En eso se le apareció una legión de la tribu yukpa que, al ver su rutilante platina y sus ojos infernales, lo concibieron como un ser sobrenatural y asestaron golpes de alfanje hasta consumar su muerte […].
ALEXANDER GUTIÉRREZ/ EL PILÓN
Hermes sintió el dolor punzante y agudo del proyectil de arma de fuego que le anquilosó el brazo izquierdo. El dolor del tejido y el hueso desmigajado por el tiro de escopeta. En el maremágnum de su padecimiento instantáneo, emitía alaridos maniáticos por los contornos de la finca de su tío Juan Calderón, un algodonero reconocido en el Magdalena Grande, en los tiempos de la bonanza. Minutos antes del disparo accidental, estuvo en el zaguán de la bodega, dispuesta para el almacenamiento de algodón, trabando conversación con el guardia del lugar, quien tenía el arma cargada. Eran tiempos de cosechas abundantes y de comercio próspero; pero también era la época de los salteadores furtivos, de quienes los terratenientes buscaban prevenirse de cualquier manera.
Hermes era amigo del centinela. Hablaba con él sobre sus epopeyas militares ocurridas en algún tiempo pasado de su imaginación. Durante su corta estancia en la escuela, tuvo el momento más revelador de su vida una mañana de abril en que el profesor de literatura citó un pasaje de Sófocles en el que Hermes (el griego) convence a Filoctetes de unirse a la guerra de Troya en el bando griego. Desde entonces, Hermes resolvió ser el equivalente humano del dios olímpico, el Hermes encarnado que daría a conocer la voluntad de su homónimo divino. Incluso, escogería morir en un promontorio desconocido de la Serranía del Perijá, desde donde fue transportado al monte Olimpo, antes de ser entregado, por el dios que guía en los caminos de la muerte, al barquero Caronte.
– ¡Así es que desarman cuando están en el cuartel!, dijo Hermes al centinela, mientras trató de despojarlo de su arma en una sacudida de prestidigitación.
Fue tan rápido el movimiento que el guardia no alcanzó a prevenirlo. Y tan súbito que, cuando quiso impedirlo, Hermes ya rabiaba de dolor con las carnes averiadas de su brazo.
– ¡Ay, mi brazo! ¡Ay, mi brazo!, pregonaba Hermes con la piel ensangrentada, mientras corría desorientadamente hacia la bodega.
En una reacción desquiciada, su hermano, Juan Manuel, vapuleó con fuerza descomunal al centinela que cayó, inerte, al suelo; y con la misma escopeta, rehusó pegarle un tiro, después de escuchar a Hermes proferir en su confusión:
– ¡No le hagas nada! ¡Yo tuve la culpa al haberle halado el arma!
La timorata chifladura de Hermes se había engendrado con su mismo ser, cuando estuvo flotando en esa agua densa y pegajosa, en el útero de su madre, antes del nacimiento. La comadrona que atendió el parto, voraz lectora de los pergaminos griegos y quien también tenía fama de pitonisa, dijo a la madre del niño: “debería llamarse Hermes, como el antiquísimo dios de los caminos”. Y se anticipó 17 años al disparo que marcó el inicio de una vida nómada, acomplejada y trastocada por el vicio. Resumió la premonición en una sola frase: “será como los locos a los que nada se les hace difícil ni lejos”. La madre no alcanzaría a conocer las reales consecuencias del vaticinio. Murió de tisis, tres meses después del alumbramiento.
Por el tiempo en que rezumaba esa lozanía de la pubertad, antes del suceso que marcó el punto de inflexión de su existencia y acicateó su desvarío como no se conocía hasta entonces, Hermes fue poseedor de una inteligencia sencilla y pragmática. Cursó hasta tercero de secundaria en la escuela pública municipal, donde se destacó como dibujante aficionado. Escribía con la letra de los hombres románticos y enamoradizos, cantaba con frenesí los vallenatos de Alfredo Gutiérrez y en las tardes libres de aquella aldea de casas de bahareque, enseñaba a leer a sus sobrinas en español criollo. Tiempo después, abandonaría sus estudios, avivado por las ganancias efímeras de la bonanza algodonera en la región.
Los primeros indicios de su demencia señalaron también el cumplimiento del pronóstico de la comadrona. Meses después de la operación en que le incrustaron una platina en su brazo, Hermes no dejaría de usar camisas manga larga; se convirtió en un trotamundos desarrapado, de piel curtida, mirada ígnea, cabello hirsuto y barba desaliñada y amarillenta. Durante las travesías a pies descalzos por los pueblos y corregimientos del cacique Upar, deliraba bajo los efectos del cannabis. También comenzó a leer las santas escrituras y a romper imágenes y postes idolátricos por considerarlos signos inequívocos de Satanás. Empezó a sufrir de autismo y a sonreír de forma simulada a cualquier estímulo ajeno.
Durante esa época, Hermes solía frecuentar el mercado público y la tienda de Custodio, en su municipio vernáculo, conocido como el pueblo de las calles raras. En una ocasión, en la esquina más concurrida de la plaza de mercado, asestó un puñetazo contundente a Leonardo Torres, un mamador de gallo, quien le había escondido unos dulces que minutos antes había comprado. “Ahí está, por joderle la vida a Hermes”, decía el populacho que presenció el acto vindicativo.
En otra oportunidad, el viejo Monroy, un jornalero de la provincia, se hallaba recolectando millo en el corregimiento de Tocaimo. Suspendió por un momento sus labores para ir a comprar media docena de tabaco bárbaro. Se desplazó por una trocha de vericuetos innominados. En el camino se encontró con Hermes, a quien preguntó:
– ¿Tú que haces aquí?
– Y tú, también, ¿qué haces aquí? -Contrapreguntó.
– Cogiendo millo, respondió el viejo Monroy.
– Bueno, yo también voy para allá, aseguró Hermes.
El viejo Monroy, sabedor de que Hermes se había convertido recientemente en el guardián de los caminos y protector de comerciantes y jornaleros, lo llevó a la finca en la que estaba trabajando y ordenó para él un plato de carne frita con yuca harinosa.
Investido de la autoridad que le daba ser el guardador de los caminos y veredas, Hermes se apostaba en el Hotel América, antiguo punto de concurrencia de las gentes que venían de distintas poblaciones fundadas por el cacique Upar, lugar de descanso de muchos foráneos en el municipio de las calles raras. Los viajeros se convencían de que era un simple habitante de calle, hasta que él anunciaba con estridencia, mientras despedía la línea de humo de cigarrillo contenida en sus pulmones:
– ¡Yo, emisario del dios de los caminos, guardaré tu entrada y salida, desde ahora y para siempre!
La nación vivía momentos de gran inestabilidad social y política. En la época del Frente Nacional, las facciones populares de resistencia que parecían ser inocuas, dieron lugar a colosales estructuras guerrilleras en todo el país. Atrás había quedado el sueño de quien decía: <<yo no soy un hombre, soy un pueblo; y el pueblo es superior a sus dirigentes>>. Hermes llegó a ser conocido por el frente guerrillero que operaba en las estribaciones de la Serranía del Perijá. <<Los guerrilleros son mis amigos, me quieren y me regalan comida>>, decía. Por ese entonces, a todo el que lo trataba de loco, respondía: <<lo que hago es locura para los que van al Hades, pero para los que se salvan, es poder del magnánimo Hermes, de quien he recibido esta obra>>.
En sus incontables rutas como trashumante, Hermes recordaba las peripecias de caballeros andantes que habían sido antes de él y cuyas hazañas había leído en los libros de la biblioteca de ‘El batuta’, un aficionado a la lectura cervantina y marxista, con quien hizo amistad desde mucho antes del episodio en que se desfiguró el brazo. Se autoafirmaba con la idea de que la vida de los hombres andariegos está sujeta a mil peligros, que <<las heridas de batalla dan más honra de la que quitan>>.
Una tarde de finales de siglo, Hermes se fue al garete hacia los territorios del sur del Cacique Upar, obnubilado por los efectos de la marihuana. Prescindió de las camisas manga larga. Había pactado con los dioses para ser transpuesto desde un promontorio desconocido de la cordillera andina hasta el monte Olimpo. Su misión en la tierra ya estaba cumplida. Cantaba:
Como las flores tiernecitas de un rosal
Como dos perlas de diamante de un tesoro
Son tus ojos, verdes como la naturaleza, linda belleza vegetal
Ojos verdes, que me hechizan, me embelesan toda mi vida
Ojos verdes como el mar, yo los quiero para mí
No me dejen de mirar, porque me puedo morir
En eso se le apareció una legión de la tribu Yukpa que, al ver su rutilante platina y sus ojos infernales, lo concibieron como un ser sobrenatural y asestaron golpes de alfanje hasta consumar su muerte. Los perros silvestres y las aves carroñeras hicieron pronto su tarea. Para entonces, Hermes ya se encontraba en el idílico monte de los dioses del Olimpo, donde pasaría otra vida, antes de irse con el barquero Caronte. Al otro día, el comandante guerrillero, al presenciar a los buitres devorando los últimos huesos del cadáver, mandó a sus hombres a llamar al cacique de la tribu. Al llegar este, el adalid revolucionario preguntó:
– ¿Por qué mataron a Hermes?
-Porque creímos que era el diablo.
En eso se le apareció una legión de la tribu yukpa que, al ver su rutilante platina y sus ojos infernales, lo concibieron como un ser sobrenatural y asestaron golpes de alfanje hasta consumar su muerte […].
ALEXANDER GUTIÉRREZ/ EL PILÓN
Hermes sintió el dolor punzante y agudo del proyectil de arma de fuego que le anquilosó el brazo izquierdo. El dolor del tejido y el hueso desmigajado por el tiro de escopeta. En el maremágnum de su padecimiento instantáneo, emitía alaridos maniáticos por los contornos de la finca de su tío Juan Calderón, un algodonero reconocido en el Magdalena Grande, en los tiempos de la bonanza. Minutos antes del disparo accidental, estuvo en el zaguán de la bodega, dispuesta para el almacenamiento de algodón, trabando conversación con el guardia del lugar, quien tenía el arma cargada. Eran tiempos de cosechas abundantes y de comercio próspero; pero también era la época de los salteadores furtivos, de quienes los terratenientes buscaban prevenirse de cualquier manera.
Hermes era amigo del centinela. Hablaba con él sobre sus epopeyas militares ocurridas en algún tiempo pasado de su imaginación. Durante su corta estancia en la escuela, tuvo el momento más revelador de su vida una mañana de abril en que el profesor de literatura citó un pasaje de Sófocles en el que Hermes (el griego) convence a Filoctetes de unirse a la guerra de Troya en el bando griego. Desde entonces, Hermes resolvió ser el equivalente humano del dios olímpico, el Hermes encarnado que daría a conocer la voluntad de su homónimo divino. Incluso, escogería morir en un promontorio desconocido de la Serranía del Perijá, desde donde fue transportado al monte Olimpo, antes de ser entregado, por el dios que guía en los caminos de la muerte, al barquero Caronte.
– ¡Así es que desarman cuando están en el cuartel!, dijo Hermes al centinela, mientras trató de despojarlo de su arma en una sacudida de prestidigitación.
Fue tan rápido el movimiento que el guardia no alcanzó a prevenirlo. Y tan súbito que, cuando quiso impedirlo, Hermes ya rabiaba de dolor con las carnes averiadas de su brazo.
– ¡Ay, mi brazo! ¡Ay, mi brazo!, pregonaba Hermes con la piel ensangrentada, mientras corría desorientadamente hacia la bodega.
En una reacción desquiciada, su hermano, Juan Manuel, vapuleó con fuerza descomunal al centinela que cayó, inerte, al suelo; y con la misma escopeta, rehusó pegarle un tiro, después de escuchar a Hermes proferir en su confusión:
– ¡No le hagas nada! ¡Yo tuve la culpa al haberle halado el arma!
La timorata chifladura de Hermes se había engendrado con su mismo ser, cuando estuvo flotando en esa agua densa y pegajosa, en el útero de su madre, antes del nacimiento. La comadrona que atendió el parto, voraz lectora de los pergaminos griegos y quien también tenía fama de pitonisa, dijo a la madre del niño: “debería llamarse Hermes, como el antiquísimo dios de los caminos”. Y se anticipó 17 años al disparo que marcó el inicio de una vida nómada, acomplejada y trastocada por el vicio. Resumió la premonición en una sola frase: “será como los locos a los que nada se les hace difícil ni lejos”. La madre no alcanzaría a conocer las reales consecuencias del vaticinio. Murió de tisis, tres meses después del alumbramiento.
Por el tiempo en que rezumaba esa lozanía de la pubertad, antes del suceso que marcó el punto de inflexión de su existencia y acicateó su desvarío como no se conocía hasta entonces, Hermes fue poseedor de una inteligencia sencilla y pragmática. Cursó hasta tercero de secundaria en la escuela pública municipal, donde se destacó como dibujante aficionado. Escribía con la letra de los hombres románticos y enamoradizos, cantaba con frenesí los vallenatos de Alfredo Gutiérrez y en las tardes libres de aquella aldea de casas de bahareque, enseñaba a leer a sus sobrinas en español criollo. Tiempo después, abandonaría sus estudios, avivado por las ganancias efímeras de la bonanza algodonera en la región.
Los primeros indicios de su demencia señalaron también el cumplimiento del pronóstico de la comadrona. Meses después de la operación en que le incrustaron una platina en su brazo, Hermes no dejaría de usar camisas manga larga; se convirtió en un trotamundos desarrapado, de piel curtida, mirada ígnea, cabello hirsuto y barba desaliñada y amarillenta. Durante las travesías a pies descalzos por los pueblos y corregimientos del cacique Upar, deliraba bajo los efectos del cannabis. También comenzó a leer las santas escrituras y a romper imágenes y postes idolátricos por considerarlos signos inequívocos de Satanás. Empezó a sufrir de autismo y a sonreír de forma simulada a cualquier estímulo ajeno.
Durante esa época, Hermes solía frecuentar el mercado público y la tienda de Custodio, en su municipio vernáculo, conocido como el pueblo de las calles raras. En una ocasión, en la esquina más concurrida de la plaza de mercado, asestó un puñetazo contundente a Leonardo Torres, un mamador de gallo, quien le había escondido unos dulces que minutos antes había comprado. “Ahí está, por joderle la vida a Hermes”, decía el populacho que presenció el acto vindicativo.
En otra oportunidad, el viejo Monroy, un jornalero de la provincia, se hallaba recolectando millo en el corregimiento de Tocaimo. Suspendió por un momento sus labores para ir a comprar media docena de tabaco bárbaro. Se desplazó por una trocha de vericuetos innominados. En el camino se encontró con Hermes, a quien preguntó:
– ¿Tú que haces aquí?
– Y tú, también, ¿qué haces aquí? -Contrapreguntó.
– Cogiendo millo, respondió el viejo Monroy.
– Bueno, yo también voy para allá, aseguró Hermes.
El viejo Monroy, sabedor de que Hermes se había convertido recientemente en el guardián de los caminos y protector de comerciantes y jornaleros, lo llevó a la finca en la que estaba trabajando y ordenó para él un plato de carne frita con yuca harinosa.
Investido de la autoridad que le daba ser el guardador de los caminos y veredas, Hermes se apostaba en el Hotel América, antiguo punto de concurrencia de las gentes que venían de distintas poblaciones fundadas por el cacique Upar, lugar de descanso de muchos foráneos en el municipio de las calles raras. Los viajeros se convencían de que era un simple habitante de calle, hasta que él anunciaba con estridencia, mientras despedía la línea de humo de cigarrillo contenida en sus pulmones:
– ¡Yo, emisario del dios de los caminos, guardaré tu entrada y salida, desde ahora y para siempre!
La nación vivía momentos de gran inestabilidad social y política. En la época del Frente Nacional, las facciones populares de resistencia que parecían ser inocuas, dieron lugar a colosales estructuras guerrilleras en todo el país. Atrás había quedado el sueño de quien decía: <<yo no soy un hombre, soy un pueblo; y el pueblo es superior a sus dirigentes>>. Hermes llegó a ser conocido por el frente guerrillero que operaba en las estribaciones de la Serranía del Perijá. <<Los guerrilleros son mis amigos, me quieren y me regalan comida>>, decía. Por ese entonces, a todo el que lo trataba de loco, respondía: <<lo que hago es locura para los que van al Hades, pero para los que se salvan, es poder del magnánimo Hermes, de quien he recibido esta obra>>.
En sus incontables rutas como trashumante, Hermes recordaba las peripecias de caballeros andantes que habían sido antes de él y cuyas hazañas había leído en los libros de la biblioteca de ‘El batuta’, un aficionado a la lectura cervantina y marxista, con quien hizo amistad desde mucho antes del episodio en que se desfiguró el brazo. Se autoafirmaba con la idea de que la vida de los hombres andariegos está sujeta a mil peligros, que <<las heridas de batalla dan más honra de la que quitan>>.
Una tarde de finales de siglo, Hermes se fue al garete hacia los territorios del sur del Cacique Upar, obnubilado por los efectos de la marihuana. Prescindió de las camisas manga larga. Había pactado con los dioses para ser transpuesto desde un promontorio desconocido de la cordillera andina hasta el monte Olimpo. Su misión en la tierra ya estaba cumplida. Cantaba:
Como las flores tiernecitas de un rosal
Como dos perlas de diamante de un tesoro
Son tus ojos, verdes como la naturaleza, linda belleza vegetal
Ojos verdes, que me hechizan, me embelesan toda mi vida
Ojos verdes como el mar, yo los quiero para mí
No me dejen de mirar, porque me puedo morir
En eso se le apareció una legión de la tribu Yukpa que, al ver su rutilante platina y sus ojos infernales, lo concibieron como un ser sobrenatural y asestaron golpes de alfanje hasta consumar su muerte. Los perros silvestres y las aves carroñeras hicieron pronto su tarea. Para entonces, Hermes ya se encontraba en el idílico monte de los dioses del Olimpo, donde pasaría otra vida, antes de irse con el barquero Caronte. Al otro día, el comandante guerrillero, al presenciar a los buitres devorando los últimos huesos del cadáver, mandó a sus hombres a llamar al cacique de la tribu. Al llegar este, el adalid revolucionario preguntó:
– ¿Por qué mataron a Hermes?
-Porque creímos que era el diablo.