¿Es común que alguien llore porque un maestro muere a miles de kilómetros de distancia? A mí me ocurrió, cuando escuché la noticia de la muerte de mi venerado Umberto Eco, estaba releyendo su último libro “Número Cero”, que todo periodista debería leer para palpar la genialidad de adelantarse a los acontecimientos a base de […]
¿Es común que alguien llore porque un maestro muere a miles de kilómetros de distancia? A mí me ocurrió, cuando escuché la noticia de la muerte de mi venerado Umberto Eco, estaba releyendo su último libro “Número Cero”, que todo periodista debería leer para palpar la genialidad de adelantarse a los acontecimientos a base de suposiciones o para engrosar la polémica que ha suscitado en los medios de comunicación. Aquí lo tengo y una que otra lágrima, no sensiblera, sino sensible, pugna por salir; cuando uno es mayor la sensibilidad se resquebraja como un muro que ataja el agua y se agrieta con los años, se desparraman los sentimientos que los jóvenes no los entienden, mejor dicho, que nadie nos los entiende.
Conocí al maestro lejano cuando leí ‘El nombre de la rosa’, un libro que le presté a un ‘activista cultural’ y que nunca me ha devuelto; luego seguí a Umberto Ecco en los libros que pude conseguir: El Péndulo de Foucault, El Cementerio de Praga, Confesiones de un joven novelista; artículos y columnas, y lógico, lo seguiré leyendo.
A Umberto Eco, el filólogo, lingüista, sociólogo, filósofo, novelista, maestro se la semiología, los lectores lo van a encontrar por estos días en notas de prensa de todo el mundo, en sus libros y repetirán sus frases contundentes, lapidarias.
Ya no tendré a quién preguntar; se extrañarán, pero sí, no lo conocí físicamente, pero le hacía constantes preguntas cuando lo leía, “¿Y por qué esto así maestro?” La repuesta la encontraba en un párrafo más allá, bien avanzado el texto. Es bueno hablar con el escritor en las páginas de sus libros, parece algo de locos, pero no, es la comunión del que lee con el que pasó tiempo poniendo por escrito su sabiduría. ¿Cuándo no existe esa comunión? Muchas veces, cuando el lector, en todo su derecho, lee libros sencillos, a veces los lee sin interesarse por quién la escribió; alguien me dijo, cuando compré El Número Cero, ese autor es muy denso, sonreí y le contesté: es muy profundo; esa persona compró el de una escritora de ‘best seller’, perfecto, uno lee lo que le gusta.
Eco lo afirma, y lo cito para corroborar esto último que he escrito: “La comprensión y el análisis de un texto dependen de la cooperación interpretativa entre el autor y el lector y no de la preparación de unas estructuras subyacentes, fijadas de una vez por todas.”
Hablar del maestro Umberto Eco es hablar de un universo, que al medrar en él se encuentran sorpresas profundas que harán comprender eso que es la vida, que él definía como “… la sombra de un sueño fugaz”; esos mínimos detalle que nos afecta en el trascurso de nuestros días, de nuestras horas, y no nos damos cuenta.
Seguiré preguntándole, Maestro, ya no con la certeza de que detrás de sus libros esté su vida palpitante, pero sí con el convencimiento de que sus respuestas serán eternas.
¿Es común que alguien llore porque un maestro muere a miles de kilómetros de distancia? A mí me ocurrió, cuando escuché la noticia de la muerte de mi venerado Umberto Eco, estaba releyendo su último libro “Número Cero”, que todo periodista debería leer para palpar la genialidad de adelantarse a los acontecimientos a base de […]
¿Es común que alguien llore porque un maestro muere a miles de kilómetros de distancia? A mí me ocurrió, cuando escuché la noticia de la muerte de mi venerado Umberto Eco, estaba releyendo su último libro “Número Cero”, que todo periodista debería leer para palpar la genialidad de adelantarse a los acontecimientos a base de suposiciones o para engrosar la polémica que ha suscitado en los medios de comunicación. Aquí lo tengo y una que otra lágrima, no sensiblera, sino sensible, pugna por salir; cuando uno es mayor la sensibilidad se resquebraja como un muro que ataja el agua y se agrieta con los años, se desparraman los sentimientos que los jóvenes no los entienden, mejor dicho, que nadie nos los entiende.
Conocí al maestro lejano cuando leí ‘El nombre de la rosa’, un libro que le presté a un ‘activista cultural’ y que nunca me ha devuelto; luego seguí a Umberto Ecco en los libros que pude conseguir: El Péndulo de Foucault, El Cementerio de Praga, Confesiones de un joven novelista; artículos y columnas, y lógico, lo seguiré leyendo.
A Umberto Eco, el filólogo, lingüista, sociólogo, filósofo, novelista, maestro se la semiología, los lectores lo van a encontrar por estos días en notas de prensa de todo el mundo, en sus libros y repetirán sus frases contundentes, lapidarias.
Ya no tendré a quién preguntar; se extrañarán, pero sí, no lo conocí físicamente, pero le hacía constantes preguntas cuando lo leía, “¿Y por qué esto así maestro?” La repuesta la encontraba en un párrafo más allá, bien avanzado el texto. Es bueno hablar con el escritor en las páginas de sus libros, parece algo de locos, pero no, es la comunión del que lee con el que pasó tiempo poniendo por escrito su sabiduría. ¿Cuándo no existe esa comunión? Muchas veces, cuando el lector, en todo su derecho, lee libros sencillos, a veces los lee sin interesarse por quién la escribió; alguien me dijo, cuando compré El Número Cero, ese autor es muy denso, sonreí y le contesté: es muy profundo; esa persona compró el de una escritora de ‘best seller’, perfecto, uno lee lo que le gusta.
Eco lo afirma, y lo cito para corroborar esto último que he escrito: “La comprensión y el análisis de un texto dependen de la cooperación interpretativa entre el autor y el lector y no de la preparación de unas estructuras subyacentes, fijadas de una vez por todas.”
Hablar del maestro Umberto Eco es hablar de un universo, que al medrar en él se encuentran sorpresas profundas que harán comprender eso que es la vida, que él definía como “… la sombra de un sueño fugaz”; esos mínimos detalle que nos afecta en el trascurso de nuestros días, de nuestras horas, y no nos damos cuenta.
Seguiré preguntándole, Maestro, ya no con la certeza de que detrás de sus libros esté su vida palpitante, pero sí con el convencimiento de que sus respuestas serán eternas.