Cortísimo Metraje Por Jarol Ferreira Acosta “Si somos obedientes las silenciosas flores nos hablarán al oído”. Onitsura Me tomó un poco más de veintisiete años escribir este artículo que, sin embargo, no deja de ser una desechable columna dominical; aunque represente una muestra de la persistencia de lo infinito en medio de lo efímero […]
Cortísimo Metraje
Por Jarol Ferreira Acosta
“Si somos obedientes las silenciosas flores nos hablarán al oído”. Onitsura
Me tomó un poco más de veintisiete años escribir este artículo que, sin embargo, no deja de ser una desechable columna dominical; aunque represente una muestra de la persistencia de lo infinito en medio de lo efímero que puede resultar incluso la vida de alguien.
Las hojas muertas de los árboles rodaban sobre el estacionamiento para visitantes, frente al Cementerio Central de Valledupar, apretujándose en las esquinas del andén. Algunas habían permanecido horas atrapadas entre el follaje del que se desprendieron antes de caer al piso y acurrucarse junto a unos papelitos arrojados al aire que la brisa arrastró hasta ahí. Eran hojas que habían perdido su brillo y elasticidad, pasando de verdes a sienas y ocres, al beberse el sol y el viento su humedad.
Adentro reinaba un silencio no impuesto que fastidiaba, salido de la nada; un sepulcral zumbido de brisa que se alejaba. El ruido se fue a lugares de mayor ebullición, convirtiendo a las calles y carreras del cementerio en tumbas en las que sus visitantes parecíamos zombis. Llegué a la dirección indicada por el vigilante y busqué su nombre entre los de tantos que encontré anotados sobre las lozas. Terminé de leer los de un lado y, al voltear atrás, el primero que vi fue el suyo, grabado: José Eduardo Acosta Lacouture.
Pocas personas de mi infancia me generaron tanta influencia. Si quieren saber de un personaje de la generación X él fue uno de sus inequívocos representantes, sólo que a su amor por el peligro se le agrega algo más, también era un preadolescente de una energía tan explosiva que lo condujo, a toda velocidad, hacia su prematura cita con la fatalidad. La intersección de la carrera novena y la calle doce fue el punto de encuentro, la motoneta que impactó contra el taxi era e iba tripulada por un amigo del colegio: Carlos Sánchez, que accedió a prestársela a cambio de que lo llevara a su casa y le presentara a su hermana. Excelente estudiante, excelente hijo, excelente amigo- y pretendiente de Ana Karina Acosta Lacouture, desde niña hermosa- Carlo duró en coma unas horas (¿días?) antes de morir. Pirulo falleció en el acto.
La espalda de un emblemático y viejo edificio del centro pretendía ignorar al cementerio. Nubes de temporal empezaban a sobrevolar las criptas, brotes silvestres de malezas entre las grietas del concreto anunciaban la proximidad de las primeras lluvias del año. Las migas de Jose – o Pirulo, como le decían en El Valle- estaban guardadas en un modesto sepulcro que abrigaba los restos de los huesitos que cimentaron su cuerpo. Frente a él, una flor artificial sobreviviente a la intemperie y al tiempo, descolorida, daba cuenta de las pocas visitas que el lugar recibía por parte de sus familiares y amigos. A finales de marzo el cementerio central de Valledupar es caliente y húmedo, por el sofocante cerco urbano y el tiempo que precede a los chubascos. Retiré la flor artificial y en su lugar coloqué un racimo de trinitarias silvestres, intentando inútilmente alegrar el cuadro.
Con la exhalación de su último suspiro dejó tatuada en mi memoria la cicatriz de su silencio pero, al revelarme con su partida un misterio tan ineludible como el viento para las hojas de los árboles, representó para mí un temprano encuentro con una de las verdades más concretas y despiadadas de la naturaleza: Algunas cosas toman más tiempo que otras.
Cortísimo Metraje Por Jarol Ferreira Acosta “Si somos obedientes las silenciosas flores nos hablarán al oído”. Onitsura Me tomó un poco más de veintisiete años escribir este artículo que, sin embargo, no deja de ser una desechable columna dominical; aunque represente una muestra de la persistencia de lo infinito en medio de lo efímero […]
Cortísimo Metraje
Por Jarol Ferreira Acosta
“Si somos obedientes las silenciosas flores nos hablarán al oído”. Onitsura
Me tomó un poco más de veintisiete años escribir este artículo que, sin embargo, no deja de ser una desechable columna dominical; aunque represente una muestra de la persistencia de lo infinito en medio de lo efímero que puede resultar incluso la vida de alguien.
Las hojas muertas de los árboles rodaban sobre el estacionamiento para visitantes, frente al Cementerio Central de Valledupar, apretujándose en las esquinas del andén. Algunas habían permanecido horas atrapadas entre el follaje del que se desprendieron antes de caer al piso y acurrucarse junto a unos papelitos arrojados al aire que la brisa arrastró hasta ahí. Eran hojas que habían perdido su brillo y elasticidad, pasando de verdes a sienas y ocres, al beberse el sol y el viento su humedad.
Adentro reinaba un silencio no impuesto que fastidiaba, salido de la nada; un sepulcral zumbido de brisa que se alejaba. El ruido se fue a lugares de mayor ebullición, convirtiendo a las calles y carreras del cementerio en tumbas en las que sus visitantes parecíamos zombis. Llegué a la dirección indicada por el vigilante y busqué su nombre entre los de tantos que encontré anotados sobre las lozas. Terminé de leer los de un lado y, al voltear atrás, el primero que vi fue el suyo, grabado: José Eduardo Acosta Lacouture.
Pocas personas de mi infancia me generaron tanta influencia. Si quieren saber de un personaje de la generación X él fue uno de sus inequívocos representantes, sólo que a su amor por el peligro se le agrega algo más, también era un preadolescente de una energía tan explosiva que lo condujo, a toda velocidad, hacia su prematura cita con la fatalidad. La intersección de la carrera novena y la calle doce fue el punto de encuentro, la motoneta que impactó contra el taxi era e iba tripulada por un amigo del colegio: Carlos Sánchez, que accedió a prestársela a cambio de que lo llevara a su casa y le presentara a su hermana. Excelente estudiante, excelente hijo, excelente amigo- y pretendiente de Ana Karina Acosta Lacouture, desde niña hermosa- Carlo duró en coma unas horas (¿días?) antes de morir. Pirulo falleció en el acto.
La espalda de un emblemático y viejo edificio del centro pretendía ignorar al cementerio. Nubes de temporal empezaban a sobrevolar las criptas, brotes silvestres de malezas entre las grietas del concreto anunciaban la proximidad de las primeras lluvias del año. Las migas de Jose – o Pirulo, como le decían en El Valle- estaban guardadas en un modesto sepulcro que abrigaba los restos de los huesitos que cimentaron su cuerpo. Frente a él, una flor artificial sobreviviente a la intemperie y al tiempo, descolorida, daba cuenta de las pocas visitas que el lugar recibía por parte de sus familiares y amigos. A finales de marzo el cementerio central de Valledupar es caliente y húmedo, por el sofocante cerco urbano y el tiempo que precede a los chubascos. Retiré la flor artificial y en su lugar coloqué un racimo de trinitarias silvestres, intentando inútilmente alegrar el cuadro.
Con la exhalación de su último suspiro dejó tatuada en mi memoria la cicatriz de su silencio pero, al revelarme con su partida un misterio tan ineludible como el viento para las hojas de los árboles, representó para mí un temprano encuentro con una de las verdades más concretas y despiadadas de la naturaleza: Algunas cosas toman más tiempo que otras.