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Crónica - 20 febrero, 2021

Pedro, el esclavo de los esclavos

Si existiera un culto a los bienhechores de la humanidad, la religión del positivismo propuesta por Augusto Comte, lo cierto es que Montesinos, Las Casas, Sandoval y Pedro Claver también fueran héroes o santos.

Pedro Claver
Pedro Claver

Dedicado a las damas de AVIVA.

Eran los últimos años de Felipe II, que vestido de jubón y bombachos de luto, oía tres misas diarias en el monasterio de El Escorial, donde vivía en el encierro de sus aposentos. Para tales tiempos, año cristiano de 1580, también, en otro lado de España, un modesto cosechero de aceitunas daba asistencia al labrantío de una heredad de viñedos y olivos, plantío que no cubría más allá de un huerto en el pobladito de Verdú, “la villa de los cántaros negros” en el valle de Urgel, provincia de Lérida, tierras secas de Cataluña.

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El corpachón de un castillo de piedra tallada eleva su torreón más allá de la techumbre almagre de los tejados de aquella villa, cuyas callejuelas curvadas y altibajas confluyen en el portalón claveteado con rocallas de bronce de esa fortaleza medieval. Los pobladores de Verdú, cuando visitamos el Santuario de San Pedro Claver, el santo nacido en tal villa, nos dieron la información que el conde Guillermo III de Cervera, dueño del castillo, para aunar recursos en sus preparativos de la sexta guerra de Las Cruzadas, allá por el año de 1147, que intentaba el rescate de los Santos Lugares de Jerusalén entonces en poder de los turcos selyúcidas, lo había empeñado por una fuerte suma de monedas de oro al abad del monasterio de Plotet, y al fracasar la Cruzada por causa de un descalabro guerrero, no pudo rescatarlo. Desde entonces habían dejado de ondear en sus almenas los estandartes de los condes de Barcelona. Para el tiempo en que nos ocupamos de este escrito, anno Domini de 1580, los monjes cistircenses, herederos de tal bastión, a la hora del ángelus y de maitines, en una fila caminante, bajo las arcadas de sus alargados corredores, dejaban oír la suave salmodia de sus coros litúrgicos.

Pero volvamos a la huerta de olivos. Pedro Claver y Mingüela, con su esposa Ana Corberó, eran sus dueños. Con mesa de pan escaso por ser menguados sus bienes de fortuna, son padres de Santiago, Isabel y de Pere Claver Corberó, el último. Empero de tal pobreza, el viejo Pedro alza la mano para predicar su parentesco con los condes de Benavente, y con Luís de Zúñiga y Recasens, gobernador que había sido de su rey en Flandes, y segundo al mando de los galeones que a cañonazos hundieron la flota de los sultanes otomanos en la batalla de Lepanto.

Para la época de esta historia, hasta Verdú llegaban los ecos aturdidos de ese venturoso siglo XVI. Nunca antes habían ondeado las banderas de España y Portugal en tierras tan distantes. Los soldados realengos que volvían de los otros lados del mundo con costurones de cicatrices en el cuerpo y renegridos por los soles de la errancia en la más remota equinoccial, hacían relato de piratas, asaltos y naufragios. Noticias se difundían de desmesurados ríos, cordilleras y selvas con animales y plantas nunca vistos. Se hablaba de los sangrientos templos mejicanos dónde sacrificaban, ante unos dioses de piedra, muchas vidas humanas; de miles de naciones de infieles de otras razas con una babélica profusión de lenguas extrañas; del reino de Manoa, una ciudad con relumbre dorado por las cúpulas de oro de sus palacios, hundida en lo espeso de la jungla; de la fuente de la eterna juventud que trastornó la mente de Ponce de León en su busca por los pantanales de La Florida; del virreinato del Perú donde unos reyes incas eran adorados como dioses en palacios de piedra cubiertos con láminas de oro, y que se hacían conducir cargados en andas sobre los hombros de sus guerreros, seguido de sus concubinas y músicos con flautas de chirimías; de una montaña de plata pura en el espinazo de los andes llamada Potosí; de unos jefes llamados “zipas y zaques” en los parajes repelados por las escarchas de los páramos, que se bañaban en polvo de oro en los ritos de sus lagunas sagradas; de los portugueses en tierras de Indostán, que habían sido recibidos por opulentos rajás con anillos en todos los dedos, vestidos con túnicas y turbantes de seda, cabalgando elefantes con gualdrapas guarnecidas de rubíes; y que en la isla de Cebú encontraron extraños toros blancos que en el cogote tenían una giba de dromedario.

Al hogar de los Claver llegaba el rumor de tanta convulsión en las guerras de conquista y fundación de villas cristianas en ese mundo que estaba descubriendo sus secretos. Todos hablaban de Sevilla y de su Casa de Contratación, a dónde se hacían arrumes de fardos con cargas exóticas de canela, anís, cardamomo y pimienta que traían de Las Molucas, la isla de las especias. Allí se concentraba el azúcar, el ron y el tabaco del Caribe; el cacao, el fique, el oro y la plata de Nueva España (Méjico); las mantas, esmeraldas, quina y perlas de Nuevo Reino de Granada; el trigo, quesos, cueros y maderas de Río de la Plata; lingotes de metales preciosos, mantas, añil y lana de vicuña del Perú. Entonces Sevilla era el corazón comercial del mundo y hasta las licencias para el tráfico de esclavos africanos hacia Las Antillas y el Caribe, se expedían allí en los folios de los contratos negreros.

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Toda esa avalancha de informes iba de boca en boca con desmesura. Pere, el menor de los Claver, inquiría, además, con alguna insistencia, sobre las andanzas de los frailes en aquellas agrestes soledades. Su madre Ana, con la piedad de los humildes, le entretenía leyendo vidas de santos a la lumbre de los leños de la chimenea, antes de que su padre restregara sus pies calzados en la entrada de la casa y colgara la pelliza cuando regresaba de sus ocupaciones de hortelano de vides y aceitunas.

EXPANDIR LA FE

Como otros infantes de Verdú, recibía Pere Claver Corberó, en la Capilla de San Miguel Arcángel, lecciones de doctrina cristiana. Bajo las bóvedas de crucería de ese templo gótico, sabría de esa otra milicia de religiosos que se empecinaban con decisión total en expandir la fe católica por el mundo que abría sus horizontes. Supo entonces de Francisco Javier, el santo jesuita que se había alistado al llamado del rey Juan III de Portugal para evangelizar en la isla de Ceilán y en las colonias de La India, donde fundó una misión pese a las acechanzas mortales de los sacerdotes brahmanes, y después en tierras de Japón dando frente al acoso porfiado de los monjes budistas. También en el catecismo de la capilla supo de Ignacio de Loyola, el santo que fundó la Compañía de Jesús para poner freno a los luteranos que tanta sangre habían cobrado en sus guerras religiosas; como también conoció la vida de Santa Teresa de Jesús o de Ávila, la joven que huyendo saltó los tapiales de su casa porque su padre era opuesto a la idea de su reclusión en un monasterio como monja contemplativa, y que fundó la Orden de Las Carmelitas Descalzas y regó conventos en España antes de que la tisis le cerrara los ojos.

Trece años tendría Pere cuando falleció su madre. Su padre contrajo segundo matrimonio con Ángela Escaver. Viudo por segunda vez, se casaría de nuevo con Juana Grenyó. Entonces Pere Claver, huérfano de todo cariño filial, se acoge a la protección de un tío canónigo en Solsona quien lo lleva a Barcelona para seguir estudios de letras y artes. Terminada la retórica en la Universidad, entró en contacto con los jesuitas del Colegio de Belén para estudios de filosofía. En agosto de 1602, la Compañía de Jesús lo recibe con sus primeros votos, para seguir en Gerona el estudio de humanidades. Allí se ensimisma en lo que escucha de la brega dura que había tenido fray Bartolomé de Las Casas, en sus denuncias ante la Corona por los crímenes de los colonos en América sobre los indígenas, cuando era obispo de Chiapas (Méjico) y después en la gran polémica de la Junta de Valladolid, donde se había cuestionado entre teólogos y filósofos si los indios tenían alma, y si era legítima su esclavización. Hasta él llegaron los ecos del sermón del humilde fray Antonio de Montesinos, que había pedido con voces airadas, en la remota isla La Española, la excomunión de los colonos que en minas, labrantíos y hatos daban un brutal trato a las indiadas esclavizadas. 

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Un suceso estremece al mundo cristiano para 1598. Un día de aquellos se difunde con la urgencia de las malas nuevas, la historia de un shogun budista, en los herejes paisajes del legendario Japón, quien quiso poner tajo final a los evangelizadores de Nagasaki. Tal jefe mandó que en la colina de Nishizaka fueran alzados en cruces 26 frailes y novicios casi niños aún, para lancearlos. Algunos portugueses, españoles y otros cristianos nativos de allí, despavoridos contemplaban a distancia el martirio, pero dolidos de esa desventura, con coraje rompieron el cordón de los guardias y corrieron a empapar pedazos de tela en la sangre de los agonizantes. Esa dolorosa novedad despejó la última duda que anidaba en la mente de Claver. Quedaría atado a la inmolación de su juventud y de toda su vida en el apostolado de llevar la voz de los sin voces y una palabra de hermanazgo a los desaparrados del mundo. Fue la época en que en Palma de Mallorca descubre que no tenía cabeza para muchos latines, que rehuiría la vida poltrona y de molicie de los altos prelados con cargos cortesanos. Allí conoció a Alonso Rodríguez, el hermano portero del convento, que en su vida de antes había sido hijo de un próspero mercader de telas, casado, con dos hijos y que, por la muerte de todos ellos, calmó su desesperación ingresando a la vida religiosa como fraile, aplicándose a escribir en cuadernos sus experiencias espirituales, que, entregados a Claver, a su vez éste los donaría al noviciado de Tunja, años más tarde, en Nueva Granada.

CARTAGENA

La Compañía de Jesús hizo una leva de evangelizadores para América. Pedro Claver cruza España con dos frailes más, a pie, y en el lomo de un borrico que a tramos se turnaban para llegar a Sevilla, puerto de partida. Su destino es Cartagena de Indias, hervidero de aventureros, religiosos, mercaderes, servidumbre negra, inquisidores y soldados realengos. La culminación de su formación sacerdotal es en Santafé de Bogotá. En almadía remontada por remeros bogas, sube las aguas terrosas del río de La Magdalena entre selvas y arcabucos, hasta la fría altiplanicie de los zipas. En el Colegio San Bartolomé recibe la instrucción teológica y luego es destinado al desgarrado paisaje de Tunja, donde por petición suya servía como portero en un convento del lugar.

El 19 de marzo de 1619, día de San José, en Cartagena, Pedro Claver es ungido sacerdote de manos del obispo dominico fray Pedro de la Vega. Es el primero de la Compañía de Jesús que recibe el sacerdocio. Al acto asistieron los priores de todos los conventos, el gobernador Diego de Acuña, el Almirante de la Armada y demás caballeros de la nobleza local. También estaba el inquisidor Mañozca que ejercía un helado y pavoroso poder en el ambiente de Cartagena, ruta final de todas las armadas de España, plaza fortificada, salida de toda mercadería y el mayor mercado de esclavos de Las Indias. Fue cuando él juró en latín su divisa: “Pedro Claver, esclavo de los negros para siempre”.

Maestro de sus futuras andanzas, sería Alonso de Sandoval, otro titán de la justicia, clérigo que vivía entre librotes hacinados hasta el techo de su celda. Tenía información de los infames negocios negreros; poseía mapas y cuadernillos de su puño en latín y castellano, donde había apuntamientos de las tribus negras, los lugares de su procedencia del África, sus lenguas y costumbres. Era la persona que más sabía sobre la desdicha de los africanos, de la ruta de las cargazones que repujaban con ellos las bodegas de los buques y su destino en los mercados negreros. Sus sermones condenando la suerte de aquellos infelices, retumbaban en Cartagena como catapultas de escándalo. Confió Sandoval a Claver, cuando recibió la orden de mudar sus afanes misioneros a Lima, aquellos manuscritos, que años después se publicaron en Sevilla con el título latino De Instauranda Aetiopum Salute, antecedido de un severo análisis teológico por los frailes censores de la Inquisición. Crítica hubo de otros jesuitas por haber elegido al joven catalán, aduciendo que Claver era torpe en teología y que sus sermones no estaban a la altura de la oratoria sagrada, pero Sandoval lo escogió por tasar en buen valor la entrega de su pupilo, así como él, a los esclavos, a los humillados y a los desposeídos de toda esperanza.

Ya en su misión, Claver procuraba saber las fechas en que arribarían al puerto los buques negreros. Bendiciones y misas ofrecía a los funcionarios de rentas por el informe de las posibles llegadas de las cargazones de esclavos en los veleros negreros. Desde lo alto de su celda, en su convento, atisbaba el velamen blanco de los barcos cuando aparecían en el horizonte marino, antes de que tronaran los cañonazos del puerto dándoles la bienvenida. Acompañado de Domingo Fulupo, Andrés Sacabuche, Ignacio Sosa y Jose Monzola negrillos al servicio del convento que hablaban varias lenguas africanas como arará, lucumí, balanta, bantú, carabalí y otras, se iba a los atracaderos de los buques cargado de naranjas, pan, vino, tabaco, ropas, remedios y sahumerios. En las ocasiones en que los capitanes negreros lo dejaban subir a cubierta, descendía a las bodegas donde más de 400 negros de todas las edades venían sepultados allí, atados a cadenas. Pedro viviría el desagradable momento en que el denso vaho de respiraciones, excrementos, sudores fermentados y aire de encierro se expandía ante la zozobra de ojos encandilados por la súbita luz del día que se metía al caramanchón. Los intérpretes saludaban en los idiomas nativos, adelantando que venían en su ayuda. Entonces un coro de lamentos se elevaba de aquellas gargantas africanas con un clamor confuso de llantos y alaridos desgarrados.

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Doña Isabel de Urbina fue una de las pocas damas que le prestó su apoyo. Antes de conocerlo, como sucedía con las damas de alto copete en Cartagena, le repugnaba la presencia del sacerdote cuando a su puerta llamaba implorando una limosna para sus negros. Escuchaba todo lo que de él se decía: que predicaba contra la esclavitud y que podía formar un dolor de cabeza cualquier día incubando una rebelión de los negros contra sus amos. Su opinión tuvo un cambio desde un día en que presenció la agresión de unos mozos blancos que esperaban al fraile en la Calle de La Cebada para golpearlo, a lo que el atacado dijo: “Pegad hijos que yo también ruego por vosotros, por vuestras faltas y almas duras”. Además, otro día llamó al aldabón de su puerta para suplicarle su intervención porque en una de sus haciendas, en esos instantes, según dijo, uno de sus mayorales estaba matando a rejo a uno de sus esclavos. Dudó ella de tal informe por quedar distante de la ciudad la tal hacienda, pero picada de un ánimo curioso, se puso en camino hacia allá. Encontró al esclavo con la cabeza metida en un cepo y la espalda sajada por los cortes de un látigo. Impresionada, despidió al mayoral y ordenó a sus esclavos destruir el calabozo, los grilletes y demás elementos de tortura. Desde entonces, ella se sumó a sus reclamos de justicia.

Algunos blancos, cuando sentían inculpación de la conciencia, se postraban ante su confesionario porque acrecía su fama de virtuoso. Entonces tenían que esperar con humildad los últimos turnos, cuando ya todos los negros se hubiesen confesado. Algunas veces mandaba a tales caballeros a buscar otros confesores y a las damas les decía que allí no había espacio para sus anchurosas faldas guardainfantes.

La leprosería de San Lázaro demandaba su cuidado. Allí barría, arreglaba camas, recogía ropas sucias, repartía auxilios de comida y medicamentos. Los días de fiesta les llevaba vihuelistas para que escucharan música. Los presidios eran parte de sus afanes. Metido en los sórdidos calabozos escuchaba la confidencia de los presos, aún de aquellos detenidos por un auto de fe de la Inquisición, la que en más de una ocasión centró su atención en él tratando de deducir herejías de su comportamiento fraterno, como pasó con un arcediano anglicano de Londres, apresado y torturado por los jueces del Santo Oficio, a quién terminó por bautizar. 

Dos licenciados en leyes, movidos a piedad por la prédica de Claver, se encargaban de la defensa ante la justicia, de los miserables y pobres sin recursos de pago. Ni las distancias, ni los calores del sol o los huracanes del Caribe, detenían sus sandalias recorriendo aldeas y villorrios, durmiendo sobre petates y comiendo la ración de comistrajos de esclavos y labriegos, en su prisa por llevar una palabra de misericordia.

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Un día comenzó el comentario en Cartagena que tenía el don de la clarividencia y que su lengua se adelantaba en acontecimientos que con rigor se cumplían. El negro Diego Fulupo, quien lo asistió por años, sostuvo hasta el último día de su vida, haberle visto elevado del suelo cuando de rodillas oraba con un crucifijo que sostenían sus manos.

Como un arropijo de muerte, la viruela llegó en 1650. Pedro exigía más de sí para asistir a los apestados en las calles de Cartagena y en los hospicios de los virulentos. Con cuarenta años de entrega a esos trajines de solidaridad humana, su resistencia se va venciendo ante tanto trabajo agotante. Un día, la parálisis le fue invadiendo los músculos. Cuatro años duró impedido en su celda de fraile, durmiendo siempre sobre una estera, entre oraciones y la penitencia del silicio, en un espantoso estado de abandono, hasta cuando en la madrugada del 9 de septiembre de 1654, se le fugó el último aliento. Su fama de santo ya era reconocida por todos. Un río humano se precipitó por las calles de la ciudad hacia el convento. Todos querían tocar su cuerpo o llevar algo de él como reliquia, como la correa de las sandalias, un pedazo de su hábito o un rizo de su cabello.

Desamparado, Pedro Claver se enfrentó a las leyes esclavistas, a la crueldad de los amos, a los prejuicios de su época, a la Inquisición que nunca lo miró con buenos ojos, al alto clero que frío e indolente consintió los abusos, y a la envidia de los mismos frailes. Muchos de ellos lo acusaron a Roma por guardar botijas de vino en su celda para las fiestas de esclavos; por preferir en el trato evangélico a los negros antes que a los blancos o por llamarle la atención a una dama de alta escala social cuando se pavoneaba coqueta, luciendo sus alhajas y su basquiña en los actos litúrgicos del convento.

Siguiendo su ruta de apóstol, María Teresa Ledoshowska, (ahora beatificada por el papa Pablo VI) conocida como “la madre de África”, se entregó a la brega de combatir la esclavitud en ese continente, fundando misiones y una congregación llamada Hermanas Misioneras de San Pedro Claver, hoy extendida en el mundo. 

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Pedro Claver ocupa una peana en los altares vaticanos. Fue santificado por el papa León XIII el 15 de enero de 1888. Si existiera un culto a los bienhechores de la humanidad, la religión del positivismo propuesta por Augusto Comte, lo cierto es que Montesinos, Las Casas, Sandoval y Pedro Claver también fueran héroes o santos. Porque es lo mismo: la santidad es la más alta categoría del heroísmo.          

Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, febrero 16, 2021.

POR: RODOLFO ORTEGA MONTERO.

Crónica
20 febrero, 2021

Pedro, el esclavo de los esclavos

Si existiera un culto a los bienhechores de la humanidad, la religión del positivismo propuesta por Augusto Comte, lo cierto es que Montesinos, Las Casas, Sandoval y Pedro Claver también fueran héroes o santos.


Pedro Claver
Pedro Claver

Dedicado a las damas de AVIVA.

Eran los últimos años de Felipe II, que vestido de jubón y bombachos de luto, oía tres misas diarias en el monasterio de El Escorial, donde vivía en el encierro de sus aposentos. Para tales tiempos, año cristiano de 1580, también, en otro lado de España, un modesto cosechero de aceitunas daba asistencia al labrantío de una heredad de viñedos y olivos, plantío que no cubría más allá de un huerto en el pobladito de Verdú, “la villa de los cántaros negros” en el valle de Urgel, provincia de Lérida, tierras secas de Cataluña.

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El corpachón de un castillo de piedra tallada eleva su torreón más allá de la techumbre almagre de los tejados de aquella villa, cuyas callejuelas curvadas y altibajas confluyen en el portalón claveteado con rocallas de bronce de esa fortaleza medieval. Los pobladores de Verdú, cuando visitamos el Santuario de San Pedro Claver, el santo nacido en tal villa, nos dieron la información que el conde Guillermo III de Cervera, dueño del castillo, para aunar recursos en sus preparativos de la sexta guerra de Las Cruzadas, allá por el año de 1147, que intentaba el rescate de los Santos Lugares de Jerusalén entonces en poder de los turcos selyúcidas, lo había empeñado por una fuerte suma de monedas de oro al abad del monasterio de Plotet, y al fracasar la Cruzada por causa de un descalabro guerrero, no pudo rescatarlo. Desde entonces habían dejado de ondear en sus almenas los estandartes de los condes de Barcelona. Para el tiempo en que nos ocupamos de este escrito, anno Domini de 1580, los monjes cistircenses, herederos de tal bastión, a la hora del ángelus y de maitines, en una fila caminante, bajo las arcadas de sus alargados corredores, dejaban oír la suave salmodia de sus coros litúrgicos.

Pero volvamos a la huerta de olivos. Pedro Claver y Mingüela, con su esposa Ana Corberó, eran sus dueños. Con mesa de pan escaso por ser menguados sus bienes de fortuna, son padres de Santiago, Isabel y de Pere Claver Corberó, el último. Empero de tal pobreza, el viejo Pedro alza la mano para predicar su parentesco con los condes de Benavente, y con Luís de Zúñiga y Recasens, gobernador que había sido de su rey en Flandes, y segundo al mando de los galeones que a cañonazos hundieron la flota de los sultanes otomanos en la batalla de Lepanto.

Para la época de esta historia, hasta Verdú llegaban los ecos aturdidos de ese venturoso siglo XVI. Nunca antes habían ondeado las banderas de España y Portugal en tierras tan distantes. Los soldados realengos que volvían de los otros lados del mundo con costurones de cicatrices en el cuerpo y renegridos por los soles de la errancia en la más remota equinoccial, hacían relato de piratas, asaltos y naufragios. Noticias se difundían de desmesurados ríos, cordilleras y selvas con animales y plantas nunca vistos. Se hablaba de los sangrientos templos mejicanos dónde sacrificaban, ante unos dioses de piedra, muchas vidas humanas; de miles de naciones de infieles de otras razas con una babélica profusión de lenguas extrañas; del reino de Manoa, una ciudad con relumbre dorado por las cúpulas de oro de sus palacios, hundida en lo espeso de la jungla; de la fuente de la eterna juventud que trastornó la mente de Ponce de León en su busca por los pantanales de La Florida; del virreinato del Perú donde unos reyes incas eran adorados como dioses en palacios de piedra cubiertos con láminas de oro, y que se hacían conducir cargados en andas sobre los hombros de sus guerreros, seguido de sus concubinas y músicos con flautas de chirimías; de una montaña de plata pura en el espinazo de los andes llamada Potosí; de unos jefes llamados “zipas y zaques” en los parajes repelados por las escarchas de los páramos, que se bañaban en polvo de oro en los ritos de sus lagunas sagradas; de los portugueses en tierras de Indostán, que habían sido recibidos por opulentos rajás con anillos en todos los dedos, vestidos con túnicas y turbantes de seda, cabalgando elefantes con gualdrapas guarnecidas de rubíes; y que en la isla de Cebú encontraron extraños toros blancos que en el cogote tenían una giba de dromedario.

Al hogar de los Claver llegaba el rumor de tanta convulsión en las guerras de conquista y fundación de villas cristianas en ese mundo que estaba descubriendo sus secretos. Todos hablaban de Sevilla y de su Casa de Contratación, a dónde se hacían arrumes de fardos con cargas exóticas de canela, anís, cardamomo y pimienta que traían de Las Molucas, la isla de las especias. Allí se concentraba el azúcar, el ron y el tabaco del Caribe; el cacao, el fique, el oro y la plata de Nueva España (Méjico); las mantas, esmeraldas, quina y perlas de Nuevo Reino de Granada; el trigo, quesos, cueros y maderas de Río de la Plata; lingotes de metales preciosos, mantas, añil y lana de vicuña del Perú. Entonces Sevilla era el corazón comercial del mundo y hasta las licencias para el tráfico de esclavos africanos hacia Las Antillas y el Caribe, se expedían allí en los folios de los contratos negreros.

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Toda esa avalancha de informes iba de boca en boca con desmesura. Pere, el menor de los Claver, inquiría, además, con alguna insistencia, sobre las andanzas de los frailes en aquellas agrestes soledades. Su madre Ana, con la piedad de los humildes, le entretenía leyendo vidas de santos a la lumbre de los leños de la chimenea, antes de que su padre restregara sus pies calzados en la entrada de la casa y colgara la pelliza cuando regresaba de sus ocupaciones de hortelano de vides y aceitunas.

EXPANDIR LA FE

Como otros infantes de Verdú, recibía Pere Claver Corberó, en la Capilla de San Miguel Arcángel, lecciones de doctrina cristiana. Bajo las bóvedas de crucería de ese templo gótico, sabría de esa otra milicia de religiosos que se empecinaban con decisión total en expandir la fe católica por el mundo que abría sus horizontes. Supo entonces de Francisco Javier, el santo jesuita que se había alistado al llamado del rey Juan III de Portugal para evangelizar en la isla de Ceilán y en las colonias de La India, donde fundó una misión pese a las acechanzas mortales de los sacerdotes brahmanes, y después en tierras de Japón dando frente al acoso porfiado de los monjes budistas. También en el catecismo de la capilla supo de Ignacio de Loyola, el santo que fundó la Compañía de Jesús para poner freno a los luteranos que tanta sangre habían cobrado en sus guerras religiosas; como también conoció la vida de Santa Teresa de Jesús o de Ávila, la joven que huyendo saltó los tapiales de su casa porque su padre era opuesto a la idea de su reclusión en un monasterio como monja contemplativa, y que fundó la Orden de Las Carmelitas Descalzas y regó conventos en España antes de que la tisis le cerrara los ojos.

Trece años tendría Pere cuando falleció su madre. Su padre contrajo segundo matrimonio con Ángela Escaver. Viudo por segunda vez, se casaría de nuevo con Juana Grenyó. Entonces Pere Claver, huérfano de todo cariño filial, se acoge a la protección de un tío canónigo en Solsona quien lo lleva a Barcelona para seguir estudios de letras y artes. Terminada la retórica en la Universidad, entró en contacto con los jesuitas del Colegio de Belén para estudios de filosofía. En agosto de 1602, la Compañía de Jesús lo recibe con sus primeros votos, para seguir en Gerona el estudio de humanidades. Allí se ensimisma en lo que escucha de la brega dura que había tenido fray Bartolomé de Las Casas, en sus denuncias ante la Corona por los crímenes de los colonos en América sobre los indígenas, cuando era obispo de Chiapas (Méjico) y después en la gran polémica de la Junta de Valladolid, donde se había cuestionado entre teólogos y filósofos si los indios tenían alma, y si era legítima su esclavización. Hasta él llegaron los ecos del sermón del humilde fray Antonio de Montesinos, que había pedido con voces airadas, en la remota isla La Española, la excomunión de los colonos que en minas, labrantíos y hatos daban un brutal trato a las indiadas esclavizadas. 

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Un suceso estremece al mundo cristiano para 1598. Un día de aquellos se difunde con la urgencia de las malas nuevas, la historia de un shogun budista, en los herejes paisajes del legendario Japón, quien quiso poner tajo final a los evangelizadores de Nagasaki. Tal jefe mandó que en la colina de Nishizaka fueran alzados en cruces 26 frailes y novicios casi niños aún, para lancearlos. Algunos portugueses, españoles y otros cristianos nativos de allí, despavoridos contemplaban a distancia el martirio, pero dolidos de esa desventura, con coraje rompieron el cordón de los guardias y corrieron a empapar pedazos de tela en la sangre de los agonizantes. Esa dolorosa novedad despejó la última duda que anidaba en la mente de Claver. Quedaría atado a la inmolación de su juventud y de toda su vida en el apostolado de llevar la voz de los sin voces y una palabra de hermanazgo a los desaparrados del mundo. Fue la época en que en Palma de Mallorca descubre que no tenía cabeza para muchos latines, que rehuiría la vida poltrona y de molicie de los altos prelados con cargos cortesanos. Allí conoció a Alonso Rodríguez, el hermano portero del convento, que en su vida de antes había sido hijo de un próspero mercader de telas, casado, con dos hijos y que, por la muerte de todos ellos, calmó su desesperación ingresando a la vida religiosa como fraile, aplicándose a escribir en cuadernos sus experiencias espirituales, que, entregados a Claver, a su vez éste los donaría al noviciado de Tunja, años más tarde, en Nueva Granada.

CARTAGENA

La Compañía de Jesús hizo una leva de evangelizadores para América. Pedro Claver cruza España con dos frailes más, a pie, y en el lomo de un borrico que a tramos se turnaban para llegar a Sevilla, puerto de partida. Su destino es Cartagena de Indias, hervidero de aventureros, religiosos, mercaderes, servidumbre negra, inquisidores y soldados realengos. La culminación de su formación sacerdotal es en Santafé de Bogotá. En almadía remontada por remeros bogas, sube las aguas terrosas del río de La Magdalena entre selvas y arcabucos, hasta la fría altiplanicie de los zipas. En el Colegio San Bartolomé recibe la instrucción teológica y luego es destinado al desgarrado paisaje de Tunja, donde por petición suya servía como portero en un convento del lugar.

El 19 de marzo de 1619, día de San José, en Cartagena, Pedro Claver es ungido sacerdote de manos del obispo dominico fray Pedro de la Vega. Es el primero de la Compañía de Jesús que recibe el sacerdocio. Al acto asistieron los priores de todos los conventos, el gobernador Diego de Acuña, el Almirante de la Armada y demás caballeros de la nobleza local. También estaba el inquisidor Mañozca que ejercía un helado y pavoroso poder en el ambiente de Cartagena, ruta final de todas las armadas de España, plaza fortificada, salida de toda mercadería y el mayor mercado de esclavos de Las Indias. Fue cuando él juró en latín su divisa: “Pedro Claver, esclavo de los negros para siempre”.

Maestro de sus futuras andanzas, sería Alonso de Sandoval, otro titán de la justicia, clérigo que vivía entre librotes hacinados hasta el techo de su celda. Tenía información de los infames negocios negreros; poseía mapas y cuadernillos de su puño en latín y castellano, donde había apuntamientos de las tribus negras, los lugares de su procedencia del África, sus lenguas y costumbres. Era la persona que más sabía sobre la desdicha de los africanos, de la ruta de las cargazones que repujaban con ellos las bodegas de los buques y su destino en los mercados negreros. Sus sermones condenando la suerte de aquellos infelices, retumbaban en Cartagena como catapultas de escándalo. Confió Sandoval a Claver, cuando recibió la orden de mudar sus afanes misioneros a Lima, aquellos manuscritos, que años después se publicaron en Sevilla con el título latino De Instauranda Aetiopum Salute, antecedido de un severo análisis teológico por los frailes censores de la Inquisición. Crítica hubo de otros jesuitas por haber elegido al joven catalán, aduciendo que Claver era torpe en teología y que sus sermones no estaban a la altura de la oratoria sagrada, pero Sandoval lo escogió por tasar en buen valor la entrega de su pupilo, así como él, a los esclavos, a los humillados y a los desposeídos de toda esperanza.

Ya en su misión, Claver procuraba saber las fechas en que arribarían al puerto los buques negreros. Bendiciones y misas ofrecía a los funcionarios de rentas por el informe de las posibles llegadas de las cargazones de esclavos en los veleros negreros. Desde lo alto de su celda, en su convento, atisbaba el velamen blanco de los barcos cuando aparecían en el horizonte marino, antes de que tronaran los cañonazos del puerto dándoles la bienvenida. Acompañado de Domingo Fulupo, Andrés Sacabuche, Ignacio Sosa y Jose Monzola negrillos al servicio del convento que hablaban varias lenguas africanas como arará, lucumí, balanta, bantú, carabalí y otras, se iba a los atracaderos de los buques cargado de naranjas, pan, vino, tabaco, ropas, remedios y sahumerios. En las ocasiones en que los capitanes negreros lo dejaban subir a cubierta, descendía a las bodegas donde más de 400 negros de todas las edades venían sepultados allí, atados a cadenas. Pedro viviría el desagradable momento en que el denso vaho de respiraciones, excrementos, sudores fermentados y aire de encierro se expandía ante la zozobra de ojos encandilados por la súbita luz del día que se metía al caramanchón. Los intérpretes saludaban en los idiomas nativos, adelantando que venían en su ayuda. Entonces un coro de lamentos se elevaba de aquellas gargantas africanas con un clamor confuso de llantos y alaridos desgarrados.

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Doña Isabel de Urbina fue una de las pocas damas que le prestó su apoyo. Antes de conocerlo, como sucedía con las damas de alto copete en Cartagena, le repugnaba la presencia del sacerdote cuando a su puerta llamaba implorando una limosna para sus negros. Escuchaba todo lo que de él se decía: que predicaba contra la esclavitud y que podía formar un dolor de cabeza cualquier día incubando una rebelión de los negros contra sus amos. Su opinión tuvo un cambio desde un día en que presenció la agresión de unos mozos blancos que esperaban al fraile en la Calle de La Cebada para golpearlo, a lo que el atacado dijo: “Pegad hijos que yo también ruego por vosotros, por vuestras faltas y almas duras”. Además, otro día llamó al aldabón de su puerta para suplicarle su intervención porque en una de sus haciendas, en esos instantes, según dijo, uno de sus mayorales estaba matando a rejo a uno de sus esclavos. Dudó ella de tal informe por quedar distante de la ciudad la tal hacienda, pero picada de un ánimo curioso, se puso en camino hacia allá. Encontró al esclavo con la cabeza metida en un cepo y la espalda sajada por los cortes de un látigo. Impresionada, despidió al mayoral y ordenó a sus esclavos destruir el calabozo, los grilletes y demás elementos de tortura. Desde entonces, ella se sumó a sus reclamos de justicia.

Algunos blancos, cuando sentían inculpación de la conciencia, se postraban ante su confesionario porque acrecía su fama de virtuoso. Entonces tenían que esperar con humildad los últimos turnos, cuando ya todos los negros se hubiesen confesado. Algunas veces mandaba a tales caballeros a buscar otros confesores y a las damas les decía que allí no había espacio para sus anchurosas faldas guardainfantes.

La leprosería de San Lázaro demandaba su cuidado. Allí barría, arreglaba camas, recogía ropas sucias, repartía auxilios de comida y medicamentos. Los días de fiesta les llevaba vihuelistas para que escucharan música. Los presidios eran parte de sus afanes. Metido en los sórdidos calabozos escuchaba la confidencia de los presos, aún de aquellos detenidos por un auto de fe de la Inquisición, la que en más de una ocasión centró su atención en él tratando de deducir herejías de su comportamiento fraterno, como pasó con un arcediano anglicano de Londres, apresado y torturado por los jueces del Santo Oficio, a quién terminó por bautizar. 

Dos licenciados en leyes, movidos a piedad por la prédica de Claver, se encargaban de la defensa ante la justicia, de los miserables y pobres sin recursos de pago. Ni las distancias, ni los calores del sol o los huracanes del Caribe, detenían sus sandalias recorriendo aldeas y villorrios, durmiendo sobre petates y comiendo la ración de comistrajos de esclavos y labriegos, en su prisa por llevar una palabra de misericordia.

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Un día comenzó el comentario en Cartagena que tenía el don de la clarividencia y que su lengua se adelantaba en acontecimientos que con rigor se cumplían. El negro Diego Fulupo, quien lo asistió por años, sostuvo hasta el último día de su vida, haberle visto elevado del suelo cuando de rodillas oraba con un crucifijo que sostenían sus manos.

Como un arropijo de muerte, la viruela llegó en 1650. Pedro exigía más de sí para asistir a los apestados en las calles de Cartagena y en los hospicios de los virulentos. Con cuarenta años de entrega a esos trajines de solidaridad humana, su resistencia se va venciendo ante tanto trabajo agotante. Un día, la parálisis le fue invadiendo los músculos. Cuatro años duró impedido en su celda de fraile, durmiendo siempre sobre una estera, entre oraciones y la penitencia del silicio, en un espantoso estado de abandono, hasta cuando en la madrugada del 9 de septiembre de 1654, se le fugó el último aliento. Su fama de santo ya era reconocida por todos. Un río humano se precipitó por las calles de la ciudad hacia el convento. Todos querían tocar su cuerpo o llevar algo de él como reliquia, como la correa de las sandalias, un pedazo de su hábito o un rizo de su cabello.

Desamparado, Pedro Claver se enfrentó a las leyes esclavistas, a la crueldad de los amos, a los prejuicios de su época, a la Inquisición que nunca lo miró con buenos ojos, al alto clero que frío e indolente consintió los abusos, y a la envidia de los mismos frailes. Muchos de ellos lo acusaron a Roma por guardar botijas de vino en su celda para las fiestas de esclavos; por preferir en el trato evangélico a los negros antes que a los blancos o por llamarle la atención a una dama de alta escala social cuando se pavoneaba coqueta, luciendo sus alhajas y su basquiña en los actos litúrgicos del convento.

Siguiendo su ruta de apóstol, María Teresa Ledoshowska, (ahora beatificada por el papa Pablo VI) conocida como “la madre de África”, se entregó a la brega de combatir la esclavitud en ese continente, fundando misiones y una congregación llamada Hermanas Misioneras de San Pedro Claver, hoy extendida en el mundo. 

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Pedro Claver ocupa una peana en los altares vaticanos. Fue santificado por el papa León XIII el 15 de enero de 1888. Si existiera un culto a los bienhechores de la humanidad, la religión del positivismo propuesta por Augusto Comte, lo cierto es que Montesinos, Las Casas, Sandoval y Pedro Claver también fueran héroes o santos. Porque es lo mismo: la santidad es la más alta categoría del heroísmo.          

Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, febrero 16, 2021.

POR: RODOLFO ORTEGA MONTERO.