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Las heridas que heredamos: trauma intergeneracional y patrones familiares

Las heridas que no se nombran se heredan. Sanar no es culpar, es comprender, mirar atrás con compasión y decidir que con nosotros se detiene la historia del dolor.

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A veces, sin entender del todo por qué, reaccionamos con una intensidad que nos sorprende, lloramos ante algo pequeño, evitamos ciertos temas, sentimos miedo al abandono, necesidad de control o culpa por descansar, y cuando nos detenemos a observar, notamos que esas emociones no siempre nacen en nosotros: muchas veces son parte de las heridas que heredamos.

Existen historias que no vivimos, pero que igual nos habitan, heridas que no comenzaron en nuestra generación, sino en las de nuestros padres, abuelos o incluso bisabuelos. Son los duelos no resueltos, los miedos no hablados, las emociones reprimidas que se transmiten de forma invisible, pero muy real. Este fenómeno, conocido como trauma intergeneracional, nos muestra que el dolor también puede heredarse.

Crecimos viendo a nuestros padres ser fuertes, resistir, callar, seguir adelante; ellos hicieron lo mejor que pudieron con las herramientas que tenían, sin embargo, muchas veces esa fortaleza fue una manera de sobrevivir, no de sanar, y cuando no se sana, se repite. Hijos que crecieron en entornos donde el amor se expresaba con sacrificio, tienden a vincular afecto con sufrimiento; quienes fueron educados con rigidez, muchas veces se vuelven exigentes consigo mismos; quienes vieron silencio ante el dolor, aprenden a callar lo propio.

No heredamos solo rasgos físicos o costumbres familiares, también formas de sentir y de relacionarnos. A veces, detrás de una persona que busca constantemente aprobación, hay generaciones enteras que no se sintieron vistas; detrás de quien teme perder a los demás, puede haber una historia de abandonos o pérdidas no elaboradas; detrás de quien no se permite descansar, puede haber un linaje acostumbrado a sobrevivir, no a disfrutar.

Sanar lo que heredamos no significa culpar, significa comprender que muchas de nuestras conductas no surgieron de la nada; son respuestas que tuvieron sentido en otro tiempo, pero que hoy ya no nos sirven.

Mirar atrás con compasión es un acto de amor, es entender que nuestros padres también fueron hijos de sus propias heridas, que las carencias emocionales que recibimos no siempre fueron por falta de amor, sino por falta de herramientas. Si no aprendieron a hablar de lo que dolía, fue porque a ellos tampoco se los enseñaron.

Romper un patrón familiar no es una traición, es una forma de evolución, es decidir conscientemente actuar distinto, decir: “conmigo se detiene esta historia.” No es fácil, porque al principio duele ver lo que antes se evitaba, pero cuando uno se permite sentir, comprender y perdonar, lo que antes dolía, ahora enseña; lo que antes pesaba, ahora se transforma.

La terapia, el autoconocimiento y la conversación abierta dentro de las familias son caminos valientes para iniciar ese proceso. No se trata de revivir el pasado con dolor, sino de mirarlo con conciencia, porque lo que no se mira, se repite; y lo que se comprende, se sana.

Sanar nuestras heridas es también sanar las de quienes vendrán. Cuando una persona se atreve a hacer las paces con su historia, cambia toda la narrativa de su linaje. Romper el silencio, aprender a poner límites, permitirnos sentir y hablar sin miedo, es la mejor herencia emocional que podemos dejar.

No elegimos lo que heredamos, pero sí podemos elegir qué dejamos, y tal vez esa sea la enseñanza más profunda: no somos responsables del dolor que recibimos, pero sí de la paz que decidimos construir.

Las heridas que heredamos nos marcan, pero no nos definen. Podemos convertirlas en fuerza, sabiduría y conciencia, y cuando lo hacemos, no solo sanamos nosotros: sanan también quienes vinieron antes y los que vendrán después.

Por: Daniela Rivera Orcasita

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