Dicho hito en la historia del valle se transmite entre generaciones de acordeoneros que disputan ser rey vallenato.
Resulta extraño que el vallenato, una música autóctona obediente a la tradición oral sucedida en el valle de Upar, la provincia colindada entre montañas ajena al mar, haya terminado identificada con el acordeón, un instrumento músico europeo creado para abrazar la soledad de los navegantes que esperanzaban llegar al horizonte, una vez tomaron para sí lo que dieron llamar el nuevo mundo.
Los que psicoanalizan nuestro globo terráqueo como una cabeza loca que gira con su tema, dirán que ello sucedió porque el vallenato llenó con el acordeón su vacío de mar, replicado en las olas musicales en el vaivén de su fuelle; pero la razón puede ser más profunda: contener un mar de sentimientos en el pecho.
No menos extraño en el mundo vallenato que ese acordeón universal haya terminado identificado con el ser más provinciano. Y a su turno los más entendidos del acordeón, los grandes acordeoneros de la gran saga vallenata, reconozcan su estirpe entroncada a un hombre y lo señalen con su nombre: “ese es el hombre”; exclaman al unísono: ¡Luis Enrique Martínez!
Dicho hito en la historia del valle se transmite entre generaciones de acordeoneros que disputan ser rey vallenato, los que, después de tejer un enjambre de notas que rubrican con su estilo, al final de la competencia habrán de rendir su corona al fundacional rey de reyes, por quien son como son, la cadencia original que llevó al vallenato a trascender su secreto a voces guardado entre sus montañas.
Que los acordeoneros se identifiquen por él les nace de la raigambre que sostiene el árbol de su ramificación. Una mística que está impregnada de los elementos que componen el ser vallenato. Por su naturaleza, al haber nacido entre montañas sordas que alejaban el mundo, le permitió escucharse a sí mismo y formarse su identidad. El vallenato es la suma de voces de su pueblo en búsqueda de armonía.
Pero ese hecho singular solo podría entenderse si desciframos el sino que crea la cultura vallenata:
Valledupar, el emblema universal de su historia provincial, desde tiempos prehispánicos fue el epicentro que concitaba el quehacer consuetudinario de la aldeanería nativa del valle gobernado por el cacique Upar. Avasallada la cultura milenaria amerindia se daba su lugar el viejo mundo en el nuevo mundo. En su aparte, se grababa en el acta bautismal de fundación católica la neonata ciudad colonial en el año 1550, signada por el conquistador Hernando de Santana y narrada en la crónica de indias de Juan de Castellanos. Exaltada en ella la cultura raizal que moría en su tierra dada a florecer.
A partir de allí se daría el desarrollo de su idiosincrasia ensimismada en el gran valle, cuya presencia ausente se haría resonante en el resto del mundo historial, si para animar la atención hubo de recrear su propio relato transmitido en el radio de la tradición oral hasta hacerse musical en su palabra, la que tiempo andando se guardaría como un correo en la música vallenata.
Desde sus orígenes el vallenato se hizo retrato de su cultura, una selfi testimonial, sin cuadrar la imagen de lo que debía mostrar de sí, al momento cantaba el ajetreo vivencial de su cotidianidad. Es por ello que a posteriori no podría tacharse su carácter patriarcal, el hervir la sopa de letras del día en el contenido de su música.
En ello consistió la juglaría, enlazar los hechos ocurrentes en la región, cuya primera necesidad era su propio interés de activar la vida de su pueblo. La manera de compartir el pan levado de los sucesos dorados por el sol de boca en boca.
Así mismo se creó la vida espiritual en el valle. Una vez llegada la legión europea que completó la tierra con nuestra América, el vallenato hizo la composición de su mundo interior a su manera. La celebración religiosa de Santo Ecce Homo da fe de ello. Un mito que hunde sus orígenes en el tiempo en que se fundó Valledupar. Desde entonces cuentan que un hombre se presentó sin identificar y se encerró a pan y agua en el cuarto de votos de santidad de la iglesia. Después de varios días de dudar su existencia forzaron la puerta del cielo para salvarlo. Al entrar encontraron un santo tallado en madera sin rastro del hombre que había ingresado en su lugar. Aún allí, lo más sorprendente no fue eso, aquel hombre hecho santo advocaba la imagen de Jesucristo. Pero no en la apostura anglosajona de blanco santificado con ojos celestes, que no correspondía ni a la comunidad judía en que había nacido ni a los españoles que lo habían traído desde el más allá al nuevo mundo, sino en versión de un vallenato auténtico. Se trataba ahora de un dios negro curtido por el sol, encadenado a un tronco, agobiado con sus fieles cada lunes santo de Semana Santa, cuyo sudor, como el de su pueblo, hace milagros.
Tan desconcertante esa teofanía que sus creyentes advierten cierto pudor en su propia fe. Nadie puede decir que su santo encarne a su mismo dios, ni alguien que se atreva a desmentirlo. Ante semejante enclave espiritual sus gentes se atienen a los hechos cumplidos. Cada lunes santo de todos los años los feligreses realizan la procesión consagrada llevándolo en hombros, para agradecerle la enfermedad sanada, la deuda saldada, el negocio prosperado; a sol limpio, en medio de un calor infernal; mientras otros mojan en sus pañuelos el sudor bendito de su cuerpo sufrido, cuyo rostro transido les confirma que sufre con ellos y les transmite el alivio de que hará lo que tenga que hacer como patrono ordenado por el propio cielo.
En ese misterio se trasluce de cuerpo entero el carácter espiritual de un pueblo, la credulidad en lo que revela su ser. El valle sumido entre montañas aquende del mar serviría de caja de resonancia de las olas del resto del mundo con qué generar un diálogo tardío, aunque por ello más ligado a sus orígenes, y así desarrollar su personalidad cultural autóctona.
Entrado el siglo XX, el tiempo que en Europa disputaban el trofeo de la Tierra en dos mundiales de guerra, el valle de Upar, una aldea edénica mecida en su cuna geográfica, parecía no enterarse que vivían el génesis del apocalipsis. Mientras el odio y la codicia se arrogaban el mundo, el vallenato recorría su llanura dedicando versos del ‘Amor Amor’, sin acordarse de la muerte.
En esos años se escucharían las primeras voces de aquella provincia cantata, en el universo del disco. La primera grabación de vallenato, datada con pruebas, la hizo Abel Antonio Villa en 1944, de las canciones ‘Las cosas de las mujeres’ y ‘Mi negra linda’. Aquel suceso de la nada eclosionaba el vallenato en la faz de la tierra. Entonces se daría a conocer un lugar renaciente que apenas ponía un pie en la historia que ya se empujaba al borde del fin del mundo. Si bien dichas canciones daban cuenta de unas costumbres perdidas, abandonadas por la modernidad, se presentaban con un ropaje a la moda: venían interpretadas en acordeón y guitarra, dos instrumentos emblema de la Europa musical.
Y podríamos desvelar un dato inexistente pero singular. No me alcanza mi memoria discográfica para encontrar una sola canción vallenata, tan minuciosa en su juglaría de las noticias que despiertan el día, que registrara el evento de la segunda guerra mundial en sus aciagos momentos, ad portas de la primicia victoriosa, lanzada como una bomba atómica: ¡la ciencia armada ya podía abolir de hecho la humanidad!
Lo cierto es que el vallenato, absorto en el valle, asomado a la gran historia contaba una tradición oral que conservaba su pasado al tiempo que pulsaba el ritmo del reloj de la civilización. De la conseja de sus costumbres se prodigaba su educación sentimental reviviendo las edades y los estados de ánimo de la poesía; costumbrista, lírica, romántica; adentrado a una modernidad, desencantada de la imaginación, que solo acepta la realidad como su único mundo.
Lo increíble es que el vallenato haya hecho su travesía por la historia universal recogiendo los bienes desechados prácticamente por la vida moderna: el amor, la familia, la amistad, el compadre, las querencias de antaño. Y que su pueblo haya atravesado el desierto de cien años de soledad, puesto a salvo en el oasis del valle, alimentadas sus generaciones con el fruto del árbol de sus costumbres. Sería esa fuerza de origen la que le permitió trascender sus límites físicos para crear un estado del alma, cuyo paisano se hará todo aquel que comparta su palabra.
Pero la verdad de su existencia se guardará por siempre en su misterio. Santo Ecce Homo hará todos los favores que le pidan, pero nunca dirá cómo todo un pueblo ha sobrevivido con versos poéticos, tal si se tratara de versículos bíblicos. Y hacer de Valledupar lo que en realidad es: un milagro tangible de la poesía.
El paisaje dibujado por el vallenato nos ha dejado ver casas en el aire, sabanas que sonríen al paso de la mujer amada, luceros espirituales más allá de la luz del hombre, el cual debemos cuidar de ser estropeado por el afán interesado en concretar la imaginación, si de suyo levantó del pasado escondido el valle de Upar.
Aquellos que creen en Dios, pero aún dudan que la poesía existe, bien podrían visitar el país habitado por los vallenatos.
Si arribamos al puerto de pensar que el vallenato llenó con el acordeón su vacío de mar, ahí mismo tendríamos que desembarcar en la conclusión que el acordeón llenó con el vallenato su vacío de sentimiento. Ninguna razón diferente podría explicar que el instrumento musical precavido para sobrevivir en el mar haya hecho residencia en la tierra, en el océano seco del valle de Upar.
Vencido el tiempo en que la vieja Europa vivió su juventud en sus cuatro estaciones, pasado el renacimiento que significó descubrir el nuevo mundo, la civilización occidental se desembarazaba de sus viejos problemas metafísicos para concentrar los esfuerzos de la modernidad en el objetivo de la conquista material del mundo.
Aparte de la historia mayúscula escrita por Europa, al margen de sus grandes salones nobiliarios, se creaba en Viena el acordeón en 1829, llamado en alemán “piano de los marineros”, de la mano de Cyrill Demian, fabricante de pianos de alcurnia, para con el humilde instrumento darle un pequeño contento a los jolgorios populares, que les hiciera sentir adentro de la sociedad a donde no podían entrar.
El principio instrumental del acordeón venía del milenario sheng chino, basado en una lengüeta que se hace notar con las vibraciones que le fustiga el viento. Lo novedoso ahora era cómo se conformaba abrazado al pecho, dispuesto a acompañar hasta el fin del mundo a quien lo tocara con el corazón.
A partir de su pequeña historia provinciana, el acordeón pudo unir en un abrazo musical a Europa con América. Se hizo el compañero inseparable de los marineros que trasegaban en el mar, para hacer sentir el consuelo a los europeos que dejaban su antiguo hogar en búsqueda de nuevos vientos, atrapados en el fuelle del acordeón los suspiros nostálgicos de la vida que abandonaban.
Ni los europeos podrían imaginar, con toda la razón, que el destino se iba a confabular para que el acordeón repitiera su historia personal. Que los historiadores señalen las fechas que bien tengan, lo cierto es que algún día de finales del siglo XIX el acordeón atracó en puerto de La Guajira. Entonces entrelazó su experiencia por toda la provincia comprendida en los límites de la palabra cantada por campesinos trashumantes en el valle de Upar, los que tiempo andando sembraron su tradición oral en el país mitológico que canta la vallenatía.
Por compartir su respiración, la comunión del acordeón con los vallenatos se consagró en una simbiosis cultural, cada uno se hizo parte del otro. Una vez su arribo la vida no le fue fácil. Después de vivir su infancia en los pueblos marginales de la historia dominante de Europa fue abandonado anónimo por algún marinero en sus afanes amorosos de puerto, con la buena estrella de llegar tierra adentro a ser acogido en manos de aldeanos que cosechaban cantos en el valle de Upar.
El mismo orden que implantó Europa lo encontró al margen en el nuevo mundo. Esos campesinos que le daban la mano parecían aquellos de tierras lejanas que lo habían tenido en brazos con sus canciones de cuna, criado con fuerza de espíritu para que superara su origen sin fortuna. Sus travesías por el mar parecían tomar ahora los aires vallenatos que aventuraban en el océano de tiempo enclavado en el valle de Upar. Fue así la juglaría la andadura de historias comunes que abrieron nuevos caminos a la busca de su identidad.
Ese abrazo entrañado se dio al tocarse los corazones, inspirado en el motivo de sus canciones que se dedicaban al cantar lo que tomaban en su momento y lugar. El sentimiento de los compadres que le da calor a su pueblo.
La misma suerte de sus gentes marginadas tocó la vida del acordeón. Con ellos tendría que superar los círculos del poder que se superponía a su misma historia. Mientras esos campesinos cultivaban sus versos en el campo de los juglares, los gérmenes que cosecharía el fruto de su cultura, al acordeón se le prohibía, por orden tajante en sus estatutos, ingresar al club social Valledupar.
Quizás la misma mano espiritual con que se creó santo Ecce Homo forjó el acordeón (llegado anónimo) y el vallenato en uno solo, para unir al pueblo en la sonrisa de su expresión, llevando abrazados su mismo sentimiento. Por ellos ocurrió el milagro cultural en Valledupar que dio lugar a ese abrazo compartido entre todas las gentes que les prodigaba Consuelo: el Festival Vallenato.
POR RODRIGO ZALABATA VEGA/ESPECIAL PARA EL PILÓN
Dicho hito en la historia del valle se transmite entre generaciones de acordeoneros que disputan ser rey vallenato.
Resulta extraño que el vallenato, una música autóctona obediente a la tradición oral sucedida en el valle de Upar, la provincia colindada entre montañas ajena al mar, haya terminado identificada con el acordeón, un instrumento músico europeo creado para abrazar la soledad de los navegantes que esperanzaban llegar al horizonte, una vez tomaron para sí lo que dieron llamar el nuevo mundo.
Los que psicoanalizan nuestro globo terráqueo como una cabeza loca que gira con su tema, dirán que ello sucedió porque el vallenato llenó con el acordeón su vacío de mar, replicado en las olas musicales en el vaivén de su fuelle; pero la razón puede ser más profunda: contener un mar de sentimientos en el pecho.
No menos extraño en el mundo vallenato que ese acordeón universal haya terminado identificado con el ser más provinciano. Y a su turno los más entendidos del acordeón, los grandes acordeoneros de la gran saga vallenata, reconozcan su estirpe entroncada a un hombre y lo señalen con su nombre: “ese es el hombre”; exclaman al unísono: ¡Luis Enrique Martínez!
Dicho hito en la historia del valle se transmite entre generaciones de acordeoneros que disputan ser rey vallenato, los que, después de tejer un enjambre de notas que rubrican con su estilo, al final de la competencia habrán de rendir su corona al fundacional rey de reyes, por quien son como son, la cadencia original que llevó al vallenato a trascender su secreto a voces guardado entre sus montañas.
Que los acordeoneros se identifiquen por él les nace de la raigambre que sostiene el árbol de su ramificación. Una mística que está impregnada de los elementos que componen el ser vallenato. Por su naturaleza, al haber nacido entre montañas sordas que alejaban el mundo, le permitió escucharse a sí mismo y formarse su identidad. El vallenato es la suma de voces de su pueblo en búsqueda de armonía.
Pero ese hecho singular solo podría entenderse si desciframos el sino que crea la cultura vallenata:
Valledupar, el emblema universal de su historia provincial, desde tiempos prehispánicos fue el epicentro que concitaba el quehacer consuetudinario de la aldeanería nativa del valle gobernado por el cacique Upar. Avasallada la cultura milenaria amerindia se daba su lugar el viejo mundo en el nuevo mundo. En su aparte, se grababa en el acta bautismal de fundación católica la neonata ciudad colonial en el año 1550, signada por el conquistador Hernando de Santana y narrada en la crónica de indias de Juan de Castellanos. Exaltada en ella la cultura raizal que moría en su tierra dada a florecer.
A partir de allí se daría el desarrollo de su idiosincrasia ensimismada en el gran valle, cuya presencia ausente se haría resonante en el resto del mundo historial, si para animar la atención hubo de recrear su propio relato transmitido en el radio de la tradición oral hasta hacerse musical en su palabra, la que tiempo andando se guardaría como un correo en la música vallenata.
Desde sus orígenes el vallenato se hizo retrato de su cultura, una selfi testimonial, sin cuadrar la imagen de lo que debía mostrar de sí, al momento cantaba el ajetreo vivencial de su cotidianidad. Es por ello que a posteriori no podría tacharse su carácter patriarcal, el hervir la sopa de letras del día en el contenido de su música.
En ello consistió la juglaría, enlazar los hechos ocurrentes en la región, cuya primera necesidad era su propio interés de activar la vida de su pueblo. La manera de compartir el pan levado de los sucesos dorados por el sol de boca en boca.
Así mismo se creó la vida espiritual en el valle. Una vez llegada la legión europea que completó la tierra con nuestra América, el vallenato hizo la composición de su mundo interior a su manera. La celebración religiosa de Santo Ecce Homo da fe de ello. Un mito que hunde sus orígenes en el tiempo en que se fundó Valledupar. Desde entonces cuentan que un hombre se presentó sin identificar y se encerró a pan y agua en el cuarto de votos de santidad de la iglesia. Después de varios días de dudar su existencia forzaron la puerta del cielo para salvarlo. Al entrar encontraron un santo tallado en madera sin rastro del hombre que había ingresado en su lugar. Aún allí, lo más sorprendente no fue eso, aquel hombre hecho santo advocaba la imagen de Jesucristo. Pero no en la apostura anglosajona de blanco santificado con ojos celestes, que no correspondía ni a la comunidad judía en que había nacido ni a los españoles que lo habían traído desde el más allá al nuevo mundo, sino en versión de un vallenato auténtico. Se trataba ahora de un dios negro curtido por el sol, encadenado a un tronco, agobiado con sus fieles cada lunes santo de Semana Santa, cuyo sudor, como el de su pueblo, hace milagros.
Tan desconcertante esa teofanía que sus creyentes advierten cierto pudor en su propia fe. Nadie puede decir que su santo encarne a su mismo dios, ni alguien que se atreva a desmentirlo. Ante semejante enclave espiritual sus gentes se atienen a los hechos cumplidos. Cada lunes santo de todos los años los feligreses realizan la procesión consagrada llevándolo en hombros, para agradecerle la enfermedad sanada, la deuda saldada, el negocio prosperado; a sol limpio, en medio de un calor infernal; mientras otros mojan en sus pañuelos el sudor bendito de su cuerpo sufrido, cuyo rostro transido les confirma que sufre con ellos y les transmite el alivio de que hará lo que tenga que hacer como patrono ordenado por el propio cielo.
En ese misterio se trasluce de cuerpo entero el carácter espiritual de un pueblo, la credulidad en lo que revela su ser. El valle sumido entre montañas aquende del mar serviría de caja de resonancia de las olas del resto del mundo con qué generar un diálogo tardío, aunque por ello más ligado a sus orígenes, y así desarrollar su personalidad cultural autóctona.
Entrado el siglo XX, el tiempo que en Europa disputaban el trofeo de la Tierra en dos mundiales de guerra, el valle de Upar, una aldea edénica mecida en su cuna geográfica, parecía no enterarse que vivían el génesis del apocalipsis. Mientras el odio y la codicia se arrogaban el mundo, el vallenato recorría su llanura dedicando versos del ‘Amor Amor’, sin acordarse de la muerte.
En esos años se escucharían las primeras voces de aquella provincia cantata, en el universo del disco. La primera grabación de vallenato, datada con pruebas, la hizo Abel Antonio Villa en 1944, de las canciones ‘Las cosas de las mujeres’ y ‘Mi negra linda’. Aquel suceso de la nada eclosionaba el vallenato en la faz de la tierra. Entonces se daría a conocer un lugar renaciente que apenas ponía un pie en la historia que ya se empujaba al borde del fin del mundo. Si bien dichas canciones daban cuenta de unas costumbres perdidas, abandonadas por la modernidad, se presentaban con un ropaje a la moda: venían interpretadas en acordeón y guitarra, dos instrumentos emblema de la Europa musical.
Y podríamos desvelar un dato inexistente pero singular. No me alcanza mi memoria discográfica para encontrar una sola canción vallenata, tan minuciosa en su juglaría de las noticias que despiertan el día, que registrara el evento de la segunda guerra mundial en sus aciagos momentos, ad portas de la primicia victoriosa, lanzada como una bomba atómica: ¡la ciencia armada ya podía abolir de hecho la humanidad!
Lo cierto es que el vallenato, absorto en el valle, asomado a la gran historia contaba una tradición oral que conservaba su pasado al tiempo que pulsaba el ritmo del reloj de la civilización. De la conseja de sus costumbres se prodigaba su educación sentimental reviviendo las edades y los estados de ánimo de la poesía; costumbrista, lírica, romántica; adentrado a una modernidad, desencantada de la imaginación, que solo acepta la realidad como su único mundo.
Lo increíble es que el vallenato haya hecho su travesía por la historia universal recogiendo los bienes desechados prácticamente por la vida moderna: el amor, la familia, la amistad, el compadre, las querencias de antaño. Y que su pueblo haya atravesado el desierto de cien años de soledad, puesto a salvo en el oasis del valle, alimentadas sus generaciones con el fruto del árbol de sus costumbres. Sería esa fuerza de origen la que le permitió trascender sus límites físicos para crear un estado del alma, cuyo paisano se hará todo aquel que comparta su palabra.
Pero la verdad de su existencia se guardará por siempre en su misterio. Santo Ecce Homo hará todos los favores que le pidan, pero nunca dirá cómo todo un pueblo ha sobrevivido con versos poéticos, tal si se tratara de versículos bíblicos. Y hacer de Valledupar lo que en realidad es: un milagro tangible de la poesía.
El paisaje dibujado por el vallenato nos ha dejado ver casas en el aire, sabanas que sonríen al paso de la mujer amada, luceros espirituales más allá de la luz del hombre, el cual debemos cuidar de ser estropeado por el afán interesado en concretar la imaginación, si de suyo levantó del pasado escondido el valle de Upar.
Aquellos que creen en Dios, pero aún dudan que la poesía existe, bien podrían visitar el país habitado por los vallenatos.
Si arribamos al puerto de pensar que el vallenato llenó con el acordeón su vacío de mar, ahí mismo tendríamos que desembarcar en la conclusión que el acordeón llenó con el vallenato su vacío de sentimiento. Ninguna razón diferente podría explicar que el instrumento musical precavido para sobrevivir en el mar haya hecho residencia en la tierra, en el océano seco del valle de Upar.
Vencido el tiempo en que la vieja Europa vivió su juventud en sus cuatro estaciones, pasado el renacimiento que significó descubrir el nuevo mundo, la civilización occidental se desembarazaba de sus viejos problemas metafísicos para concentrar los esfuerzos de la modernidad en el objetivo de la conquista material del mundo.
Aparte de la historia mayúscula escrita por Europa, al margen de sus grandes salones nobiliarios, se creaba en Viena el acordeón en 1829, llamado en alemán “piano de los marineros”, de la mano de Cyrill Demian, fabricante de pianos de alcurnia, para con el humilde instrumento darle un pequeño contento a los jolgorios populares, que les hiciera sentir adentro de la sociedad a donde no podían entrar.
El principio instrumental del acordeón venía del milenario sheng chino, basado en una lengüeta que se hace notar con las vibraciones que le fustiga el viento. Lo novedoso ahora era cómo se conformaba abrazado al pecho, dispuesto a acompañar hasta el fin del mundo a quien lo tocara con el corazón.
A partir de su pequeña historia provinciana, el acordeón pudo unir en un abrazo musical a Europa con América. Se hizo el compañero inseparable de los marineros que trasegaban en el mar, para hacer sentir el consuelo a los europeos que dejaban su antiguo hogar en búsqueda de nuevos vientos, atrapados en el fuelle del acordeón los suspiros nostálgicos de la vida que abandonaban.
Ni los europeos podrían imaginar, con toda la razón, que el destino se iba a confabular para que el acordeón repitiera su historia personal. Que los historiadores señalen las fechas que bien tengan, lo cierto es que algún día de finales del siglo XIX el acordeón atracó en puerto de La Guajira. Entonces entrelazó su experiencia por toda la provincia comprendida en los límites de la palabra cantada por campesinos trashumantes en el valle de Upar, los que tiempo andando sembraron su tradición oral en el país mitológico que canta la vallenatía.
Por compartir su respiración, la comunión del acordeón con los vallenatos se consagró en una simbiosis cultural, cada uno se hizo parte del otro. Una vez su arribo la vida no le fue fácil. Después de vivir su infancia en los pueblos marginales de la historia dominante de Europa fue abandonado anónimo por algún marinero en sus afanes amorosos de puerto, con la buena estrella de llegar tierra adentro a ser acogido en manos de aldeanos que cosechaban cantos en el valle de Upar.
El mismo orden que implantó Europa lo encontró al margen en el nuevo mundo. Esos campesinos que le daban la mano parecían aquellos de tierras lejanas que lo habían tenido en brazos con sus canciones de cuna, criado con fuerza de espíritu para que superara su origen sin fortuna. Sus travesías por el mar parecían tomar ahora los aires vallenatos que aventuraban en el océano de tiempo enclavado en el valle de Upar. Fue así la juglaría la andadura de historias comunes que abrieron nuevos caminos a la busca de su identidad.
Ese abrazo entrañado se dio al tocarse los corazones, inspirado en el motivo de sus canciones que se dedicaban al cantar lo que tomaban en su momento y lugar. El sentimiento de los compadres que le da calor a su pueblo.
La misma suerte de sus gentes marginadas tocó la vida del acordeón. Con ellos tendría que superar los círculos del poder que se superponía a su misma historia. Mientras esos campesinos cultivaban sus versos en el campo de los juglares, los gérmenes que cosecharía el fruto de su cultura, al acordeón se le prohibía, por orden tajante en sus estatutos, ingresar al club social Valledupar.
Quizás la misma mano espiritual con que se creó santo Ecce Homo forjó el acordeón (llegado anónimo) y el vallenato en uno solo, para unir al pueblo en la sonrisa de su expresión, llevando abrazados su mismo sentimiento. Por ellos ocurrió el milagro cultural en Valledupar que dio lugar a ese abrazo compartido entre todas las gentes que les prodigaba Consuelo: el Festival Vallenato.
POR RODRIGO ZALABATA VEGA/ESPECIAL PARA EL PILÓN