Cada día, desde mi apartamento, reparo la salida del sol y observo, lleno de incertidumbres y melancolías, un amanecer tal vez sin futuro, pero, aun así, no dejo escapar la esperanza. Me queda muy visible la cordillera oriental en cuyos límites con Venezuela se enmarca sobre ella el cerro “Pintao”, y cuando por la izquierda emerge sonriente ese sol embriagador, rezo un Padrenuestro dándole gracias a Dios por haberme dado la oportunidad de ser hijo de estas tierras provincianas. Aprovecho la aurora para otear en la lejanía las siluetas de Villanueva y Urumita, que aun confundidas con los rescoldos de las bombillas eléctricas, el paisaje se hace agradable, pero a la vez nostálgico, cuando a mi mente llegan los recuerdos con soplos del afecto, también con fogonazos como rayos del tiempo que se detienen en mi memoria, que abrazada por las penumbras dibujan las desgracias sucedidas, pero que llenaron con el estoicismo a los habitantes de aquellos tiempos.
La ley del afecto prima sobre las desgracias y es así como revivo la imagen de Rafael Antonio Amaya, uno de los padres de la educación regional, de Juan Félix Daza con sus temas agradables e historias increíbles que ponían siempre de manifiesto la ingenuidad provincial; de un Chico Daza como dueño y esclavo de su silencio; de un Chema Aponte con sus enseñanzas gramaticales confundidas con las más altas fórmulas matemáticas; de un Julio, Guillermo y Beltrán Orozco, poetas del repentismo con salidas agradables, del verso culposo y del soneto inmortal.
De un Emiliano Zuleta cantando a dicho cerro “que le quedaba de aquel lado haciendo frente a su roza y en el cual extasiaba su vista”; de un Tite Socarrás que sucumbió en defensa del honor y la palabra de hombre; de las fiestas interminables de un Enriquito Orozco, el alma de muchos; de las apariciones frecuentes de un Toño Salas y Leandro Díaz, que llenaban el ambiente de ilusiones irresponsables amparadas por la música con versos que penetraban el alma hasta exprimirles lágrimas a los corazones más tristes y alimentar de sonrisas a las almas más rebeldes; además se rendía homenaje el 2 de febrero a la virgen de la Candelaria cuando en las famosas galleras con el efecto de un par de whiskeys y estrenos de canciones costumbristas, asaltaban a las almas enamoradas del amor y de la vida de parrandas, mujeres y de tragos, que como cantaba el viejo Poncho Cotes, olvidaban del dinero y de la responsabilidad del trabajo.
En las noches se oía la guitarra del bohemio padre de la amistad, interpretando alguna canción de Escalona, protagonista de una música nacida de las vivencias de sus amigos, que despertaba la fuerza emotiva del goce y el afecto.
Villanueva fue y es la tierra de los Martínez, Quintero, Dangond, Romero, Dávila, Zuleta, Meza, Socarrás, López, Olivella, Cabello, Torres, Mendoza, Mattos, Lafaurie, Lacouture, Acosta, Rodríguez, Celedón y muchos más. Familias que forjaron historia en fogones de tres piedras bajo un cielo de ilusiones, golpeando hachas de trabajo incansable, viendo volar las motas de algodón sin atraparlas, pero sin perder la esperanza.
Desde que conoció la música vallenata, el cerro “Pintao” se convirtió en un idilio para el general Omar Torrijos, presidente de Panamá, quien a través de Escalona aprendió a sentir esta tierra. Murió antes de conocer aquel monumento natural que el compositor quiso mostrarle.
Hoy me queda la sensación de realidad, como cuentan Sara Daza y su esposo José Calixto Quintero, quienes aseguran haber visto una noche misteriosa al General, a Poncho Cotes y a Escalona en el patio de Cristinita, madre de Dina Luz y Egidio. Con guitarra en mano, cantaban a tres voces aquella estrofa:
Conocí al general en Panamá / Él me habló de su tierra y yo también / Sobre el cerro “Pintao” de Villanueva / Y me dijo: yo me voy con usted para esa tierra / Porque tengo deseos de parrandear / Pero estuvo de malas el general / Se perdió en un avión sobre la selva.
Pero el avión no se perdió sobre las selvas cercanas al cerro “Pintao”, porque este es un cerro donde el mal no existe, ni las sombras tampoco. Las sombras están a su espalda, del lado de Venezuela. En este lado, el cerro y sus fantasmas no tienen sombras: tienen canciones e historias que cuentan sus grandezas y sacrificios, donde la dignidad florece con pocas lluvias y con las brisas de la serranía que guarda el misterio eterno de Villanueva y Urumita.
Por Fausto Cotes N.












