Publicidad
Categorías
Categorías
Crónica - 29 mayo, 2021

Los cofres de la Idelfonsa

El abogado Zurita era consciente de su ruina y del descrédito de su buen nombre. Abrió la gaveta de su escritorio y acarició el frio metal de una pistola de llave. María Emma, su secretaria de antesala, se estremeció con el trueno seco de un arma.

El tesoro fue ocultado.
El tesoro fue ocultado.

Costa de Normandía, invierno de 1673.

El señor Santillán no remontaba los 30 años y ya era un curtido hombre de mar. En mesones y tabernas de la costa normanda, sus amigos le pedían una y otra vez que repitiera su relato. Era él un visitante de una hostería de Cateret, poblado costero, que para ese invierno donde pasaba el tiempo entre un grupo de parroquianos que hablaban de mares, de veleros y lugares remotos del mundo. 

El ambiente era glacial y oscuro pese a los faroles con aceite de ballena que pendían de los muros ennegrecidos de hollín. Un mesonero con mandil de cuero, auxiliado por su mujer, atendía a los pescadores y marinos retirados del oficio entre el humo del nuevo vicio de tabaco y jarras de capitoso vino tinto, que desfogaban sus nostalgias de travesías marinas, contrabandos y asaltos de piratas.

Felipe Santillán, con el cuello alzado de un chaquetón de cuero y un gorro de lana, ocupaba el relato de su vida pasada. Así era la punta de su historia: “Doce años serían los míos para la fecha de aquellos sucesos. Dos tíos, ánimas bendecidas porque difuntos son, me dieron amparo por la condición de orfandad a que me llevó la muerte de mis padres Catarino Santillán y Micaela Barrionuevo. Vivíamos en Cartagena de Indias, un puerto caribe del Virreinato de Nueva Granada, allá en una esquina del mundo. Uno de mis tíos se fue al Perú y nunca se supo más de él. El otro murió de flato. Al garete de la caridad pública quedé pero el prior de un convento de San Agustín me recogió y allí ayudaba en labores de panadero. Otro día los monjes recogieron limosna y con ella me pagaron camarote en La Idelfonsa, velero de tres mástiles y velas cuadradas que volvía a Cataluña, donde vivía la otra parte de mi parentela.

Quisieron los malos hados que a ese navío se le quemara el castillo de popa por el descuido de un grumete, de tal suerte que no pude hacer parte de los diez y seis buques de carga que salían a mar abierto escoltados por fragatas y galeones erizados de cañones, del rey de las Españas. Entre las bodegas de los buques de carga que llevaban azúcar, cordobanes y maderas, también iban cofres de oro, plata y pedrería, que llegaba a ese puerto con los quintos del rey, los pagos de alcabalas y demás tributos que venían de otras gobernaciones de las minas de tierradentro, y aún de Perú y Chile, cuyos barcos subían a Panamá y a lomo de mulos cruzaban la selva que en ese itsmo los separaba de la costa Caribe.

De allí eran enviados a Cartagena y de esta ciudad a España.  Cuando había una cantidad mayor de riqueza concentrada, la Armada del rey levantaba anclas y por la llamada ruta de los galeones se venía mar a mar para los puertos españoles.

Pese a la prisa de carpinteros para reparar el incendio de La Idelfonsa, los almirantes de esas naos alzaron lonas para irse a la travesía, sin ella. Dos días después, el 16 de marzo de 1672, día de San Cipriano confesor y mártir, zarpó La Idelfonsa en el intento de alcanzar a la Armada, antes de que llegaran al puerto de La Habana. Habíamos hecho navegación con buen semblante de mar, pero a la hora en que la tarde moría, en el tercer día, el vigía que estaba en la cofa del palo mayor por el ojo del catalejo divisó unas puntas de velas en el confín. Fermín de Valdehoyos, que así se llamaba nuestro capitán, tomó la decisión de mirar en redondo, ya que por las señas que daba el vigía, los buques asomados en el horizonte no eran los de nuestra Armada. Lo más probado era que fueran navíos de una escuadra de salteadores de mar.

A todo trapo se tomó el rumbo de regreso. El piloto desvió unos grados a babor para buscar unas costas deshabitadas que en las cartas de navegación llamaban Territorios de la Guajira, donde pudiera encontrar escondrijo en alguna rada o ensenada por aquellas playas.

Al amanecer mantuvimos nuestro curso con tierra a la vista, hasta que avistamos una entrada que parecía apropiada para nuestro ocultamiento. Cinco hombres bajaron a tierra para explorar el lugar y para esconder muchas cajas clavetiadas, que supuse eran de algo muy valioso que se trataba de ocultar. Treinta días esperamos la vuelta de ellos y del capitán, pero nunca aparecieron. Entonces el primer oficial tomó la resolución de salir hacia la ruta de Cartagena. 

Dos días llevábamos navegando de bolina, cuando dos fragatas y un galeón artillado nos cerraron el paso. Unas señas de banderas nos ordenó la rendición. Era la gente de Juan David Nao el Olonés, el renombrado pirata. Me llevaron a la nave capitana. El Olonés era un hombre alto de cabellos rubios, con dos cicatrices que le partían los pelos de la barba, lo que le daba una apariencia terrible. Él mismo me hizo preguntas, y compadecido de mí, me dejó a su servicio como mozo de cámara. 

Supe entonces que siendo un niño había sido raptado y vendido como siervo a un plantío de tabaco en Martinica. Cuando creció apuñaló a sus amos y se fugó para dar vida a sus legendarios hechos de asaltante de los mares. Los tripulantes nuestros fueron torturados obligándolos a tomar agua de mar y golpeándolos con un látigo, hasta cuando confesaron lo del escondite del tesoro. 

El Olonés dispuso volver al poniente de Río de Hacha, por la Sierra de los Tayronas, pero los parajes se confundían unos con otros. Cuarenta días duró la búsqueda hasta cuando el Olonés con el genio agriado dio orden de adelantar velas hacia otros destinos de asaltos. Después de ese episodio, me pasaron al Fontenay, un buque de velas latinas. Supe que al resto de nuestra tripulación los ataron de pies y manos y los tiraron por las amuras al mar para comida de los tiburones”.

Lea también: Aproximaciones históricas al origen de las bandas de viento en el Caribe colombiano

Felipe de Santillán, después mudaba sus recuerdos a otros escenarios de pillaje en la Florida y Maracaibo, con el consentimiento de monsieur La Place, gobernador francés de Haití. Sus evocaciones iban hasta una madrugada de bruma hasta que la quilla de fontenay se quebrantó  entre las peñas de un arrecife. 

Él había sobrevivido con otros tres, en un peñón desolado hasta cuando cuatro días más tarde fueron avistados por un navío holandés que contrabandeaba esclavos a Las Antillas. Dos meses después llegaron a Cheburgo, costa de Normandía, punto de escala de aquél buque que Dios había puesto en el rumbo del naufragio. Felipe de Santillán sabía que por haber sido un hombre del Olonés no podría volver a España pues la justicia lo obligaría a poner su cuello bajo el hacha del patíbulo. 

COSTA DE LA GUAJIRA, ABRIL DE 1850

Lucas Bantú entró en la espaciosa caverna. Él era un esclavo negro que se había fugado de su amo, Pedro de Zárate, en San Juan del Cesar, y hacía meses que vagaba por el territorio guajiro, sobreviviendo de su machete que quebraba peces en las quebradas, con los huevos de los nidos, comiendo iguarayas y los lagartos que pudiera atrapar en esa libertad con hambre. 

Había llegado al mar donde recogía camarones y almejas para su dieta, cuando en esa ganancia errabunda descubrió la caverna. Sería su refugio para las noches de vientos fríos, por eso, con un tizón se dio a explorar su vientre. Encontró unas arcas de tablas podridas de humedad. Arrancó parte de esa madera y entonces descubrió aquella maravilla que le desordenó su mente y su destino. Quitó telas deshechas y entonces, por sus pupilas entró la luz fría de un montón de monedas de oro y de pedrería como vidrios de colores.

Supuso que a los otros cofres de madera estarían repletos también de lo mismo. Se sentó un rato a llorar su fortuna y su desfortuna. Después de reflexionar tomó la decisión de volver a la casa del amo, pedirle perdón de rodillas y hacerle la propuesta de volverlo muy rico a cambio de su libertad y un poco de tierras para sembraduras, cría de gallinas y cabras. Tomó entonces los caminos que llevaban a las llanadas donde estaba asentada la Villa de San Juan.

Planicie de San Juan del Cesar, verano de 1850.

En medio de ladridos de perros y la gritería de las negras, Lucas Bantú entró a la casa del amo. Pidió a solas hablar con él para explicar lo que había visto. Una mochila con monedas y gemas lo convenció que Lucas no mentía. Era una fortuna caída del cielo. Pero algún pariente le había hecho llegar una carta del cónsul alemán, rogando posada para dos compatriotas herbolarios de una universidad de Maguncia, que recogían datos de la flora tropical, y preciso les había dado habitación en su casa de San Juan, donde tenían una pieza con álbumes repletos de flores y hojas disecadas.

Para armar una expedición a la cueva que decía el esclavo tendrían que buscar excusa ante ellos para no dar sospecha de nada. Fue fácil, pues les dijeron que iban a hacer un encierro de reses mostrencas entre los pliegues serranos, por el aviso que Lucas había traído, y que para esa región donde iban había especímenes raros para el estudio de su ciencia, por tanto podían ir juntos, pero más allá le indicarían el rumbo donde existía la flora dicha mientras Zárate, su esposa y el esclavo tomarían la supuesta ruta de las reses salvajes. 

La expedición se puso en marcha dos días más tarde. Tres días después, don Pedro les indicó a los herbolarios el paraje de las especies raras, y él y los suyos tomaron el camino de las reses montaraces. Andando camino, cuando el mar estaba a la vista, entre las lajas de unos promontorios toparon la entrada de la gruta.  El negro cimarrón no había mentido. Todo el afán fue cargar las mulas apenas con una décima parte de la fabulosa riqueza. Cuando estaban para arriar las bestias, un disparo salió de alguna parte y tumbó a Pedro Zárate, un segundo tiro fue para el negro y un tercero para Teresa de Zárate. 

Le puede interesar: El queso y los gusanos

El asesino se llevó las mulas cargadas para recoger a su discípulo que había dejado en afanes de lupas y herbarios. En adelante harían caminatas de noche y dormirían metidos en el monte durante las horas del día. Tomaron la ruta del sur con el ánimo de alcanzar en dos semanas la ribera limosa del río Grande de La Magdalena.

PLANICIES DEL VALLE DE UPAR, VERANO DE 1850

Picacho, que así era su apodo, había inclinado su taburete sobre una pared de su rancho donde vivía con un matrimonio de esclavos. Veía las luces cortas y rápidas de los relámpagos que parpadeaban entre las nubes ahumadas en los cerros lejanos. Pronto acabaría el verano. Sus oídos habituados a los silencios de la montaña donde tenía su labranza por el río Garupal, sintió las pezuñas de las bestias que venían y los ladridos de Lebrel, su perro, que se adelantaba al encuentro de la recua.

 Pronto se hicieron visible dos hombres con barba de días y remojados de sudor. El mayor de ellos saludó con acento áspero. Su pelo amarillo decía que era de otra parte del mundo. Pidió sitio para descansar unas horas, lo que fue consentido. Un tasajo de carne a la brasa con bastimentos de patio les fue servido. Después, el forastero de más edad le confesó a Picacho que la carga de las mulas eran pertrechos del Gobierno que él llevaba en secreto hacia Mompox, porque el país estaba incendiado en una nueva guerra civil, lo que no era extraño en esa época.

Dijo que sabía que lo venían siguiendo los enemigos del gobierno, por lo que le pidió a Picacho le dijera de un sitio seguro por aquellos parajes para ocultar las cargas. 

Deseoso de prestar un servicio ciudadano, este lo llevó a un sitio de una cueva en la que sobre su entrada había una piedra grande que movida por varas gruesas de madera, como palanca, podía ocasionar un derrumbe sobre la entrada. Allí bajaron la carga e hicieron ese procedimiento de taponar. El forastero mayor hizo un croquis del lugar y se lo guardó. El matrimonio de negros quedó con los pies hechos de piedra cuando vieron el fusil que disparaba sobre ellos. Picacho trató de abrir los ojos y no pudo porque la vida se le iba por un manantial de sangre que bebía la tierra sofocada por los ardores del verano.

Santafé de Bogotá, agosto de 1872.

Vecindad de Las Nieves, Calle del Hospicio, hogar del comerciante en vinos Nicolaus Kauffmam. Un telón de bruma arropa la madrugada. En la casa dicha se ven sombras a través de la celosía. Un carruaje se ha detenido en horas de la medianoche. Desciende el doctor Arellano, un galeno de la ciudad. Bien sabe que para el señor Nicolaus, la ciencia médica no tiene más recursos. Es cuestión de horas para ayudarlo a bien morir de la “gran viruela” que al otro lado se conoce como sífilis. 

El enfermo está en pleno uso de su conciencia postrado en un lecho de ropas blancas. Pide hablar con su hija en esa hora de agonía. Ella, postrada en un oratorio, es interrumpida por el galeno que le indica una última audiencia con su padre. Una confesión a ella le crispa los labios. Es algo muy importante e íntimo, solo para el oído de ella. A la mañana del día que vino, desde la espadaña de un convento capuchino doblaron los bronces con tañidos de duelo.

Santafé de Bogotá, septiembre de 1872.

Con un kriss de acero, Anna Kauffmam, abrió el sobre que extrajo de la biblia que le había indicado su padre moribundo. En el pliego que leyó supo que el verdadero nombre de su padre era Alfred Hiedler, nacido en un pueblito de la Baja Austria, que era estudiante de botánica en Maguncia, bajo la dirección del reputado sabio Karl von Hutten, y bajo su instrucción vino a Rio de Hacha. Con una carta del cónsul se metieron a la Tierra de los Taironas, hasta una vía con nombre de San Juan, al lado de un río que los indios de allí llamaban Zazari. Allí fueron acogidos por las bondades de los Zárate, quienes algún día les prometieron llevarlos a un lugar donde habría especies raras de flora, y ellos se fueron por otros caminos para encerrar ganado salvaje.

Lea también: Los cínicos: “No me tapes el sol”

 Que su mentor lo dejó sólo un día y al otro regresó con una carga diferente a plantas. Sin decirle palabra alguna, anduvieron lejos de poblados y aparecieron más al sur de los Reyes de Upar, en un fundo de un señor Picacho de nombre, quien los auxilió de posada y comida junto con un matrimonio de negros de él. Luego su maestro se ausentó con ellos, y regresó solo sin la carga de las mulas, salvo la de una. Que habían reemprendido camino hasta un punto en el mapa que aparecía como Rio Ariguaní, donde hicieron campamento aquella noche. 

Finalmente, su maestro se franqueó contando de sus asesinatos y de la riqueza encontrada de la cual solo conservó como seiscientos mil duros de seis millones que quedaron en la cueva donde mató a Picacho, aparte de otra de la otra riqueza que quedó donde mató a los Zárate. 

Solo traía ahora dos pellones repletos de morocotas. Entonces a él le asaltó el loco deseo de ser dueño de todo y tejió el plan de matar a su maestro. La carta terminaba pidiendo perdón, diciendo en dónde estaba el mapa de la cueva de Picacho, con la instrucción que le entregara a su albacea, el licenciado Zurita, para el rescate del sepultado tesoro. 

Santafé de Bogotá, año de 1885.

El licenciado en Leyes llegó a su gabinete y pasó aldaba a su despacho privado. Con el monóculo ajustado a la órbita de un ojo, volvió a leer despacio la carta que le había llegado de la Oficina Postal. No podía digerir en la mente las malas nuevas. Era el derrumbe de tantos sueños dorados. Entornó los párpados y repasó en la memoria el itinerario del asunto. 

Lo primero había sido desarmar los escrúpulos de Anna kauffman en donar a una cofradía de franciscanos el croquis del tesoro oculto bajo tierra en alguna parte. Después fue su lucha para armar la Compañía “para explotación de cobre”, con lo cual disimulaba el fin de la misma, con personas solventes para adquirir “el Don Julián” en Nueva York, y de ahí un guía los llevaría por bosques densos, playones desolados y sabanas sin fin, hasta un punto que en las cartas geográficas aparecía como río Garupal, a no mucha distancia de Los Venados, un caserío de criadores de cabras que quedaba hundido en un territorio de la tribu chimila. 

Cuando el vapor se fue río abajo, la línea del telégrafo traía los ecos de una revuelta en los Estados Soberanos de la Costa contra el gobierno de los Estados Unidos de Colombia. Otro día vino la noticia que los nueve hombres de la tripulación del don Julián habían sido presos y confiscado el barco por los bongos de guerra de las fuerzas rebeldes del general liberal Gaitán Obeso. Pocos días habían pasado de aquellos, cuando llegó la noticia fatal, que en un duelo de cañones, cuando en el sitio de La Humareda, tres leguas al sur de Tamalameque, habían hundido el buque. 

En los trazos escritos por uno de aquellos hombres de la tripulación daba cuenta que la arquilla de madera que guardaba el mapa del paraje exacto del  fabuloso tesoro se había perdido en el desastre.

El mapa que llevaría al tesoro se perdió. 

El abogado Zurita era consciente de su ruina y del descrédito de su buen nombre. Abrió la gaveta de su escritorio y acarició el frio metal de una pistola de llave. María Emma, su secretaria de antesala, se estremeció con el trueno seco de un arma. Los transeúntes echaron la puerta abajo. Allí tendido en un canapé estaba el cuerpo del licenciado Zurita con una alfaguara roja que le salía por la boca, y en la mano una carta entre los dedos contraídos de espasmo por las últimas urgencias de la muerte.

Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, mayo 20, 2021. 

Extracto de un capítulo de la obra ‘Manuscritos de Buhardilla’, de Rodolfo Ortega Montero*.

Por: Rodolfo Ortega

Crónica
29 mayo, 2021

Los cofres de la Idelfonsa

El abogado Zurita era consciente de su ruina y del descrédito de su buen nombre. Abrió la gaveta de su escritorio y acarició el frio metal de una pistola de llave. María Emma, su secretaria de antesala, se estremeció con el trueno seco de un arma.


El tesoro fue ocultado.
El tesoro fue ocultado.

Costa de Normandía, invierno de 1673.

El señor Santillán no remontaba los 30 años y ya era un curtido hombre de mar. En mesones y tabernas de la costa normanda, sus amigos le pedían una y otra vez que repitiera su relato. Era él un visitante de una hostería de Cateret, poblado costero, que para ese invierno donde pasaba el tiempo entre un grupo de parroquianos que hablaban de mares, de veleros y lugares remotos del mundo. 

El ambiente era glacial y oscuro pese a los faroles con aceite de ballena que pendían de los muros ennegrecidos de hollín. Un mesonero con mandil de cuero, auxiliado por su mujer, atendía a los pescadores y marinos retirados del oficio entre el humo del nuevo vicio de tabaco y jarras de capitoso vino tinto, que desfogaban sus nostalgias de travesías marinas, contrabandos y asaltos de piratas.

Felipe Santillán, con el cuello alzado de un chaquetón de cuero y un gorro de lana, ocupaba el relato de su vida pasada. Así era la punta de su historia: “Doce años serían los míos para la fecha de aquellos sucesos. Dos tíos, ánimas bendecidas porque difuntos son, me dieron amparo por la condición de orfandad a que me llevó la muerte de mis padres Catarino Santillán y Micaela Barrionuevo. Vivíamos en Cartagena de Indias, un puerto caribe del Virreinato de Nueva Granada, allá en una esquina del mundo. Uno de mis tíos se fue al Perú y nunca se supo más de él. El otro murió de flato. Al garete de la caridad pública quedé pero el prior de un convento de San Agustín me recogió y allí ayudaba en labores de panadero. Otro día los monjes recogieron limosna y con ella me pagaron camarote en La Idelfonsa, velero de tres mástiles y velas cuadradas que volvía a Cataluña, donde vivía la otra parte de mi parentela.

Quisieron los malos hados que a ese navío se le quemara el castillo de popa por el descuido de un grumete, de tal suerte que no pude hacer parte de los diez y seis buques de carga que salían a mar abierto escoltados por fragatas y galeones erizados de cañones, del rey de las Españas. Entre las bodegas de los buques de carga que llevaban azúcar, cordobanes y maderas, también iban cofres de oro, plata y pedrería, que llegaba a ese puerto con los quintos del rey, los pagos de alcabalas y demás tributos que venían de otras gobernaciones de las minas de tierradentro, y aún de Perú y Chile, cuyos barcos subían a Panamá y a lomo de mulos cruzaban la selva que en ese itsmo los separaba de la costa Caribe.

De allí eran enviados a Cartagena y de esta ciudad a España.  Cuando había una cantidad mayor de riqueza concentrada, la Armada del rey levantaba anclas y por la llamada ruta de los galeones se venía mar a mar para los puertos españoles.

Pese a la prisa de carpinteros para reparar el incendio de La Idelfonsa, los almirantes de esas naos alzaron lonas para irse a la travesía, sin ella. Dos días después, el 16 de marzo de 1672, día de San Cipriano confesor y mártir, zarpó La Idelfonsa en el intento de alcanzar a la Armada, antes de que llegaran al puerto de La Habana. Habíamos hecho navegación con buen semblante de mar, pero a la hora en que la tarde moría, en el tercer día, el vigía que estaba en la cofa del palo mayor por el ojo del catalejo divisó unas puntas de velas en el confín. Fermín de Valdehoyos, que así se llamaba nuestro capitán, tomó la decisión de mirar en redondo, ya que por las señas que daba el vigía, los buques asomados en el horizonte no eran los de nuestra Armada. Lo más probado era que fueran navíos de una escuadra de salteadores de mar.

A todo trapo se tomó el rumbo de regreso. El piloto desvió unos grados a babor para buscar unas costas deshabitadas que en las cartas de navegación llamaban Territorios de la Guajira, donde pudiera encontrar escondrijo en alguna rada o ensenada por aquellas playas.

Al amanecer mantuvimos nuestro curso con tierra a la vista, hasta que avistamos una entrada que parecía apropiada para nuestro ocultamiento. Cinco hombres bajaron a tierra para explorar el lugar y para esconder muchas cajas clavetiadas, que supuse eran de algo muy valioso que se trataba de ocultar. Treinta días esperamos la vuelta de ellos y del capitán, pero nunca aparecieron. Entonces el primer oficial tomó la resolución de salir hacia la ruta de Cartagena. 

Dos días llevábamos navegando de bolina, cuando dos fragatas y un galeón artillado nos cerraron el paso. Unas señas de banderas nos ordenó la rendición. Era la gente de Juan David Nao el Olonés, el renombrado pirata. Me llevaron a la nave capitana. El Olonés era un hombre alto de cabellos rubios, con dos cicatrices que le partían los pelos de la barba, lo que le daba una apariencia terrible. Él mismo me hizo preguntas, y compadecido de mí, me dejó a su servicio como mozo de cámara. 

Supe entonces que siendo un niño había sido raptado y vendido como siervo a un plantío de tabaco en Martinica. Cuando creció apuñaló a sus amos y se fugó para dar vida a sus legendarios hechos de asaltante de los mares. Los tripulantes nuestros fueron torturados obligándolos a tomar agua de mar y golpeándolos con un látigo, hasta cuando confesaron lo del escondite del tesoro. 

El Olonés dispuso volver al poniente de Río de Hacha, por la Sierra de los Tayronas, pero los parajes se confundían unos con otros. Cuarenta días duró la búsqueda hasta cuando el Olonés con el genio agriado dio orden de adelantar velas hacia otros destinos de asaltos. Después de ese episodio, me pasaron al Fontenay, un buque de velas latinas. Supe que al resto de nuestra tripulación los ataron de pies y manos y los tiraron por las amuras al mar para comida de los tiburones”.

Lea también: Aproximaciones históricas al origen de las bandas de viento en el Caribe colombiano

Felipe de Santillán, después mudaba sus recuerdos a otros escenarios de pillaje en la Florida y Maracaibo, con el consentimiento de monsieur La Place, gobernador francés de Haití. Sus evocaciones iban hasta una madrugada de bruma hasta que la quilla de fontenay se quebrantó  entre las peñas de un arrecife. 

Él había sobrevivido con otros tres, en un peñón desolado hasta cuando cuatro días más tarde fueron avistados por un navío holandés que contrabandeaba esclavos a Las Antillas. Dos meses después llegaron a Cheburgo, costa de Normandía, punto de escala de aquél buque que Dios había puesto en el rumbo del naufragio. Felipe de Santillán sabía que por haber sido un hombre del Olonés no podría volver a España pues la justicia lo obligaría a poner su cuello bajo el hacha del patíbulo. 

COSTA DE LA GUAJIRA, ABRIL DE 1850

Lucas Bantú entró en la espaciosa caverna. Él era un esclavo negro que se había fugado de su amo, Pedro de Zárate, en San Juan del Cesar, y hacía meses que vagaba por el territorio guajiro, sobreviviendo de su machete que quebraba peces en las quebradas, con los huevos de los nidos, comiendo iguarayas y los lagartos que pudiera atrapar en esa libertad con hambre. 

Había llegado al mar donde recogía camarones y almejas para su dieta, cuando en esa ganancia errabunda descubrió la caverna. Sería su refugio para las noches de vientos fríos, por eso, con un tizón se dio a explorar su vientre. Encontró unas arcas de tablas podridas de humedad. Arrancó parte de esa madera y entonces descubrió aquella maravilla que le desordenó su mente y su destino. Quitó telas deshechas y entonces, por sus pupilas entró la luz fría de un montón de monedas de oro y de pedrería como vidrios de colores.

Supuso que a los otros cofres de madera estarían repletos también de lo mismo. Se sentó un rato a llorar su fortuna y su desfortuna. Después de reflexionar tomó la decisión de volver a la casa del amo, pedirle perdón de rodillas y hacerle la propuesta de volverlo muy rico a cambio de su libertad y un poco de tierras para sembraduras, cría de gallinas y cabras. Tomó entonces los caminos que llevaban a las llanadas donde estaba asentada la Villa de San Juan.

Planicie de San Juan del Cesar, verano de 1850.

En medio de ladridos de perros y la gritería de las negras, Lucas Bantú entró a la casa del amo. Pidió a solas hablar con él para explicar lo que había visto. Una mochila con monedas y gemas lo convenció que Lucas no mentía. Era una fortuna caída del cielo. Pero algún pariente le había hecho llegar una carta del cónsul alemán, rogando posada para dos compatriotas herbolarios de una universidad de Maguncia, que recogían datos de la flora tropical, y preciso les había dado habitación en su casa de San Juan, donde tenían una pieza con álbumes repletos de flores y hojas disecadas.

Para armar una expedición a la cueva que decía el esclavo tendrían que buscar excusa ante ellos para no dar sospecha de nada. Fue fácil, pues les dijeron que iban a hacer un encierro de reses mostrencas entre los pliegues serranos, por el aviso que Lucas había traído, y que para esa región donde iban había especímenes raros para el estudio de su ciencia, por tanto podían ir juntos, pero más allá le indicarían el rumbo donde existía la flora dicha mientras Zárate, su esposa y el esclavo tomarían la supuesta ruta de las reses salvajes. 

La expedición se puso en marcha dos días más tarde. Tres días después, don Pedro les indicó a los herbolarios el paraje de las especies raras, y él y los suyos tomaron el camino de las reses montaraces. Andando camino, cuando el mar estaba a la vista, entre las lajas de unos promontorios toparon la entrada de la gruta.  El negro cimarrón no había mentido. Todo el afán fue cargar las mulas apenas con una décima parte de la fabulosa riqueza. Cuando estaban para arriar las bestias, un disparo salió de alguna parte y tumbó a Pedro Zárate, un segundo tiro fue para el negro y un tercero para Teresa de Zárate. 

Le puede interesar: El queso y los gusanos

El asesino se llevó las mulas cargadas para recoger a su discípulo que había dejado en afanes de lupas y herbarios. En adelante harían caminatas de noche y dormirían metidos en el monte durante las horas del día. Tomaron la ruta del sur con el ánimo de alcanzar en dos semanas la ribera limosa del río Grande de La Magdalena.

PLANICIES DEL VALLE DE UPAR, VERANO DE 1850

Picacho, que así era su apodo, había inclinado su taburete sobre una pared de su rancho donde vivía con un matrimonio de esclavos. Veía las luces cortas y rápidas de los relámpagos que parpadeaban entre las nubes ahumadas en los cerros lejanos. Pronto acabaría el verano. Sus oídos habituados a los silencios de la montaña donde tenía su labranza por el río Garupal, sintió las pezuñas de las bestias que venían y los ladridos de Lebrel, su perro, que se adelantaba al encuentro de la recua.

 Pronto se hicieron visible dos hombres con barba de días y remojados de sudor. El mayor de ellos saludó con acento áspero. Su pelo amarillo decía que era de otra parte del mundo. Pidió sitio para descansar unas horas, lo que fue consentido. Un tasajo de carne a la brasa con bastimentos de patio les fue servido. Después, el forastero de más edad le confesó a Picacho que la carga de las mulas eran pertrechos del Gobierno que él llevaba en secreto hacia Mompox, porque el país estaba incendiado en una nueva guerra civil, lo que no era extraño en esa época.

Dijo que sabía que lo venían siguiendo los enemigos del gobierno, por lo que le pidió a Picacho le dijera de un sitio seguro por aquellos parajes para ocultar las cargas. 

Deseoso de prestar un servicio ciudadano, este lo llevó a un sitio de una cueva en la que sobre su entrada había una piedra grande que movida por varas gruesas de madera, como palanca, podía ocasionar un derrumbe sobre la entrada. Allí bajaron la carga e hicieron ese procedimiento de taponar. El forastero mayor hizo un croquis del lugar y se lo guardó. El matrimonio de negros quedó con los pies hechos de piedra cuando vieron el fusil que disparaba sobre ellos. Picacho trató de abrir los ojos y no pudo porque la vida se le iba por un manantial de sangre que bebía la tierra sofocada por los ardores del verano.

Santafé de Bogotá, agosto de 1872.

Vecindad de Las Nieves, Calle del Hospicio, hogar del comerciante en vinos Nicolaus Kauffmam. Un telón de bruma arropa la madrugada. En la casa dicha se ven sombras a través de la celosía. Un carruaje se ha detenido en horas de la medianoche. Desciende el doctor Arellano, un galeno de la ciudad. Bien sabe que para el señor Nicolaus, la ciencia médica no tiene más recursos. Es cuestión de horas para ayudarlo a bien morir de la “gran viruela” que al otro lado se conoce como sífilis. 

El enfermo está en pleno uso de su conciencia postrado en un lecho de ropas blancas. Pide hablar con su hija en esa hora de agonía. Ella, postrada en un oratorio, es interrumpida por el galeno que le indica una última audiencia con su padre. Una confesión a ella le crispa los labios. Es algo muy importante e íntimo, solo para el oído de ella. A la mañana del día que vino, desde la espadaña de un convento capuchino doblaron los bronces con tañidos de duelo.

Santafé de Bogotá, septiembre de 1872.

Con un kriss de acero, Anna Kauffmam, abrió el sobre que extrajo de la biblia que le había indicado su padre moribundo. En el pliego que leyó supo que el verdadero nombre de su padre era Alfred Hiedler, nacido en un pueblito de la Baja Austria, que era estudiante de botánica en Maguncia, bajo la dirección del reputado sabio Karl von Hutten, y bajo su instrucción vino a Rio de Hacha. Con una carta del cónsul se metieron a la Tierra de los Taironas, hasta una vía con nombre de San Juan, al lado de un río que los indios de allí llamaban Zazari. Allí fueron acogidos por las bondades de los Zárate, quienes algún día les prometieron llevarlos a un lugar donde habría especies raras de flora, y ellos se fueron por otros caminos para encerrar ganado salvaje.

Lea también: Los cínicos: “No me tapes el sol”

 Que su mentor lo dejó sólo un día y al otro regresó con una carga diferente a plantas. Sin decirle palabra alguna, anduvieron lejos de poblados y aparecieron más al sur de los Reyes de Upar, en un fundo de un señor Picacho de nombre, quien los auxilió de posada y comida junto con un matrimonio de negros de él. Luego su maestro se ausentó con ellos, y regresó solo sin la carga de las mulas, salvo la de una. Que habían reemprendido camino hasta un punto en el mapa que aparecía como Rio Ariguaní, donde hicieron campamento aquella noche. 

Finalmente, su maestro se franqueó contando de sus asesinatos y de la riqueza encontrada de la cual solo conservó como seiscientos mil duros de seis millones que quedaron en la cueva donde mató a Picacho, aparte de otra de la otra riqueza que quedó donde mató a los Zárate. 

Solo traía ahora dos pellones repletos de morocotas. Entonces a él le asaltó el loco deseo de ser dueño de todo y tejió el plan de matar a su maestro. La carta terminaba pidiendo perdón, diciendo en dónde estaba el mapa de la cueva de Picacho, con la instrucción que le entregara a su albacea, el licenciado Zurita, para el rescate del sepultado tesoro. 

Santafé de Bogotá, año de 1885.

El licenciado en Leyes llegó a su gabinete y pasó aldaba a su despacho privado. Con el monóculo ajustado a la órbita de un ojo, volvió a leer despacio la carta que le había llegado de la Oficina Postal. No podía digerir en la mente las malas nuevas. Era el derrumbe de tantos sueños dorados. Entornó los párpados y repasó en la memoria el itinerario del asunto. 

Lo primero había sido desarmar los escrúpulos de Anna kauffman en donar a una cofradía de franciscanos el croquis del tesoro oculto bajo tierra en alguna parte. Después fue su lucha para armar la Compañía “para explotación de cobre”, con lo cual disimulaba el fin de la misma, con personas solventes para adquirir “el Don Julián” en Nueva York, y de ahí un guía los llevaría por bosques densos, playones desolados y sabanas sin fin, hasta un punto que en las cartas geográficas aparecía como río Garupal, a no mucha distancia de Los Venados, un caserío de criadores de cabras que quedaba hundido en un territorio de la tribu chimila. 

Cuando el vapor se fue río abajo, la línea del telégrafo traía los ecos de una revuelta en los Estados Soberanos de la Costa contra el gobierno de los Estados Unidos de Colombia. Otro día vino la noticia que los nueve hombres de la tripulación del don Julián habían sido presos y confiscado el barco por los bongos de guerra de las fuerzas rebeldes del general liberal Gaitán Obeso. Pocos días habían pasado de aquellos, cuando llegó la noticia fatal, que en un duelo de cañones, cuando en el sitio de La Humareda, tres leguas al sur de Tamalameque, habían hundido el buque. 

En los trazos escritos por uno de aquellos hombres de la tripulación daba cuenta que la arquilla de madera que guardaba el mapa del paraje exacto del  fabuloso tesoro se había perdido en el desastre.

El mapa que llevaría al tesoro se perdió. 

El abogado Zurita era consciente de su ruina y del descrédito de su buen nombre. Abrió la gaveta de su escritorio y acarició el frio metal de una pistola de llave. María Emma, su secretaria de antesala, se estremeció con el trueno seco de un arma. Los transeúntes echaron la puerta abajo. Allí tendido en un canapé estaba el cuerpo del licenciado Zurita con una alfaguara roja que le salía por la boca, y en la mano una carta entre los dedos contraídos de espasmo por las últimas urgencias de la muerte.

Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, mayo 20, 2021. 

Extracto de un capítulo de la obra ‘Manuscritos de Buhardilla’, de Rodolfo Ortega Montero*.

Por: Rodolfo Ortega