A Leandro no le quedó otra alternativa que hacerse amigo de los elementos que la naturaleza le ofrecía. Ya se sabe que, a falta de visión, los otros sentidos llenan en buena parte esa carencia.
Gracias al prologuista, José Atuesta Mindiola, llegó a mis manos una obra salida apenas del horno editorial: Leandro Díaz / El visionario (Valledupar, 2023), del cronista vivo más reconocido en el universo vallenato, Julio César Oñate Martínez. En 160 pp. el maestro Oñate nos presenta la biografía de este juglar que en la provincia llaman, con algo de razón, el “Homero del vallenato”. Gabo, que compartió parrandas con Leandro, lo veía como un “patriarca bíblico”.
La obra evidencia un riguroso trabajo de campo, apoyado en técnicas de investigación como observación, entrevistas, visita a lugares y revisión bibliográfica. Pero, sin duda, la fuente principal son centenares de composiciones que nos heredó Leandro Díaz. En razón de que hacer música fue para él el modo de salvar una vida que había nacido para el naufragio, dadas las difíciles circunstancias que le asediaron desde su nacimiento.
En efecto, Leandro Díaz nace el 20 de febrero de 1928 en Altopino, un paraje rural sin lugar en el mapa; para dar una idea del sitio hay que decir que el centro urbano más próximo es el municipio de Barrancas (La Guajira). Hijo de una familia campesina analfabeta, que vive de lo poco que puede cultivar en una parcela; en esas condiciones, todo niño allí nacido no tenía otro destino que laborar la tierra, y Leandro nació ciego; es rechazado sin ninguna consideración por un rústico padre que hasta el apellido le negó. «Allí lo criaron sus padres/ Como un retoño perdido».
En esas circunstancias, a Leandro no le quedó otra alternativa que hacerse amigo de los elementos que la naturaleza le ofrecía. Ya se sabe que, a falta de visión, los otros sentidos llenan en buena parte esa carencia. Y sí que hicieron bien la tarea en el caso de Leandro; por ejemplo, podía organizar un herbario guiado por el aroma de las flores; la sensibilidad del tacto le permitía separar la maleza de las plantas útiles; y desarrolla desde la niñez un sentido de clarividencia y adivinación que, como una anticipación de su poder seductor, le dice que solo podía leer las manos femeninas.
Bueno es precisar que el talento para la composición no la despertaron los cantos vallenatos, dado que para esa época no se escuchaban en la radio, en razón de que aún hacían parte de la oralidad, en boca de acordeoneros vagabundos que hacían caminos por aldeas del Magdalena Grande, y cuya figura mítica representativa es Francisco el Hombre. Leandro, aún niño, cantaba boleros, tangos y rancheras. Ya en ‘uso de razón’ es atraído por los cantos de sirena de los juglares vagabundos. Fue su rito de iniciación. Y se hizo trotamundos: de Riohacha hasta Codazzi, y de Codazzi hasta Fundación y destinos intermedios. Ambientes que estimularon su primera composición, “La loba ceniza”: «Una mujer que vive en La Sierra/ Llego a su casa y la encuentro rabiosa/ La encontré con una soberbia, señores/ Con la espuma en la boca/ Con la espuma en la boca/ Con la espuma en la boca/ Con la espuma en la boca, señores/ Sería de la misma rabia».
Dice Julio C. Oñate que a Leandro solo se le conoció un vicio: su adicción a escuchar radio, especialmente programas culturales; así robustecía su memoria con un caudal lexical que lo formaría como hombre ilustrado. Ya grande, su hijo Ivo Luis Díaz –hoy reconocido intérprete de vallenatos–, le leía, preferentemente poesía; en esta fuente se familiarizó con la versificación y las formas estróficas. “Por el primer terceto voy entrando, / y me parece que entré con pie derecho, / pues fin con este verso le voy dando”… Esta carpintería del soneto, de Lope de Vega, encuentra su eco en estos versos de Leandro Díaz: «Porque voy llegando al ocho/ Hago el noveno sabroso/ Y en el décimo sonrío». Sería, pues, grosero decir que Leandro fue analfabeta, porque en realidad fue un alfabeto oral. Termino la reseña con un fragmento de la obra, auténtico mensaje de estoicismo y resiliencia para generaciones presentes, que a veces se les ve frágiles ante la primera dificultad seria que la vida les presenta. “Leandro Díaz …es un hombre que vino al mundo con casi todas las limitaciones posibles (invidente, pobre, abandonado por el padre…) y prácticamente condenado al fracaso; no obstante, supo sobreponerse a todos los obstáculos y logró no solo proyectar su nombre, el de su familia, el de su pueblo…, además de comunicar sabiduría con sus cantos y regalar horas felices a sus compatriotas.
Por: Donaldo Mendoza
A Leandro no le quedó otra alternativa que hacerse amigo de los elementos que la naturaleza le ofrecía. Ya se sabe que, a falta de visión, los otros sentidos llenan en buena parte esa carencia.
Gracias al prologuista, José Atuesta Mindiola, llegó a mis manos una obra salida apenas del horno editorial: Leandro Díaz / El visionario (Valledupar, 2023), del cronista vivo más reconocido en el universo vallenato, Julio César Oñate Martínez. En 160 pp. el maestro Oñate nos presenta la biografía de este juglar que en la provincia llaman, con algo de razón, el “Homero del vallenato”. Gabo, que compartió parrandas con Leandro, lo veía como un “patriarca bíblico”.
La obra evidencia un riguroso trabajo de campo, apoyado en técnicas de investigación como observación, entrevistas, visita a lugares y revisión bibliográfica. Pero, sin duda, la fuente principal son centenares de composiciones que nos heredó Leandro Díaz. En razón de que hacer música fue para él el modo de salvar una vida que había nacido para el naufragio, dadas las difíciles circunstancias que le asediaron desde su nacimiento.
En efecto, Leandro Díaz nace el 20 de febrero de 1928 en Altopino, un paraje rural sin lugar en el mapa; para dar una idea del sitio hay que decir que el centro urbano más próximo es el municipio de Barrancas (La Guajira). Hijo de una familia campesina analfabeta, que vive de lo poco que puede cultivar en una parcela; en esas condiciones, todo niño allí nacido no tenía otro destino que laborar la tierra, y Leandro nació ciego; es rechazado sin ninguna consideración por un rústico padre que hasta el apellido le negó. «Allí lo criaron sus padres/ Como un retoño perdido».
En esas circunstancias, a Leandro no le quedó otra alternativa que hacerse amigo de los elementos que la naturaleza le ofrecía. Ya se sabe que, a falta de visión, los otros sentidos llenan en buena parte esa carencia. Y sí que hicieron bien la tarea en el caso de Leandro; por ejemplo, podía organizar un herbario guiado por el aroma de las flores; la sensibilidad del tacto le permitía separar la maleza de las plantas útiles; y desarrolla desde la niñez un sentido de clarividencia y adivinación que, como una anticipación de su poder seductor, le dice que solo podía leer las manos femeninas.
Bueno es precisar que el talento para la composición no la despertaron los cantos vallenatos, dado que para esa época no se escuchaban en la radio, en razón de que aún hacían parte de la oralidad, en boca de acordeoneros vagabundos que hacían caminos por aldeas del Magdalena Grande, y cuya figura mítica representativa es Francisco el Hombre. Leandro, aún niño, cantaba boleros, tangos y rancheras. Ya en ‘uso de razón’ es atraído por los cantos de sirena de los juglares vagabundos. Fue su rito de iniciación. Y se hizo trotamundos: de Riohacha hasta Codazzi, y de Codazzi hasta Fundación y destinos intermedios. Ambientes que estimularon su primera composición, “La loba ceniza”: «Una mujer que vive en La Sierra/ Llego a su casa y la encuentro rabiosa/ La encontré con una soberbia, señores/ Con la espuma en la boca/ Con la espuma en la boca/ Con la espuma en la boca/ Con la espuma en la boca, señores/ Sería de la misma rabia».
Dice Julio C. Oñate que a Leandro solo se le conoció un vicio: su adicción a escuchar radio, especialmente programas culturales; así robustecía su memoria con un caudal lexical que lo formaría como hombre ilustrado. Ya grande, su hijo Ivo Luis Díaz –hoy reconocido intérprete de vallenatos–, le leía, preferentemente poesía; en esta fuente se familiarizó con la versificación y las formas estróficas. “Por el primer terceto voy entrando, / y me parece que entré con pie derecho, / pues fin con este verso le voy dando”… Esta carpintería del soneto, de Lope de Vega, encuentra su eco en estos versos de Leandro Díaz: «Porque voy llegando al ocho/ Hago el noveno sabroso/ Y en el décimo sonrío». Sería, pues, grosero decir que Leandro fue analfabeta, porque en realidad fue un alfabeto oral. Termino la reseña con un fragmento de la obra, auténtico mensaje de estoicismo y resiliencia para generaciones presentes, que a veces se les ve frágiles ante la primera dificultad seria que la vida les presenta. “Leandro Díaz …es un hombre que vino al mundo con casi todas las limitaciones posibles (invidente, pobre, abandonado por el padre…) y prácticamente condenado al fracaso; no obstante, supo sobreponerse a todos los obstáculos y logró no solo proyectar su nombre, el de su familia, el de su pueblo…, además de comunicar sabiduría con sus cantos y regalar horas felices a sus compatriotas.
Por: Donaldo Mendoza