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Columnista - 27 septiembre, 2016

Menos coca, más campo

En dos décadas hemos hecho de todo en Colombia para acabar con la coca. Pero, por más esfuerzos que hagamos, por más que el número de hectáreas cultivadas ha bajado dramáticamente, siguen existiendo parches de color verde biche en todo el paisaje colombiano. Hay muchas razones para que eso sea así, pero entre ellas sobresale […]

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En dos décadas hemos hecho de todo en Colombia para acabar con la coca. Pero, por más esfuerzos que hagamos, por más que el número de hectáreas cultivadas ha bajado dramáticamente, siguen existiendo parches de color verde biche en todo el paisaje colombiano.

Hay muchas razones para que eso sea así, pero entre ellas sobresale una: la mayoría de los cocaleros no tienen cómo hacer algo distinto.

No es que no quieran. De hecho, la gran mayoría sí lo quiere. Pero las alternativas legales simplemente no son viables y han terminado, por necesidad, volviendo a cultivarla.

El palmito del Putumayo es un buen ejemplo. Hace diez años se invirtieron cientos de miles de dólares en sustitución de cultivos, buena parte de ellos en el marco del Plan Colombia. Sobre el papel es un producto idóneo: gourmet, demandado en mercados exigentes como Estados Unidos y Europa, con un precio que le deja un mayor margen al productor que la yuca o el plátano.

Sin embargo, el modelo no funcionó: los palmitos se podrían en los camiones. ¿La razón? Las carreteras terciarias del Putumayo son tan precarias que no lograban salir rápidamente de las fincas a un puerto de exportación.

Esa es la trampa del desarrollo alternativo. No basta con tener un buen producto para sustituir la coca, si no tenemos cómo garantizar que pueden salir al mercado. Eso explica que el porcentaje de cocaleros que resiembran sea hasta del 50 por ciento, como estima el censo anual de cultivos ilícitos que hace la ONU en Colombia.

¿Cuál es entonces la mejor opción? Primero, entender que si el problema es complejo, la solución también tiene que serlo. Más que cambiar la coca por la yuca, tenemos que garantizar las condiciones que permitan que ese proyecto de vida legal sea viable: que tengan agrónomos que les brinden asistencia técnica, que tengan vías, que tengan acceso a préstamos. Es decir, si no es integral, no funciona.

Ese modelo es el que ha permitido que funcionen modelos como el de Corseda, una cooperativa de 200 familias que cultiva el gusano de la morera en el norte del Cauca y que luego fabrica la seda con que trabaja sus textiles la reconocida diseñadora colombiana Mónica de Rhodes. Pero necesitamos más cocaleros convertidos en sericultores y en emprendedores en todo el país.

Por eso, el Acuerdo Final de Paz firmado en La Habana hace énfasis en que la solución al problema de las drogas pasa por ayudar a los cocaleros a encontrar actividades legales, entendiendo que eso solo se logra con desarrollo integral del campo.

Ayudarlos a ellos, que son los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico, permite a su vez que el Estado concentre sus esfuerzos en los actores donde sí está la plata y donde está el crimen organizado.

El problema es que, aunque esto lo sabemos hace años, nunca lo hemos hecho con la integralidad que requiere.

Por Andrés Bermúdez

 

Columnista
27 septiembre, 2016

Menos coca, más campo

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En dos décadas hemos hecho de todo en Colombia para acabar con la coca. Pero, por más esfuerzos que hagamos, por más que el número de hectáreas cultivadas ha bajado dramáticamente, siguen existiendo parches de color verde biche en todo el paisaje colombiano. Hay muchas razones para que eso sea así, pero entre ellas sobresale […]


En dos décadas hemos hecho de todo en Colombia para acabar con la coca. Pero, por más esfuerzos que hagamos, por más que el número de hectáreas cultivadas ha bajado dramáticamente, siguen existiendo parches de color verde biche en todo el paisaje colombiano.

Hay muchas razones para que eso sea así, pero entre ellas sobresale una: la mayoría de los cocaleros no tienen cómo hacer algo distinto.

No es que no quieran. De hecho, la gran mayoría sí lo quiere. Pero las alternativas legales simplemente no son viables y han terminado, por necesidad, volviendo a cultivarla.

El palmito del Putumayo es un buen ejemplo. Hace diez años se invirtieron cientos de miles de dólares en sustitución de cultivos, buena parte de ellos en el marco del Plan Colombia. Sobre el papel es un producto idóneo: gourmet, demandado en mercados exigentes como Estados Unidos y Europa, con un precio que le deja un mayor margen al productor que la yuca o el plátano.

Sin embargo, el modelo no funcionó: los palmitos se podrían en los camiones. ¿La razón? Las carreteras terciarias del Putumayo son tan precarias que no lograban salir rápidamente de las fincas a un puerto de exportación.

Esa es la trampa del desarrollo alternativo. No basta con tener un buen producto para sustituir la coca, si no tenemos cómo garantizar que pueden salir al mercado. Eso explica que el porcentaje de cocaleros que resiembran sea hasta del 50 por ciento, como estima el censo anual de cultivos ilícitos que hace la ONU en Colombia.

¿Cuál es entonces la mejor opción? Primero, entender que si el problema es complejo, la solución también tiene que serlo. Más que cambiar la coca por la yuca, tenemos que garantizar las condiciones que permitan que ese proyecto de vida legal sea viable: que tengan agrónomos que les brinden asistencia técnica, que tengan vías, que tengan acceso a préstamos. Es decir, si no es integral, no funciona.

Ese modelo es el que ha permitido que funcionen modelos como el de Corseda, una cooperativa de 200 familias que cultiva el gusano de la morera en el norte del Cauca y que luego fabrica la seda con que trabaja sus textiles la reconocida diseñadora colombiana Mónica de Rhodes. Pero necesitamos más cocaleros convertidos en sericultores y en emprendedores en todo el país.

Por eso, el Acuerdo Final de Paz firmado en La Habana hace énfasis en que la solución al problema de las drogas pasa por ayudar a los cocaleros a encontrar actividades legales, entendiendo que eso solo se logra con desarrollo integral del campo.

Ayudarlos a ellos, que son los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico, permite a su vez que el Estado concentre sus esfuerzos en los actores donde sí está la plata y donde está el crimen organizado.

El problema es que, aunque esto lo sabemos hace años, nunca lo hemos hecho con la integralidad que requiere.

Por Andrés Bermúdez