Rodolfo Castilla, tocado tan bien por el genio de su padre, ha significado tanto en la historia musical del vallenato que su nombre ha escrito una historia particular.
Fue Cirino Castilla quien definió el alfabeto rítmico vallenato, marcado en los tres golpes: canto, medio y fondo; multiplicados en los compases de la caja, pilar estructural sobre el que se construye la percusión vallenata. Tal prodigio musical lo había alcanzado, de manera análoga, Francisco ‘Chico’ Bolaño, en el acordeón, al definir los cuatro aires vallenatos: son, paseo, merengue y puya; en sus acordes de notas altas y bajos, la base armónica de la melodía y el ritmo vallenato.
Tal sería su destino mítico que lo llevaría a la consumación ritual, ante su pueblo, en el Festival consagratorio de los juglares, en la plaza que erige el templo de evocación a Francisco el Hombre, protagonista de la Leyenda Vallenata en que venció en un duelo de acordeón al diablo. En el epicentro de la feroz competencia, acompañando al legendario gallo de piquería Emiliano Zuleta, se dio la muerte el gran Cirino Castilla en 1972. Como si se tratara de un sagrado sacrificio Azteca, tomado por la pasión del vallenato que palpitaba en sus manos, el hombre ofrendó su corazón a la inmortalidad de la deidad de su nombre.
De su estirpe nacieron diez hijos, tres multiplicarían los dones de sus golpes consagrados: José del Carmen, fue un connotado baterista y trompetista de la otrora famosa orquesta ‘Los Hermanos Martelo’.
Dimas, se perdió en los vericuetos de su genialidad; tocaba caja, batería, tumbadora, timbales, bongoe, acordeón y cantaba; anduvo con las mejores orquestas del momento, la ‘Tropi Bomba’, la del maestro Pedro Salcedo, la del célebre Lucho Bermúdez, hasta despertar interés en La Sonora Matancera, con la que alcanzó a tocar.
Asombra que un hijo de la provincia vallenata llegara a Bogotá a ser figura central de exclusivos grilles; sobre todos el Jacaranda, visitado por honorables señores en fuga, donde tocaba batería en jazz. Pero el ardor de la vida le arrebató de sus manos prodigiosas el ritmo monótono de la cordura.
Rodolfo, tocado tan bien por el genio de su padre, ha significado tanto en la historia musical del vallenato que su nombre ha escrito una historia particular.
Con ellos se ramifica el árbol frondoso de la dinastía Castilla, en una secuencia interminable de fructíferos músicos que han surtido el mercado de agrupaciones en el concierto de la fiesta vallenata; se destacan: José del Carmen jr., el gran ‘Tito’ Castilla, testimonio musical de la vida y obra del inmortal Diomedes Díaz, con quien participó en tantos celebrados eventos.
También hijos de José del Carmen; Danny José ‘Dany’, Elías Alberto ‘Coyote’ y Juan Esteban, todos maravillosos cajeros y tamboreros de festivales y carnavales, partícipes de los mejores conjuntos en Valledupar, Barranquilla y Bogotá.
Tomás Rodolfo ‘El mono’ Castilla, cajero de planta en la parrilla internacional de la agrupación de Jorgito Celedón, es hijo de Rodolfo Castilla.
Lea: El vallenato de Castilla (Primera parte)
Mencionar su nombre retumba un eco en el ámbito del gran valle abrazado por un silencio reverencial. Cualquier lugar que lo encuentre multiplica los saludos de quienes advierten la presencia del maestro, ‘Rodo’ ‘Rodo’ ‘Rodo’, como si se tratara de un aplauso a voces.
El mismo sentimiento que explota en paroxismo entre la multitud, al ver su chamán plumas blancas, alucinados por sus actos de prestidigitación con el tambor que convoca a la tribu.
Rodolfo Castilla Polo, nacido el 5 de mayo de 1946 en Valledupar, conjuga el ser vallenato en todos los tiempos; pasado ancestral, presente moderno y futuro inmortal. Hijo del grande Cirino Castilla, creador de la caja vallenata moderna, y Rosa María Polo, nacida en Concordia–Magdalena, tierra de tambores y tamboras turgentes en sus venas, la misma sangre historial de Juancho Polo Valencia.
Si el fundacional Cirino Castilla armonizó el canto tradicional vallenato, al definir el abc de la percusión en tres golpes (canto, medio y fondo), que diera profundidad sonora a la literalidad de la canción; a Rodo se le reconoce haber revolucionado, desde el ritmo, improvisados círculos armónicos en el vallenato, para desatar fugas melódicas que agregaran significados musicales a su tenor literal.
Su rebeldía creativa casi le cuesta la excomunión del padre, el consagrado Cirino, quien no le perdonaba que no siguiera su dogma interpretativo. El niño ‘Rodo’ acostumbraba tocar la caja en descanso en el ‘canto’, por lo que era reprendido con sentencias terminantes con las que no se podía jugar, “la caja no se toca así” “no sabes tocar eso”, ya que en el “fondo” los golpes de la caja solo debían acompañar la ejecución melódica ceñida a la composición literaria.
Solo la gracia musical recibida del padre Cirino lo puso a salvo de sus sermones. Y la crianza con su hermano Dimas, cuya virtualidad de rey Midas le hacía convertir en instrumento músico cualquier utensilio doméstico que tocara.
Ellos, en complicidad con el mayor José del Carmen, conformaron una banda con las ollas, tapas, cucharones y demás peroles de cocina que le robaban a diario a su mamá, Rosa María, amante innata de la música, los que tocaba recuperar con regaños operáticos para disponer la preparación de las comidas.
Con esos juegos infantiles descubrieron, como nueva generación, la dimensión de la música del Caribe, cuyos aires se metían por la ventana de la radio, abierta en su casa: los sones cubanos, los merengues dominicanos, la salsa, mambo, merecumbé, las grandes orquestas venezolanas y colombianas; para no quedar circunscritos entre los juglares vallenatos que se encontraban en su casa y llevaban sus versos como una costumbre narrativa obediente a la tradición oral.
Los caminos de la vida se hacen distintos aun viajando hacia el mismo destino. Dimas, fue el preferido porque tocaba igual a su padre, quizás para complacerlo y liberar su don multifacético. Rodolfo era castigado con nalgadas de tambor por su desacato musical, ya que atinaba el “canto” o “borde de aro”, sin corresponder al “fondo” del asunto, en que se deposita la profundidad de la canción.
Alguna vez Gabriel García Márquez aventuró guiar a los niños por los caminos perdidos de la creatividad: “en lo único que no deben obedecer a sus padres es en la forma de escribir”; consejo literario que se hace eco en las demás artes.
Al principio su desobediencia no obedecía a una razón como tal, pero seguía el primer impulso insondable que comprende el arte: hacer la obra como se siente.
Pasaría un buen tiempo para que entendiera su misma revolución causada en la historia del vallenato. El genio indomable que a Dimas lo hizo adentrarse en la conquista de distintos territorios musicales, despertaría en Rodolfo el sueño de verter esos sonidos relucientes del Caribe en la caja del valle del cacique Upar, que dieran esplendor a las historias que se cantaban en la tierra del olvido.
Fascinado por ‘La Sonora Matancera’, ‘El gran combo de Puerto Rico’, ‘Ricky Rey & Boby Cruz’, las cuerdas del ‘Trio Matamoros’, ‘Pacho Galán’, ‘Lucho Bermúdez’, y toda la constelación de grandes orquestas que se escuchaban en el meridiano del Caribe, intentaba replicar esos acordes en la caja vallenata.
Afincado en su sentir musical, hasta crear su versión de la percusión, se hizo maestro Rodolfo Castilla, quien se dio a explorar armonías distintas en el vallenato, para que su interpretación no quedara ajustada a su expresión literaria.
A partir de él se suma cualquier adaptación a la estructura interpretativa del vallenato, incorporados los instrumentos de viento, cuerdas y electrónicos, una vez abierto el espacio a los giros armónicos, con esos cortes rítmicos que invitan al acordeonero a realizar sus digresiones de notas en la ejecución de la melodía de la canción, matizando las emociones contenidas en su letra.
Esa revolución en armonía desarrolló la noble competencia musical entre los acordeoneros, pilar fundamental del Festival Vallenato que los consagra, ya que antes las disputas eran más literarias, basadas en la piqueria de versos, incluida la Leyenda Vallenata, en la que Francisco El Hombre derrota al diablo cantándole el credo al revés. Será la razón profunda por la que el pueblo corone a ‘Rodo’ con los mismos honores que al más connotado rey vallenato.
Gracias a su legado, la vida de ‘Rodo’ está ofrendada a los grandes momentos del vallenato. No sin antes, en la mocedad de la vida, seguir los pasos del renombrado Dimas por los mejores grilles de Bogotá en los maravillosos años 60, realizado su sueño increíble: recibir en sus oídos atentos, rubricados por sus ídolos, los aires viajeros que escuchaba de niño en el radio de Valledupar.
A partir de allí, su gran historia inicia con la inolvidable agrupación ‘Los playoneros del Cesar’, convocada por su padre Cirino junto a los cimeros músicos Ovidio Granados, Miguel Yanet, Adán Montero, con la que hizo su primera grabación.
A renglón seguido escribió un capítulo memorable con Nicolás ‘Colacho’ Mendoza, con quien realizó tres trabajos discográficos, de cuyas grabaciones aún se resalta, como hito de modernización, la interpretación de la pulla ‘Cuando el tigre está en la cueva’, en la que ‘Rodo’ lleva la ejecución atildada ‘a borde de aro’, dándole el mismo tono de picaresca al ritmo de la letra, algo impensable en la ortodoxia de la percusión tradicional y obediente, cuyos dogmas había fijado su venerable padre.
Tiempo seguido sobrevino la época dorada de la discografía vallenata, las décadas 70 y 80, con toda la madurez musical y literaria que conquistó cualquier territorio, allende las fronteras de las montañas, que alcanzara a escuchar el eco de las narraciones que cultivaron un arte campesino en el valle del cacique Upar.
En medio de la eclosión que produjo el vallenato en toda Colombia, el epicentro de su percusión era Rodolfo Castilla, cuya repercusión llegaba a las nuevas generaciones al oír al gran maestro, quien sacó a flote la profundidad sorda en que se mantenía sumida la música sonada en el valle de Upar, para traerle el colorido irisado del ‘canto’ del tambor en una fiesta en la playa del Caribe.
Fue tal su influencia que, al no tener la ubicuidad para atender el pedido de su presencia en los grandes conjuntos que lo clamaban, tocaba por períodos y en grabaciones acompañarlos a todos. Los Hermanos Zuleta, Jorge Oñate, Diomedes Díaz, Binomio de Oro, Los Betos; en los recientes años Martín Elías y la nueva ola de vallenatos; se liaron a los golpes de ‘Rodo’ para ganar la contienda musical.
Esa facultad de multiplicarse con sus manos le libró el remoquete ‘El pulpo de la caja’, su sello artístico, improvisado en el asombro de una grabación en la voz inmarcesible de Jorge Oñate.
La amplificación instrumental que logró el vallenato a partir de la revolución rítmica que causó ‘Rodo’, dio el salto a los grandes escenarios, frente al gran público, antes reservados a las orquestas. Se superó así el prejuicio de ser música sosa para extraños que no sentían sus historias. Entonces se hizo bailable, cuyo espíritu romántico a flor de canto, con un baile sensual y compenetrado, terminó por influir con su poética en las músicas del Caribe que lo habían influenciado.
La incorporación de componentes rítmicos que trajo ‘Rodo’ de la percusión orquestada, al poner las tildes del “canto a borde de aro”, tal el bongoe y los timbales, sobre el “fondo” que entraña los golpes profundos de los grandes tambores, tal la tumbadora, dio vuelta a las expresiones de lenguaje corporal en el vallenato, ya que esos sonidos habían quedado subsumidos en la caja “cerrada” tradicional, limitada a acompañar el mensaje de la canción interpretada en acordeón, cuyo auditorio privado era el ritual contemplativo de la parranda.
Toda la explosión de la revolución rítmica causada en el vallenato se ve resumida en el famoso video en K-Z en que carga al niño Iván Zuleta en la introducción magistral de ‘Manguito biche’. Allí el director de orquesta es ‘Rodo’, marcando el tiempo con sus golpes de caja y la clave en palmas, los discípulos músicos lo observan atentos para entrar al círculo armónico y amplificar los acordes que traza el maestro. Lo demás es la sonrisa satisfecha de Diomedes que ve cómo le entrega el público en éxtasis en sus manos.
Así, cuando la Orquesta Filarmónica de Colombia se propuso eternizar los aires vallenatos en expresión sinfónica, para grabar una música cantada de manera callada tendrían que trasmitir sus mensajes en las voces secretas del tambor; por ellos debían seguir las orientaciones del sabio de las montañas del valle.
Valledupar es un milagro tangible de la poesía, cuya palabra creó su realidad. Todas las narraciones que levantaron la ciudad crearon un nuevo mundo en el Valle del Cacique Upar. Es el mundo poético del vallenato. Un río de canciones nos trae el rumor de viejas voces de un tiempo inmemorial, cuyo pasado se hace presente en su tradición oral. La vida de tantas generaciones no hubiera trascendido a la historia si no palpitara con la fuerza del corazón del valle. Ese sentimiento se conserva en la caja vallenata y ha sido la dinastía Castilla la salvaguardia de ese lenguaje profundo que comprende el vallenato. Cuando vemos caminar a Rodolfo por los caminos del valle, al ritmo de las voces que lo aclaman ‘Rodo’ ‘Rodo’ ‘Rodo’, sentimos por él la armonía de nuestra identidad. E–mail: [email protected]
POR RODRIGO ZALABATA VEGA/ESPECIAL PARA EL PILÓN
Rodolfo Castilla, tocado tan bien por el genio de su padre, ha significado tanto en la historia musical del vallenato que su nombre ha escrito una historia particular.
Fue Cirino Castilla quien definió el alfabeto rítmico vallenato, marcado en los tres golpes: canto, medio y fondo; multiplicados en los compases de la caja, pilar estructural sobre el que se construye la percusión vallenata. Tal prodigio musical lo había alcanzado, de manera análoga, Francisco ‘Chico’ Bolaño, en el acordeón, al definir los cuatro aires vallenatos: son, paseo, merengue y puya; en sus acordes de notas altas y bajos, la base armónica de la melodía y el ritmo vallenato.
Tal sería su destino mítico que lo llevaría a la consumación ritual, ante su pueblo, en el Festival consagratorio de los juglares, en la plaza que erige el templo de evocación a Francisco el Hombre, protagonista de la Leyenda Vallenata en que venció en un duelo de acordeón al diablo. En el epicentro de la feroz competencia, acompañando al legendario gallo de piquería Emiliano Zuleta, se dio la muerte el gran Cirino Castilla en 1972. Como si se tratara de un sagrado sacrificio Azteca, tomado por la pasión del vallenato que palpitaba en sus manos, el hombre ofrendó su corazón a la inmortalidad de la deidad de su nombre.
De su estirpe nacieron diez hijos, tres multiplicarían los dones de sus golpes consagrados: José del Carmen, fue un connotado baterista y trompetista de la otrora famosa orquesta ‘Los Hermanos Martelo’.
Dimas, se perdió en los vericuetos de su genialidad; tocaba caja, batería, tumbadora, timbales, bongoe, acordeón y cantaba; anduvo con las mejores orquestas del momento, la ‘Tropi Bomba’, la del maestro Pedro Salcedo, la del célebre Lucho Bermúdez, hasta despertar interés en La Sonora Matancera, con la que alcanzó a tocar.
Asombra que un hijo de la provincia vallenata llegara a Bogotá a ser figura central de exclusivos grilles; sobre todos el Jacaranda, visitado por honorables señores en fuga, donde tocaba batería en jazz. Pero el ardor de la vida le arrebató de sus manos prodigiosas el ritmo monótono de la cordura.
Rodolfo, tocado tan bien por el genio de su padre, ha significado tanto en la historia musical del vallenato que su nombre ha escrito una historia particular.
Con ellos se ramifica el árbol frondoso de la dinastía Castilla, en una secuencia interminable de fructíferos músicos que han surtido el mercado de agrupaciones en el concierto de la fiesta vallenata; se destacan: José del Carmen jr., el gran ‘Tito’ Castilla, testimonio musical de la vida y obra del inmortal Diomedes Díaz, con quien participó en tantos celebrados eventos.
También hijos de José del Carmen; Danny José ‘Dany’, Elías Alberto ‘Coyote’ y Juan Esteban, todos maravillosos cajeros y tamboreros de festivales y carnavales, partícipes de los mejores conjuntos en Valledupar, Barranquilla y Bogotá.
Tomás Rodolfo ‘El mono’ Castilla, cajero de planta en la parrilla internacional de la agrupación de Jorgito Celedón, es hijo de Rodolfo Castilla.
Lea: El vallenato de Castilla (Primera parte)
Mencionar su nombre retumba un eco en el ámbito del gran valle abrazado por un silencio reverencial. Cualquier lugar que lo encuentre multiplica los saludos de quienes advierten la presencia del maestro, ‘Rodo’ ‘Rodo’ ‘Rodo’, como si se tratara de un aplauso a voces.
El mismo sentimiento que explota en paroxismo entre la multitud, al ver su chamán plumas blancas, alucinados por sus actos de prestidigitación con el tambor que convoca a la tribu.
Rodolfo Castilla Polo, nacido el 5 de mayo de 1946 en Valledupar, conjuga el ser vallenato en todos los tiempos; pasado ancestral, presente moderno y futuro inmortal. Hijo del grande Cirino Castilla, creador de la caja vallenata moderna, y Rosa María Polo, nacida en Concordia–Magdalena, tierra de tambores y tamboras turgentes en sus venas, la misma sangre historial de Juancho Polo Valencia.
Si el fundacional Cirino Castilla armonizó el canto tradicional vallenato, al definir el abc de la percusión en tres golpes (canto, medio y fondo), que diera profundidad sonora a la literalidad de la canción; a Rodo se le reconoce haber revolucionado, desde el ritmo, improvisados círculos armónicos en el vallenato, para desatar fugas melódicas que agregaran significados musicales a su tenor literal.
Su rebeldía creativa casi le cuesta la excomunión del padre, el consagrado Cirino, quien no le perdonaba que no siguiera su dogma interpretativo. El niño ‘Rodo’ acostumbraba tocar la caja en descanso en el ‘canto’, por lo que era reprendido con sentencias terminantes con las que no se podía jugar, “la caja no se toca así” “no sabes tocar eso”, ya que en el “fondo” los golpes de la caja solo debían acompañar la ejecución melódica ceñida a la composición literaria.
Solo la gracia musical recibida del padre Cirino lo puso a salvo de sus sermones. Y la crianza con su hermano Dimas, cuya virtualidad de rey Midas le hacía convertir en instrumento músico cualquier utensilio doméstico que tocara.
Ellos, en complicidad con el mayor José del Carmen, conformaron una banda con las ollas, tapas, cucharones y demás peroles de cocina que le robaban a diario a su mamá, Rosa María, amante innata de la música, los que tocaba recuperar con regaños operáticos para disponer la preparación de las comidas.
Con esos juegos infantiles descubrieron, como nueva generación, la dimensión de la música del Caribe, cuyos aires se metían por la ventana de la radio, abierta en su casa: los sones cubanos, los merengues dominicanos, la salsa, mambo, merecumbé, las grandes orquestas venezolanas y colombianas; para no quedar circunscritos entre los juglares vallenatos que se encontraban en su casa y llevaban sus versos como una costumbre narrativa obediente a la tradición oral.
Los caminos de la vida se hacen distintos aun viajando hacia el mismo destino. Dimas, fue el preferido porque tocaba igual a su padre, quizás para complacerlo y liberar su don multifacético. Rodolfo era castigado con nalgadas de tambor por su desacato musical, ya que atinaba el “canto” o “borde de aro”, sin corresponder al “fondo” del asunto, en que se deposita la profundidad de la canción.
Alguna vez Gabriel García Márquez aventuró guiar a los niños por los caminos perdidos de la creatividad: “en lo único que no deben obedecer a sus padres es en la forma de escribir”; consejo literario que se hace eco en las demás artes.
Al principio su desobediencia no obedecía a una razón como tal, pero seguía el primer impulso insondable que comprende el arte: hacer la obra como se siente.
Pasaría un buen tiempo para que entendiera su misma revolución causada en la historia del vallenato. El genio indomable que a Dimas lo hizo adentrarse en la conquista de distintos territorios musicales, despertaría en Rodolfo el sueño de verter esos sonidos relucientes del Caribe en la caja del valle del cacique Upar, que dieran esplendor a las historias que se cantaban en la tierra del olvido.
Fascinado por ‘La Sonora Matancera’, ‘El gran combo de Puerto Rico’, ‘Ricky Rey & Boby Cruz’, las cuerdas del ‘Trio Matamoros’, ‘Pacho Galán’, ‘Lucho Bermúdez’, y toda la constelación de grandes orquestas que se escuchaban en el meridiano del Caribe, intentaba replicar esos acordes en la caja vallenata.
Afincado en su sentir musical, hasta crear su versión de la percusión, se hizo maestro Rodolfo Castilla, quien se dio a explorar armonías distintas en el vallenato, para que su interpretación no quedara ajustada a su expresión literaria.
A partir de él se suma cualquier adaptación a la estructura interpretativa del vallenato, incorporados los instrumentos de viento, cuerdas y electrónicos, una vez abierto el espacio a los giros armónicos, con esos cortes rítmicos que invitan al acordeonero a realizar sus digresiones de notas en la ejecución de la melodía de la canción, matizando las emociones contenidas en su letra.
Esa revolución en armonía desarrolló la noble competencia musical entre los acordeoneros, pilar fundamental del Festival Vallenato que los consagra, ya que antes las disputas eran más literarias, basadas en la piqueria de versos, incluida la Leyenda Vallenata, en la que Francisco El Hombre derrota al diablo cantándole el credo al revés. Será la razón profunda por la que el pueblo corone a ‘Rodo’ con los mismos honores que al más connotado rey vallenato.
Gracias a su legado, la vida de ‘Rodo’ está ofrendada a los grandes momentos del vallenato. No sin antes, en la mocedad de la vida, seguir los pasos del renombrado Dimas por los mejores grilles de Bogotá en los maravillosos años 60, realizado su sueño increíble: recibir en sus oídos atentos, rubricados por sus ídolos, los aires viajeros que escuchaba de niño en el radio de Valledupar.
A partir de allí, su gran historia inicia con la inolvidable agrupación ‘Los playoneros del Cesar’, convocada por su padre Cirino junto a los cimeros músicos Ovidio Granados, Miguel Yanet, Adán Montero, con la que hizo su primera grabación.
A renglón seguido escribió un capítulo memorable con Nicolás ‘Colacho’ Mendoza, con quien realizó tres trabajos discográficos, de cuyas grabaciones aún se resalta, como hito de modernización, la interpretación de la pulla ‘Cuando el tigre está en la cueva’, en la que ‘Rodo’ lleva la ejecución atildada ‘a borde de aro’, dándole el mismo tono de picaresca al ritmo de la letra, algo impensable en la ortodoxia de la percusión tradicional y obediente, cuyos dogmas había fijado su venerable padre.
Tiempo seguido sobrevino la época dorada de la discografía vallenata, las décadas 70 y 80, con toda la madurez musical y literaria que conquistó cualquier territorio, allende las fronteras de las montañas, que alcanzara a escuchar el eco de las narraciones que cultivaron un arte campesino en el valle del cacique Upar.
En medio de la eclosión que produjo el vallenato en toda Colombia, el epicentro de su percusión era Rodolfo Castilla, cuya repercusión llegaba a las nuevas generaciones al oír al gran maestro, quien sacó a flote la profundidad sorda en que se mantenía sumida la música sonada en el valle de Upar, para traerle el colorido irisado del ‘canto’ del tambor en una fiesta en la playa del Caribe.
Fue tal su influencia que, al no tener la ubicuidad para atender el pedido de su presencia en los grandes conjuntos que lo clamaban, tocaba por períodos y en grabaciones acompañarlos a todos. Los Hermanos Zuleta, Jorge Oñate, Diomedes Díaz, Binomio de Oro, Los Betos; en los recientes años Martín Elías y la nueva ola de vallenatos; se liaron a los golpes de ‘Rodo’ para ganar la contienda musical.
Esa facultad de multiplicarse con sus manos le libró el remoquete ‘El pulpo de la caja’, su sello artístico, improvisado en el asombro de una grabación en la voz inmarcesible de Jorge Oñate.
La amplificación instrumental que logró el vallenato a partir de la revolución rítmica que causó ‘Rodo’, dio el salto a los grandes escenarios, frente al gran público, antes reservados a las orquestas. Se superó así el prejuicio de ser música sosa para extraños que no sentían sus historias. Entonces se hizo bailable, cuyo espíritu romántico a flor de canto, con un baile sensual y compenetrado, terminó por influir con su poética en las músicas del Caribe que lo habían influenciado.
La incorporación de componentes rítmicos que trajo ‘Rodo’ de la percusión orquestada, al poner las tildes del “canto a borde de aro”, tal el bongoe y los timbales, sobre el “fondo” que entraña los golpes profundos de los grandes tambores, tal la tumbadora, dio vuelta a las expresiones de lenguaje corporal en el vallenato, ya que esos sonidos habían quedado subsumidos en la caja “cerrada” tradicional, limitada a acompañar el mensaje de la canción interpretada en acordeón, cuyo auditorio privado era el ritual contemplativo de la parranda.
Toda la explosión de la revolución rítmica causada en el vallenato se ve resumida en el famoso video en K-Z en que carga al niño Iván Zuleta en la introducción magistral de ‘Manguito biche’. Allí el director de orquesta es ‘Rodo’, marcando el tiempo con sus golpes de caja y la clave en palmas, los discípulos músicos lo observan atentos para entrar al círculo armónico y amplificar los acordes que traza el maestro. Lo demás es la sonrisa satisfecha de Diomedes que ve cómo le entrega el público en éxtasis en sus manos.
Así, cuando la Orquesta Filarmónica de Colombia se propuso eternizar los aires vallenatos en expresión sinfónica, para grabar una música cantada de manera callada tendrían que trasmitir sus mensajes en las voces secretas del tambor; por ellos debían seguir las orientaciones del sabio de las montañas del valle.
Valledupar es un milagro tangible de la poesía, cuya palabra creó su realidad. Todas las narraciones que levantaron la ciudad crearon un nuevo mundo en el Valle del Cacique Upar. Es el mundo poético del vallenato. Un río de canciones nos trae el rumor de viejas voces de un tiempo inmemorial, cuyo pasado se hace presente en su tradición oral. La vida de tantas generaciones no hubiera trascendido a la historia si no palpitara con la fuerza del corazón del valle. Ese sentimiento se conserva en la caja vallenata y ha sido la dinastía Castilla la salvaguardia de ese lenguaje profundo que comprende el vallenato. Cuando vemos caminar a Rodolfo por los caminos del valle, al ritmo de las voces que lo aclaman ‘Rodo’ ‘Rodo’ ‘Rodo’, sentimos por él la armonía de nuestra identidad. E–mail: [email protected]
POR RODRIGO ZALABATA VEGA/ESPECIAL PARA EL PILÓN