"El dinero y el tiempo son la carga más pesada de la vida, y los más infelices de los mortales son aquellos que les sobran las dos cosas, y no tienen tiempo para disfrutarlas”, Samuel Johnson.
Es incoherente decir que todos somos corruptos, porque toda regla tiene su excepción, luego mal haríamos en generalizar, pero la mediocridad es excelente en los ojos de los mediocres, al justificar este flagelo que concentra el poder y expande la miseria social.
El dinero es un medio para conseguir el bienestar como premio a tu esfuerzo en la formación y a tu trabajo profesional, pero quienes creen que el dinero lo hace todo, terminan haciéndolo todo por dinero, los extraditan, pisan una cárcel, quedan en el escarnio público y hasta pierden la vida.
“El dinero y el tiempo son la carga más pesada de la vida, y los más infelices de los mortales son aquellos que les sobran las dos cosas, y no tienen tiempo para disfrutarlas”, medita Samuel Johnson, para hacer entrar en razón a los que tienen obsesión por la plata, pero son indiferentes con la riqueza inmaterial, que es la que proporciona el conocimiento y pone de relieve la ONU.
Indiscutible que detrás de cada gran fortuna hay un delito, remarcaba Balzac, en tanto que la neurociencia hoy se esmera por comprobar si la corrupción tiene un componente genético. Ya la definen como una enfermedad genética, de carácter dominante, crónica y hasta la muerte.
Sea una u otra consideración, los países que hoy son potencias como los tigres asiáticos: Singapur, Corea del Sur, Hong Kong y Taiwán, surgieron de medidas drásticas que posibilitaron obrar con transparencia y extirpar la corrupción.
El Dalai Lama se detenía en observar que: “Los hombres pierden la salud por el dinero, y luego pierden el dinero para recuperar la salud; y por pensar ansiosamente en el futuro olvidan el presente; viven como si nunca fueran a morir, y mueren como si nunca hubieran vivido”.
El afán por capitalizar deja un legado sombrío, si nos detenemos a observar que: “No hay mayor tristeza que acumular economías para herederos que jamás se conocerán”, y es que nada nos pertenece, ni siquiera somos dueños de nuestro propio cuerpo cuando morimos.
"El dinero y el tiempo son la carga más pesada de la vida, y los más infelices de los mortales son aquellos que les sobran las dos cosas, y no tienen tiempo para disfrutarlas”, Samuel Johnson.
Es incoherente decir que todos somos corruptos, porque toda regla tiene su excepción, luego mal haríamos en generalizar, pero la mediocridad es excelente en los ojos de los mediocres, al justificar este flagelo que concentra el poder y expande la miseria social.
El dinero es un medio para conseguir el bienestar como premio a tu esfuerzo en la formación y a tu trabajo profesional, pero quienes creen que el dinero lo hace todo, terminan haciéndolo todo por dinero, los extraditan, pisan una cárcel, quedan en el escarnio público y hasta pierden la vida.
“El dinero y el tiempo son la carga más pesada de la vida, y los más infelices de los mortales son aquellos que les sobran las dos cosas, y no tienen tiempo para disfrutarlas”, medita Samuel Johnson, para hacer entrar en razón a los que tienen obsesión por la plata, pero son indiferentes con la riqueza inmaterial, que es la que proporciona el conocimiento y pone de relieve la ONU.
Indiscutible que detrás de cada gran fortuna hay un delito, remarcaba Balzac, en tanto que la neurociencia hoy se esmera por comprobar si la corrupción tiene un componente genético. Ya la definen como una enfermedad genética, de carácter dominante, crónica y hasta la muerte.
Sea una u otra consideración, los países que hoy son potencias como los tigres asiáticos: Singapur, Corea del Sur, Hong Kong y Taiwán, surgieron de medidas drásticas que posibilitaron obrar con transparencia y extirpar la corrupción.
El Dalai Lama se detenía en observar que: “Los hombres pierden la salud por el dinero, y luego pierden el dinero para recuperar la salud; y por pensar ansiosamente en el futuro olvidan el presente; viven como si nunca fueran a morir, y mueren como si nunca hubieran vivido”.
El afán por capitalizar deja un legado sombrío, si nos detenemos a observar que: “No hay mayor tristeza que acumular economías para herederos que jamás se conocerán”, y es que nada nos pertenece, ni siquiera somos dueños de nuestro propio cuerpo cuando morimos.