamboras” que resonaban el curso del río Magdalena, cuyos golpes de pasión se acompasaron con cautivantes melodías de flautas indígenas.

De ellos nacieron, entrelazados en la danza, el pajarito, la gaita, la cumbia, las colitas, el pilón; aupados por los ritmos lugareños hermanos, chandé, bullerengue, mapalé, chalupa, chicote, tamborera, por toda la provincia enclavada en el gran valle, autóctonos o llegados parientes de la pródiga familia musical del Caribe.

Del diálogo entrañado de sus ancestros musicales nace el vallenato, el hijo menor, labrado en la huella digital del acordeón. Sus letras trasmiten la historia de sus padres, su espíritu andariego y su errancia juglaresca, reflejados en un espejo del tiempo en qué mirarse sus generaciones en una identidad.

Esa conversión de profundos sonidos en composiciones literarias se dio en el cantar vallenato, su lugar poético se describe en las letras que cuentan las costumbres del gran valle. El tambor que hace sentir el sentimiento desnudo se vistió con el ropaje de bellas melodías. La caja vallenata tendría que guardar entre las piernas el secreto del mensaje, como aquel que ansioso toca en el umbral de la felicidad para que le abran las puertas al amor.

Para seguir su sendero el vallenato necesitaba un mensajero que llevara por sus venas el fervor de sus mensajes hasta entregarlos en sus manos. Ese pionero emblema de autenticidad se fundó en el nombre de Cirino Castilla, nieto de María del Rosario Castilla, un hombre con cuerpo de roble y manos de leñador, con cejas tupidas fruncía la mirada celosa de un vigía, creó el alfabeto de los ritmos vallenatos en tres golpes de caja: canto, medio y fondo.

De tal manera, la caja que habría de tocar la armaba con materiales que bien harían una choza en el viejo valle. La madera covada del tambor tenía que ser de árbol volador, levantado del suelo al cielo de Valledupar.

De las orillas de los ríos Guatapurí y Cesar recogía el bejuco melero, resistido a todas las corrientes, con qué amarrar el aro que sostenía el cuero, el cual templaba con la menea, de cabuya entrelazada de fique. El cuero, curtido con cenizas de leña, tenía que ser de chivo joven; decía que daba unas nalgadas vibrantes, porque ya viejo aquejaba la dureza de resabios y la bravura del sonido se apagaba pronto.

CIRINO CASTILLA

En la teoría sonora del viejo Cirino, cuentan sus hijos, una caja hecha por sus manos era para ser escuchada en todo el valle; quizás se refería a los cuatro barrios que hacían el Valledupar de entonces: Cañahuate, El Carmen, Cerezo y La Garita; pero su fama se extendía allende, con la magia de sus golpes multiplicados, porque su casa se tornó la estación donde llegaba todo el que pasaba por la cultura vallenata; entre sus memorables visitantes: Leandro Díaz, Rafael Escalona, Alejo Durán, Gabriel García Márquez, Alfonso López Michelsen, Fabio Lozano Simonelli, Luis Enrique Martínez, ‘Colacho’ Mendoza, Miguel Yaneth, Emiliano y Moralito, tenían asiento en sus interminables parrandas.

Juglares como el maestro Alejo Durán fueron fundamentales para el desarrollo de la música vallenata.

El vallenato no se había estacionado en la casa muelle del gran Cirino, era el solar de los juglares, ya que la juglaría había pertrechado el equipaje para seguir su viaje hacia su destino de improviso. Lo que hizo el sabio maestro fue interpretar el momento histórico.

Si la música se ofrecía en flautas, maracas y grandes tambores de doble parche con palitos, para animar las fiestas locales de los pueblos, tal como retumbaba en el baile de las colitas, se requería un instrumento portátil que fuera de las manos con el acordeón al pecho en sus correrías. Entonces se le ocurre convertir el grandioso tambor africano en la pequeña caja de resonancia del sentimiento vallenato concentrado en sus versos literarios.

POR RODRIGO ZALABATA VEGA/ESPECIAL PARA EL PILÓN

Especial
17 marzo, 2023

El vallenato de Castilla (Primera parte)

Imaginemos al viejo vallenato recién nacido en su cuna geográfica, en medio de las montañas.


Rodolfo Castillo, descendiente de Cirilo Castilla.
Rodolfo Castillo, descendiente de Cirilo Castilla.
Boton Wpp

Comprender con palabras la importancia de la dinastía Castilla en la música vallenata puede resultar equívoco si no se traduce en sentimiento. Memorable estirpe de cajeros que con golpes de tambor anunciaron el suceso de grandes obras poéticas en una cultura voceada paso a paso en los caminos que abrieron sus historias. Si al forjar la vida de sus pueblos la huella del vallenato fue encaminada en sus versos, seguidos por su ritmo, armonía y melodía.

Al tenor literal serían las mismas letras que se cantan en otras músicas, pero su real significado está grabado vivo en sus canciones, igual que el mensaje secreto que escriben los enamorados en una carta, que solo podrá entender quien lo vivió. Es así el vallenato: no se escucha se vive; como los amantes se aprestan al amor después de sentir cadenciosas palabras que armonizan sus vidas.

Barrios como El Cañaguate, de Valledupar, fueron testigos de la evolución de la música vallenata.

Esa fuerza universal del amor que sentimos singular, residida en un corazón popular que nos hermana con su música, se guarda inmanente en el pecho sonoro de la caja vallenata. Esta afirmación, que podría entenderse como una metáfora exagerada, puede narrarse vívida en la historia cantada del vallenato.

Imaginemos al viejo vallenato recién nacido en su cuna geográfica, en medio de las montañas que lo sumían en la hondura existencial de un océano de tiempo, vertido en rayos del sol el mar de su cielo, anclado en la tierra de sus ancestros, mirando a su alrededor el horizonte que le fijaba el límite de su destino.

Desde aquel momento laudatorio en que Valledupar recibe el bautismo en el acta de fundación católica signada por el conquistador Hernando de Santana, el 6 de enero de 1550, consagrada a los Santos Reyes. En ella se rescata el mundo que se sepultaba, descrito en la crónica de indias de Juan de Castellanos, señoreado por el Cacique Upar en el país indígena de los Chimilas, sobre el que se levantaría la ciudad colonial puesto su nombre, cuyos dominios en el mapa histórico abarcaban el centro de La Guajira hasta el río Magdalena, y desde la Sierra Nevada de Santa Marta hasta la serranía del Perijá, pero su jurisdicción cultural tenía los límites que alcanzaba la palabra, conservado su epicentro en el lugar de habitación del Cacique de la junta de las aldeas sembradas en sus heredades.

Otro lugar de la simbiosis cultural, llamada con eufemismo ‘La Conquista’, en la que chocan y se amalgaman tres continentes que crean nuestra América: los nativos prehispánicos avasallados, la africanía subyugada en su humanidad primordial, la Europa dominante de la España virreinal asentada en sus colonias.

EN EL VALLE DEL CACIQUE UPAR

Significado especial tendría el fenómeno ocurrido en el valle del cacique Upar. Llegados los nuevos habitantes del viejo mundo, traídos los negros esclavos del África libre y desarraigados los nativos de su propia tierra, enclaustrados entre paredes de su régimen montañoso, sin lontananza del mar, para esta especie de náufragos terrenales (vallenatos sin ballena) la sobrevivencia existencial era aferrarse a un diálogo balsámico que los inspiró crearse su propio mundo.

Desbrozando los caminos del andar a encontrarse consigo mismo en su nueva vida crece la personalidad cultural habitante en esa provincia. La misma realidad resucitó el fantasma errante del viejo juglar que guía los primeros pasos del pueblo infante que nace en la tierra. Así comienza esta historia, trasmitida voz a voz, apegada al acontecer diario, detallando cada rincón de la cotidianeidad.

SURGE EL VALLENATO

Integrar tres mundos disímiles en su cosmovisión se haría posible en el idioma universal de la música, en clave de amor, tocados por el lenguaje intangible de la poesía; el tambor contendría el corazón agitado por la pasión, la guacharaca las acezantes caricias de los amantes, el acordeón, la melodía de las palabras por cuyo encanto terminaron haciendo el mestizaje y crearon el vallenato.

Persiste la discusión entre académicos por darle un lugar en el tiempo al nacimiento del vallenato, vieja ilusión de encontrarle un hogar a un hijo perdido y vagabundo. Una música deambulante en los caminos de la oralidad no depende de los instrumentos que la llevan consigo, pero sí deben transmitir con exactitud el sentimiento grabado en las letras de sus canciones.

La cultura Caribe vivió el proceso dado del tambor a la caja de la música vallenata.

Siendo así, es espurio otorgarle la paternidad del vallenato al acordeón, cuando a su llegada ya existían instrumentos autóctonos que despertaban con música la naciente creación fruto del árbol genealógico de la tradición oral.

Igual consideración con la guitarra, o cualquier instrumento que acompañe la aventura trashumante del vallenato, porque es una música digitada en notas literales de voces castellanas conjugadas con lenguas vernáculas que forjaron la idiosincrasia de sus pueblos al filo de la palabra.

HISTORIA SENTIMENTAL DE LA CAJA VALLENATA

Con rigurosa inutilidad intelectual se ha querido demostrar la inclusión musical del tambor en nuestro continente, antes de la presencia africana. De ser así lo único que se probaría es que el espíritu de África ha viajado intacto por todo el mundo, desde la primera diáspora en que los descendientes de la Eva negra, nuestra madre evolutiva, hace 80.000 años iniciaron la aventura del poblamiento de la tierra, hasta el arribo hace 20.000 años, por el estrecho de Bering, de quienes bajo sus pies descubrieron la postrera América.

El tambor toca el tam tam trascendental de la existencia humana, como el niño que compone su ser en el vientre materno, para comunicarse desde la madre tierra con todo el universo, ansioso por llegar a encontrarse con su dios.

Asombra que, a una aldea de un suburbio cerrado por montañas en un continente inexplorado, habitado por una comunidad nativa olvidada por la historia, llegara cautivo el sentir de la África materna, conservado el corazón primigenio del ser humano en cada latido del tambor que acuña la razón natural sin palabras.

El origen de la caja está relacionado con la cultura de los pueblos.

Y más asombroso que el vallenato conserve, como pieza antropológica musical, ese corazón de la humanidad en la caja vallenata, para contar su propia historia, verso a verso, en cuyas letras el golpe de tambor da fe que la verdad sea dicha.

De suyo, eso hace creíble al vallenato, la sinceridad del sentimiento latente guardado en la caja. Una verdadera canción vallenata se siente en los pálpitos del tambor, y si la letra dice lo no sentido no tiene sentido, porque tiene que estar hecha de corazonadas. Incluso la buena interpretación del acordeonero viene en las pulsaciones marcadas desde el corazón del tambor.

Así, la historia renace en la planicie del gran valle bautizado con el nombre del cacique Upar, como un cuero lucio curtido al sol, templado en sus montañas, reverdecido por la resonancia magnífica de un inmenso tambor; tal es la magnitud sentimental del corazón palpitante en la caja torácica del vallenato.

DINASTÍA CASTILLA

Por esas sabias coincidencias del destino, si quisiéramos definir la personalidad del vallenato la encontraríamos configurada en el rostro de la dinastía Castilla. Desde el pasado milenario, sus hombres bien podrían ser el aborigen de los pueblos originarios náufrago en la balsa de su continente, el día que fue descubierto en los mares de otra historia. De piel tostada por el sol dorado y adorado en sus reinos espléndidos, cejas emplumadas, hoy conservan ese ser primordial y cerrero por cuya forja y templanza se crea y preserva una cultura.

Hoy encarnan el mestizaje fundido en el calor del valle. El indígena cuya sabiduría natural se guardó en un silencio reflexivo, refugio en dónde escapar de la barbarie, con la malicia para renacer en el arte; los sonidos vitales de la humanidad parida en África, en los latidos del tambor resonantes en el vientre de la tierra; el lenguaje engolado del conquistador, antes de hundir la espada. Como reflejo, Castilla denomina el reino que concitó a las naciones hispánicas, en lengua castellana, donde se fraguó la aventura que encontró lugar al nuevo mundo.

LA NATURALEZA DEL TAMBOR

Todas las narraciones que recorrieron el valle se perderían en el olvido si no siguieran el marcapasos en el corazón del tambor. En la tradición vallenata la dinastía Castilla ha sido esa guía tamborileada para que no se pierda su origen. La memoria de esta saga de vallenatos legendarios nos recuerda a María del Rosario Castilla en el siglo XIX, renombrada cantadora en las fiestas de la provincia segregada en la Colombia esclavista, entre palenques de negros fugitivos, libres en las “tamboras” que resonaban el curso del río Magdalena, cuyos golpes de pasión se acompasaron con cautivantes melodías de flautas indígenas.

De ellos nacieron, entrelazados en la danza, el pajarito, la gaita, la cumbia, las colitas, el pilón; aupados por los ritmos lugareños hermanos, chandé, bullerengue, mapalé, chalupa, chicote, tamborera, por toda la provincia enclavada en el gran valle, autóctonos o llegados parientes de la pródiga familia musical del Caribe.

Del diálogo entrañado de sus ancestros musicales nace el vallenato, el hijo menor, labrado en la huella digital del acordeón. Sus letras trasmiten la historia de sus padres, su espíritu andariego y su errancia juglaresca, reflejados en un espejo del tiempo en qué mirarse sus generaciones en una identidad.

Esa conversión de profundos sonidos en composiciones literarias se dio en el cantar vallenato, su lugar poético se describe en las letras que cuentan las costumbres del gran valle. El tambor que hace sentir el sentimiento desnudo se vistió con el ropaje de bellas melodías. La caja vallenata tendría que guardar entre las piernas el secreto del mensaje, como aquel que ansioso toca en el umbral de la felicidad para que le abran las puertas al amor.

Para seguir su sendero el vallenato necesitaba un mensajero que llevara por sus venas el fervor de sus mensajes hasta entregarlos en sus manos. Ese pionero emblema de autenticidad se fundó en el nombre de Cirino Castilla, nieto de María del Rosario Castilla, un hombre con cuerpo de roble y manos de leñador, con cejas tupidas fruncía la mirada celosa de un vigía, creó el alfabeto de los ritmos vallenatos en tres golpes de caja: canto, medio y fondo.

De tal manera, la caja que habría de tocar la armaba con materiales que bien harían una choza en el viejo valle. La madera covada del tambor tenía que ser de árbol volador, levantado del suelo al cielo de Valledupar.

De las orillas de los ríos Guatapurí y Cesar recogía el bejuco melero, resistido a todas las corrientes, con qué amarrar el aro que sostenía el cuero, el cual templaba con la menea, de cabuya entrelazada de fique. El cuero, curtido con cenizas de leña, tenía que ser de chivo joven; decía que daba unas nalgadas vibrantes, porque ya viejo aquejaba la dureza de resabios y la bravura del sonido se apagaba pronto.

CIRINO CASTILLA

En la teoría sonora del viejo Cirino, cuentan sus hijos, una caja hecha por sus manos era para ser escuchada en todo el valle; quizás se refería a los cuatro barrios que hacían el Valledupar de entonces: Cañahuate, El Carmen, Cerezo y La Garita; pero su fama se extendía allende, con la magia de sus golpes multiplicados, porque su casa se tornó la estación donde llegaba todo el que pasaba por la cultura vallenata; entre sus memorables visitantes: Leandro Díaz, Rafael Escalona, Alejo Durán, Gabriel García Márquez, Alfonso López Michelsen, Fabio Lozano Simonelli, Luis Enrique Martínez, ‘Colacho’ Mendoza, Miguel Yaneth, Emiliano y Moralito, tenían asiento en sus interminables parrandas.

Juglares como el maestro Alejo Durán fueron fundamentales para el desarrollo de la música vallenata.

El vallenato no se había estacionado en la casa muelle del gran Cirino, era el solar de los juglares, ya que la juglaría había pertrechado el equipaje para seguir su viaje hacia su destino de improviso. Lo que hizo el sabio maestro fue interpretar el momento histórico.

Si la música se ofrecía en flautas, maracas y grandes tambores de doble parche con palitos, para animar las fiestas locales de los pueblos, tal como retumbaba en el baile de las colitas, se requería un instrumento portátil que fuera de las manos con el acordeón al pecho en sus correrías. Entonces se le ocurre convertir el grandioso tambor africano en la pequeña caja de resonancia del sentimiento vallenato concentrado en sus versos literarios.

POR RODRIGO ZALABATA VEGA/ESPECIAL PARA EL PILÓN