Corrían por las cortes de Europa difusas noticias de los reinos del Preste Juan, aumentadas por boca de los mercaderes florentinos y venecianos en su mayoría, que hacían travesías hacia Catay, Cipango y la India, movidos por la codicia de ganancias generosas.
En 1830, sola, vestida de varón, pobre y virgen, murió en su ley entre sus asnos y mulas de carga.
Un día de 1852, un año después de la liberación de los esclavos en Nueva Granada, se supo en las callejas de la vieja ciudad, que, de un navío atado a los estacones del malecón, había descendido a tierra López de Santana, general que había sido presidente de Méjico, quien llegaba en su segundo exilio a su casa de Turbaco.
Tomado del libro ‘Manuscritos de Buhardilla’, de Rodolfo Ortega Montero.
Otros adictos a estos temas escabrosos vislumbran en sus apuntes que se trató de una fabulación sarcástica eso de la papisa, debido al degradado ambiente moral que vivía la corte papal para la época de los acontecimientos.
No bien había amanecido cuando a través del hilo telefónico me dieron la noticia del atentado contra él, a quien sus asesinos a mansalva y amparados en la penumbra de la hora esperaron en las inmediaciones de su casa.
Eran fantasmas del pasado que con él vivían. Por muchos días había estado malhumorado en un terco silencio cundo le llegó la nueva de la muerte del general Francisco de Miranda, sepultado vivo en un calabozo de La Carraca, tenebroso presidio de Cádiz. Ese era el recuerdo que más le dolía.
De este Conde de Cuchicute (nombre indígena guane tomado de una quebrada) quedaron anécdotas contadas por tradición oral unas, y escritas otras, sobre las rarezas y episodios pintorescos, algunos lamentables.
Desde los siete años tenía tendencia al misticismo. A los doce cumplidos, sus padres le planearon matrimonio, pero ella rehusó la idea con repugnancia. Un día, mientras oraba de rodillas, una paloma blanca posó sobre su cabeza. Su padre, entonces, entendió como presagio el suceso.
El abogado Zurita era consciente de su ruina y del descrédito de su buen nombre. Abrió la gaveta de su escritorio y acarició el frio metal de una pistola de llave. María Emma, su secretaria de antesala, se estremeció con el trueno seco de un arma.
Debió tener Cerveleón Padilla Lascarro una mente organizada como lo atestigua la prolijidad de sus archivos, en los cuales, de su puño y letra existen datos de su época, y documentos inéditos donde Cacua Prada abrevó para escribir sobre este sorprendente cesarense.
Extracto de un capítulo de la obra ‘Crónicas de Antier', de Rodolfo Ortega Montero.
Ya se van posando sobre los palos de las gavias y de los juanetes del buque. Llama por sus nombres a los últimos tres hombres de su tripulación, y nadie le da voz de respuesta. Infla sus pulmones con todo el aire que pudieron atrapar, y con suavidad su dedo pisa el gatillo de un mosquete cuya boca sitúa debajo de su barbilla. Espantada sobre el mar, la turba de gallinazos voló con torpeza cuando el estruendo de la descarga trepidó en el disuelto cristal del nuevo día.
Entonces se avivaron los vítores al doctor Iguarán por toda la gente presente allí en el recibimiento. El varitillero explotaba en el cielo, sin tregua, cohetillo tras cohetillo de pólvora negra. Es entonces cuando el doctor Iguarán, ya metido entre sus copartidarios que lo saludaban, dijo: - “¡Ala! ¿Luego en este vuelo viene algún ministro?”.
Si existiera un culto a los bienhechores de la humanidad, la religión del positivismo propuesta por Augusto Comte, lo cierto es que Montesinos, Las Casas, Sandoval y Pedro Claver también fueran héroes o santos.
Lo veían sin camisa desnudo de dorso y descalzo, en un ir y venir de vagancia desprevenida por las calles enfangadas de aquel pueblo de ribera. Nadie lo conocía, ni tampoco alguno sabía de dónde había aparecido. Por su rostro inexpresivo, siempre con aire de estar en un mundo afuera, no llamó la atención de la gente más allá del comentario de que ese loco no era de aquellos lugares.
La ciudad era un polvorín dividido entre Capuletos y Montescos. La escalada de incidentes menudeaba. De súbito, Su señoría, detuvo su paseo de reflexiones. Había que tomar el Convento de Santa Clara, nido en el cual se incubaba todo el mal que tenía en zozobra a la gente de la ciudad.
Se ha discutido si los Reyes Magos eran sacerdotes del mazdeísmo, culto religioso de la antigua Persia, de donde la religión judaica, posterior a aquella, tomó varios elementos. Alguna afinidad había entre los dos credos, aún después de que el mazdeísmo fue transformado por las enseñanzas de Zoroastro o Zaratustra, el profeta persa.
Varios meses más tarde, Pedro Batata, el cajero que vivió una noche de hechizo, supo, por la suerte que le leyeron en los rastros de borra de un pocillo de café, que todo había sido planeado por unos amigos del pueblo de los higuitos de tupidas ramazones, en alianza con algunas amigas volantonas, para reírse de los ridículos trances cuando lo convirtieron en un muñeco de trapo.
Cada año, el 29 de abril, Francisco Valle sacaba de su faltriquera su reloj de leontina. Cuando marcaba las nueve de la mañana, no antes, entraba al templo de Santo Domingo. Entonces su atavío era un liqui liqui blanco de lino inglés con botonadura de oro, unos botines de charol negro y sobre el pecho las tres medallas que había ganado entre el humo de las batallas cuando su partido necesitó de su brazo armado.
Como era de su hábito llegar antecedido en el tiempo a la cátedra, se hicieron más a menudo las cortas conversaciones logradas antes de su hora de magisterio. Un día censuró con benevolencia mi retraso en el encuentro, entonces entendí para mi satisfacción, que no le era inoportuno y que él no estaba evadido de nuestro mundo en su mundo abstracto, y que no poseía la rigidez fría y engominada de los tratadistas y pensadores de altos vuelos.