Cada época produce sus propios conversos. En la política, ellos son los personajes que, después de haber avalado las decisiones que hoy condenan, se presentan ante la opinión pública con el gesto lavado de los redimidos. Hablan con una pureza impostada, como si no hubiesen sido parte de lo que ahora denuncian. Pero el tiempo, cuando se le mira con la serenidad de la razón, revela que nada hay más parecido a la falsedad que el arrepentimiento convenido.
La política, que alguna vez fue el escenario de la deliberación racional, se ha convertido en un teatro de máscaras donde los actores cambian de rostro según la temporada electoral. Ayer fueron gobierno, hoy son oposición; ayer callaron ante los abusos, hoy exigen transparencia; ayer defendieron la arbitrariedad, hoy declaman justicia. Su discurso no nace de la convicción, sino del cálculo. Son moralistas de coyuntura, profetas de la contradicción, sacerdotes del cinismo público.
Y no se trata de negarles la palabra —la democracia se nutre de voces, incluso de aquellas que contradicen su pasado—, sino de desnudar la impostura que las sostiene. Porque hay algo profundamente irritante en verlos pontificar sobre ética pública cuando su propio historial es un catálogo de silencios, de omisiones y de complicidades. La incoherencia no es una falta menor: es una fractura moral que erosiona la confianza de los ciudadanos y empobrece el sentido mismo de lo político.
En ciudades como Valledupar, donde la política local es una extensión del clientelismo y la memoria colectiva suele ser rehén de la costumbre, estos conversos encuentran terreno fértil. Saben que la indignación es corta y que el olvido se impone con la facilidad de un nuevo eslogan. Creen que la ciudadanía habita una tierra sin memoria, donde todo se perdona y nada se recuerda. Subestiman al ciudadano que observa, al que no se deja seducir por el histrionismo del arrepentido ni por la teatralidad de su mea culpa. Confunden el perdón con la desmemoria y el silencio con la aprobación.
El fenómeno no es nuevo. En cada ciclo político aparecen los mismos rostros con distintas banderas, los mismos discursos adornados con nuevos vocablos. Han aprendido el arte de la reinvención, no como ejercicio de autocrítica, sino como estrategia de supervivencia. Se visten de moralistas cuando el barco se hunde, y de pragmáticos cuando el poder los cobija. No representan ideas, sino intereses; no defienden principios, sino oportunidades. Son los apóstoles del relativismo político, aquellos que hacen de la incoherencia una forma de talento.
Pero la coherencia, aunque suene anticuada en tiempos de discursos instantáneos, sigue siendo un valor público. La confianza —ese bien intangible del que depende toda vida democrática— solo se construye con consistencia, con la continuidad entre lo que se dice y lo que se hace, con la valentía de sostener los principios incluso cuando se tornan incómodos. La política sin coherencia es puro espectáculo, y el espectáculo, cuando sustituye a la ética, se convierte en farsa.
De poco sirven las indignaciones de ocasión si no se traducen en compromiso. Los verdaderos reformadores no son los que gritan más alto, sino los que son capaces de mantenerse fieles a una causa cuando el aplauso se extingue. Los otros, los que solo aparecen en temporada electoral, son pasajeros de sí mismos: sombras que se proyectan sobre la opinión pública y desaparecen cuando llega la responsabilidad. La palabra, en ellos, se vacía de sentido; ya no comunica convicciones, sino estrategias. Por eso el lenguaje político se ha degradado: porque perdió el vínculo entre lo dicho y lo hecho, entre la promesa y la acción.
En Valledupar, como en muchas otras ciudades, urge recordar que la memoria ciudadana es la primera forma de resistencia. No se trata de rencor ni de revancha, sino de dignidad cívica; de impedir que la historia se repita bajo nuevos nombres. La política se transforma no solo desde el poder, sino desde la conciencia colectiva que decide no ser cómplice del olvido. Es tarea del ciudadano cultivar la memoria como un acto moral, resistir el embrujo del discurso fácil y exigir la coherencia como condición de lo público.
Quizá algún día comprendamos que no hay redención posible para quien solo cambia de discurso, no de conciencia. Porque, como escribió Albert Camus, “la verdadera generosidad hacia el futuro consiste en entregarlo todo al presente”. Y en la política, ese presente se llama coherencia.
Porque en tiempos donde la palabra se devalúa y el cinismo se disfraza de virtud, la verdadera revolución no está en los discursos nuevos, sino en los principios que no cambian.
Por: Jesús Daza Castro





