Por Julio Mario Celedón
De los tantos recuerdos agradables que conservo de mi infancia, los más recurrentes son los de mis visitas a la vieja casona de mis abuelos maternos Ulises y Pacha, a quien cariñosamente sus nietos llamábamos “Yeye” y “Mama” respectivamente. Allí podía necear a mis anchas y en mi inquietud y curiosidad de niño, podía registrar y esculcar a mi antojo cada recoveco de la casa bajo la complicidad de mi abuela, mi lugar preferido era el closet de mi hermano mayor, (quien prácticamente vivía en casa de mis abuelos) en donde había un verdadero tesoro, cientos y cientos de revistas de historietas, las cuales en ese entonces, nosotros llamábamos “paquitos”, él coleccionaba especialmente las del Santo “El enmascarado de plata” superhéroe mexicano que cautivaba a grandes y a chicos, un luchador que no solo se enfrentaba en el ring con rudos contrincantes sino que fuera de él, luchó hasta con la muerte misma literalmente; al igual que las de Kaliman “El hombre increíble”, las cuales también compilaba. De allí creo que comenzó mi afición por la lectura, yo alcancé a coleccionar las historietas de personajes como Memín, Samurái y Rarotonga, recuerdo que los martes apenas salía de clases corría a la droguería Novena de propiedad de Orlando Nieves, que era el puesto de revista más cercano, a comprarlas.
Estas publicaciones despertaron en mí, el hábito de leer y en el colegio comencé a aficionarme a la verdadera literatura Universal y conocí la obra de Julio Verne, García Márquez, Víctor Hugo, Vargas Llosa y Saramago, entre otros.
Gracias a Dios aún conservo este buen hábito y les confieso que mi libro de cabecera es la Biblia, pero observo con preocupación y tristeza cómo día a día se va perdiendo en las nuevas generaciones esta sana y valiosa costumbre, pues hoy, los jóvenes prefieren internarse en el ciberespacio que tomar un libro en sus manos, incluso en la última década dos prestigiosas librerías abrieron sus puertas en la ciudad y tuvieron que cerrar ante una inminente quiebra, los puestos de revistas también han ido desapareciendo como por arte de magia. Es cierto que el mundo gira y la tecnología avanza, pero la Internet jamás podrá remplazar el placer que nos produce sentarnos e incluso acostarnos, tomar un buen libro en nuestras manos y deleitarnos con esa “golosina”, la compenetración, el contacto físico, incluso el olor a tinta del empaste y sus páginas son efectos que jamás nos producirá ni nos permitirá percibir y disfrutar una pantalla de un computador.
Hago un llamado a los directivos de planteles y universidades para que comiencen a despertar nuevamente el gusto por esta importante práctica, recordando que esta conducta es un hábito que no se impone sino que se inculca, se siembra, se “contagia” y es la verdadera “cura” contra la ignorancia, además porque “quien lee, vive mil vidas antes de morir, quien no, vive solo una”.












