El error que hemos cometido es pensar que las ciudades son solamente para los humanos y nos hemos olvidado de las otras especies que se quedaron a vivir con nosotros, algunas para incomodarnos.
Creemos, de manera errónea, que la ciudad está habitada únicamente por seres humanos. La mirada citadina, afectada de ceguera por inatención, simplemente ignora a los otros animales no humanos que también se han adaptado a nuestras moles de cemento. Los vemos cuando nos molestan, como ocurre con las plagas, o cuando buscamos su compañía como mascotas.
Sin embargo, hay otros cientos de especies con las que compartimos el hábitat urbano y al percatamos de su presencia simplemente nos parecen intrusos. En Valledupar los variados ecosistemas de sus contornos rurales propician la presencia de aves, roedores, réptiles, primates y osos que a veces nos sorprenden, como el año pasado el caso de la osa melera en el Hotel Sonesta, que se volvió noticia nacional.
Para rastrear la presencia de la fauna urbana de Valledupar conversé con el pintor Abrahán Carrillo, perenne y atento transeúnte de sus calles; con el arquitecto Rafael Romero, conocedor de la evolución del diseño de los espacios urbanos en nuestra ciudad, y con el abogado Raúl Gutiérrez, vecino del cerro de Hurtado, en la urbanización Santa Rosalía.
Abrahán Carillo es un artista esotérico. Sus obras se inspiran en la “geometría sagrada”, según la cual la naturaleza reproduce en escalas las formas esenciales del universo. Así, en el nido de un pájaro puede estar representada una galaxia. Por eso, Abrahán camina atento avistando el comportamiento de los animales silvestres que habitan las calles y parques de Valledupar. Lo impresionan las aves, cientos de ellas que sobrevuelan el cielo vallenato, sobre todo pericos, canarios, azulejos, ‘vito fue’, palguaratas, sinsontes, toches, cocineras, oropendos y cucaracheros, que disfrutan más que nadie la variada arborización de la ciudad.
Abrahán se asombra de la velocidad de las ardillas, “que parecen estrellas fugaces sobre los rugosos troncos de los almendros”; “de las iguanas prehistóricas que zarandean la cola como un látigo” y que se acuestan temprano porque son animales diurnos. También ha descubierto la discreta presencia de otros animales que se dejan ver menos, como zorros y mapuritos, cuyo vaho del almizcle podría delatarlos, pero que los citadinos ignoran porque son analfabetas en olores animales. “Un muchacho de ahora, criado lejos de los corrales, no distinguiría entre el olor de cagajón de burro y la boñiga de vaca”, dice.
Sostiene que la pavimentación de las calles acabó con los charcos y por eso después de las lluvias se ven muy pocas mariposas de colores magníficos, sobreviviendo apenas una especie grande y negra que la gente considera de mala suerte. La pavimentación también ha afectado a los sapos, que mueren desorientados en las calles aplastados por los carros.
El desuso de los techos de palma acabó con el hábitat preferido de unas hermosas lagartijas de cola azul brillante llamadas “limpia casas” y que se movían en las paredes como objetos decorativos. Para Abrahán, la presencia animal alrededor del hombre es una bendición de Dios y la percibe con una sensibilidad espiritual “que la gente no entiende y por eso me consideran loco”.
Lea también: “El cerro de Hurtado es un pulmón natural que debe ser preservado”: senador Sanguino
Rafael Romero es un arquitecto vallenato ligado desde niño al desarrollo urbano de la ciudad. Su padre, Avelino Romero Reina, natural de Usme, Cundinamarca, y su madre, Raquel Henríquez Hernández, riohachera descendiente de judíos sefardíes, fueron reconocidos emprendedores y comerciantes en Valledupar. Abrieron la primera fábrica de gaseosas de la ciudad, ‘Gaseosas Guatapurí’, antes que Hipinto y Coca Cola; una fábrica de bolis que llamaron ‘Babe Ruth’, en honor al famoso beisbolista de los Yankees de New York y una importadora de vehículos, entre otras iniciativas de modernización.
Rafael Romero Henríquez, como profesional de la construcción, participó inicialmente en el proyecto del parque lineal de Hurtado y confiesa que diseñó los senderos del Pozo de los Caballos sobre los marcados caminos de los burros que abrevaban en el río.
Dice que anteriormente las viviendas se construían en función de los animales que acompañaban a las familias. Los patios y terrazas para los perros guardianes, los cómodos alféizares de las ventanas para el elegante reposo de los gatos, los traspatios para las bestias de trabajo y carga, los corredores para las pajareras y hasta el rincón con la estaca para el mico. Hoy, por fortuna, no se permite el cautiverio de animales silvestres, pero se volvió una verdadera moda la tenencia de mascotas, sobre todo perros y gatos, que sufren una no menos grave modalidad de maltrato animal: humanizarlos.
Las actuales viviendas no se diseñan pensando en los animales, sino que se les obliga a adaptarse a los espacios humanos. En Valledupar, por ejemplo, conoció la aberrante situación de seis perros siberianos que viven con su dueño en un apartamento de 80 metros cuadrados.
En Valledupar hay millares de perros que viven con sus dueños, son las mascotas más apreciadas y las que más se adaptan al entorno humano. No se conocen casos de mascotas exóticas, incluso es una ciudad poco amable con los gatos, lo que explica el incremento de las tuquecas cantadoras en todas las casas. Muchos gatos sobreviven enfermos y abandonados en las calles, al punto de que existe una fundación que los recoge y los lleva por cientos a otras ciudades para que sean adoptados.
Al referirse a su oficio de constructor dice que se preocupa por proteger las viviendas de las plagas; pero es un trabajo exigente y a veces infructuoso porque las redes de las alcantarillas son verdaderas avenidas para el tránsito de cucarachas y ratones. En el 2014, por ejemplo, se armó un escándalo en Valledupar porque en el local de una prestigiosa marca de helados gourmet se descubrió una colonia de cucarachas y de insectos.
Las moscas, mosquitos, hormigas, arañas, pulgas, piojos y otros indeseables artrópodos nos invaden por millones y en la guerra química por combatirlos a veces resultamos más afectados. Al respecto se deben implementar controles ecológicos, como hacían nuestros abuelos, quienes desterraban las cucarachas de los radios y televisores a punta de humo de tabaco.
No menos indeseables son los murciélagos, anidados en los techos de tejas, que cruzan raudos las noches del Centro Histórico y de Novalito, al igual que las palomas grises o caseras a las que, para imitar la costumbre bogotana, los niños alimentaban con maíz en la Plaza Alfonso López.
Rafael Romero admite que la arquitectura en Valledupar está en mora de repensar todas estas circunstancias al momento de diseñar los espacios, públicos y privados, que se construyen en la ciudad. Ha observado, por ejemplo, que el uso masivo del color blanco en las edificaciones ha tenido impacto visual en las aves migratorias que terminan estrelladas en las paredes. Cuenta que es común, y muy triste, encontrar pajaritos de todas las especies muertos en el suelo de las construcciones.
El error que hemos cometido, reconoce, es pensar que las ciudades son solamente para los humanos y nos hemos olvidado de las otras especies que se quedaron a vivir con nosotros, algunas para incomodarnos, pero otras para ayudarnos a seguir en armonía con la naturaleza de la que hacemos parte.
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El último de mis invitados en la busca urbana de animales silvestres en Valledupar fue Raúl Gutiérrez Gómez, un veterano abogado litigante que tenía su antigua oficina en una vieja casona del barrio Cañahuate. Allí guardaba copias de centenares de papeles que se volvían amarillentos esperando los fallos judiciales y siempre tuvo gatos que le hacían limpieza de bichos a los resignados expedientes.
Raúl Gutiérrez también fue el primer habitante de la urbanización Santa Rosalía, detrás del colegio la Sagrada Familia, donde construyó una casa de tres niveles en el frente norte del cerro de Hurtado. La azotea, a la que se accede por un rudimentario ascensor, tiene una vista privilegiada al Parque de la Leyenda Vallenata, pero, sobre todo, a la falda del cerro en el que descubrió una docena de vecinos: gallinetas, conejos, iguanas, ardillas, boas y monos aulladores que iniciaban su ruidosa vocalización a partir de las 4:00 de la tarde.
Una vez, inclusive, se topó en la reja de su casa con un tigrillo, cuya presencia fue advertida por el valiente maullido de ‘La Michu’, su doméstica gata, experta cazadora de culebras mapanás y de lagartijas.
Raúl y su familia no se incomodan con su vecindario. Más bien les parece un privilegio y desde la azotea no dejan de otearlo con los mismos binoculares con los que han apreciado a la pléyade de artistas que se presentan en el Festival Vallenato. Me habla maravillas del cerro y considera que la ciudad debe ampliar sus espacios ecológicos. “Al fin y al cabo, los habitantes de Valledupar tenemos el alma rural”, manifiesta.
La especial mirada de estos tres habitantes de Valledupar confirman la necesidad de plantear un cambio de percepción del concepto de ciudad. El hábitat urbano no nos aísla de nuestros congéneres no humanos, menos en ciudades como Valledupar, ubicada entre los ricos ecosistemas de la Sierra Nevada y la Serranía de Perijá y con un fuerte entorno rural.
La inevitable compañía de los animales en la ciudad, algunos bajo nuestra custodia como los gallos finos, los caballos de paso, las mascotas, etc., y otros libres y mostrencos, como los insectos, las aves, reptiles y pequeños vertebrados citadinos, nos enfrentan con diversos retos en temas de salud pública, seguridad y comodidad de nuestros núcleos urbanos.
La ciudad que debemos construir debe ser de ambientes mixtos, donde la naturaleza animal tenga sus propios espacios, “metrópolis” en el sentido original de ciudades madres; o quizás, más bien, verdaderas “zootrópolis” para la múltiple convivencia.
Por: Pedro Olivella Solano
El error que hemos cometido es pensar que las ciudades son solamente para los humanos y nos hemos olvidado de las otras especies que se quedaron a vivir con nosotros, algunas para incomodarnos.
Creemos, de manera errónea, que la ciudad está habitada únicamente por seres humanos. La mirada citadina, afectada de ceguera por inatención, simplemente ignora a los otros animales no humanos que también se han adaptado a nuestras moles de cemento. Los vemos cuando nos molestan, como ocurre con las plagas, o cuando buscamos su compañía como mascotas.
Sin embargo, hay otros cientos de especies con las que compartimos el hábitat urbano y al percatamos de su presencia simplemente nos parecen intrusos. En Valledupar los variados ecosistemas de sus contornos rurales propician la presencia de aves, roedores, réptiles, primates y osos que a veces nos sorprenden, como el año pasado el caso de la osa melera en el Hotel Sonesta, que se volvió noticia nacional.
Para rastrear la presencia de la fauna urbana de Valledupar conversé con el pintor Abrahán Carrillo, perenne y atento transeúnte de sus calles; con el arquitecto Rafael Romero, conocedor de la evolución del diseño de los espacios urbanos en nuestra ciudad, y con el abogado Raúl Gutiérrez, vecino del cerro de Hurtado, en la urbanización Santa Rosalía.
Abrahán Carillo es un artista esotérico. Sus obras se inspiran en la “geometría sagrada”, según la cual la naturaleza reproduce en escalas las formas esenciales del universo. Así, en el nido de un pájaro puede estar representada una galaxia. Por eso, Abrahán camina atento avistando el comportamiento de los animales silvestres que habitan las calles y parques de Valledupar. Lo impresionan las aves, cientos de ellas que sobrevuelan el cielo vallenato, sobre todo pericos, canarios, azulejos, ‘vito fue’, palguaratas, sinsontes, toches, cocineras, oropendos y cucaracheros, que disfrutan más que nadie la variada arborización de la ciudad.
Abrahán se asombra de la velocidad de las ardillas, “que parecen estrellas fugaces sobre los rugosos troncos de los almendros”; “de las iguanas prehistóricas que zarandean la cola como un látigo” y que se acuestan temprano porque son animales diurnos. También ha descubierto la discreta presencia de otros animales que se dejan ver menos, como zorros y mapuritos, cuyo vaho del almizcle podría delatarlos, pero que los citadinos ignoran porque son analfabetas en olores animales. “Un muchacho de ahora, criado lejos de los corrales, no distinguiría entre el olor de cagajón de burro y la boñiga de vaca”, dice.
Sostiene que la pavimentación de las calles acabó con los charcos y por eso después de las lluvias se ven muy pocas mariposas de colores magníficos, sobreviviendo apenas una especie grande y negra que la gente considera de mala suerte. La pavimentación también ha afectado a los sapos, que mueren desorientados en las calles aplastados por los carros.
El desuso de los techos de palma acabó con el hábitat preferido de unas hermosas lagartijas de cola azul brillante llamadas “limpia casas” y que se movían en las paredes como objetos decorativos. Para Abrahán, la presencia animal alrededor del hombre es una bendición de Dios y la percibe con una sensibilidad espiritual “que la gente no entiende y por eso me consideran loco”.
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Rafael Romero es un arquitecto vallenato ligado desde niño al desarrollo urbano de la ciudad. Su padre, Avelino Romero Reina, natural de Usme, Cundinamarca, y su madre, Raquel Henríquez Hernández, riohachera descendiente de judíos sefardíes, fueron reconocidos emprendedores y comerciantes en Valledupar. Abrieron la primera fábrica de gaseosas de la ciudad, ‘Gaseosas Guatapurí’, antes que Hipinto y Coca Cola; una fábrica de bolis que llamaron ‘Babe Ruth’, en honor al famoso beisbolista de los Yankees de New York y una importadora de vehículos, entre otras iniciativas de modernización.
Rafael Romero Henríquez, como profesional de la construcción, participó inicialmente en el proyecto del parque lineal de Hurtado y confiesa que diseñó los senderos del Pozo de los Caballos sobre los marcados caminos de los burros que abrevaban en el río.
Dice que anteriormente las viviendas se construían en función de los animales que acompañaban a las familias. Los patios y terrazas para los perros guardianes, los cómodos alféizares de las ventanas para el elegante reposo de los gatos, los traspatios para las bestias de trabajo y carga, los corredores para las pajareras y hasta el rincón con la estaca para el mico. Hoy, por fortuna, no se permite el cautiverio de animales silvestres, pero se volvió una verdadera moda la tenencia de mascotas, sobre todo perros y gatos, que sufren una no menos grave modalidad de maltrato animal: humanizarlos.
Las actuales viviendas no se diseñan pensando en los animales, sino que se les obliga a adaptarse a los espacios humanos. En Valledupar, por ejemplo, conoció la aberrante situación de seis perros siberianos que viven con su dueño en un apartamento de 80 metros cuadrados.
En Valledupar hay millares de perros que viven con sus dueños, son las mascotas más apreciadas y las que más se adaptan al entorno humano. No se conocen casos de mascotas exóticas, incluso es una ciudad poco amable con los gatos, lo que explica el incremento de las tuquecas cantadoras en todas las casas. Muchos gatos sobreviven enfermos y abandonados en las calles, al punto de que existe una fundación que los recoge y los lleva por cientos a otras ciudades para que sean adoptados.
Al referirse a su oficio de constructor dice que se preocupa por proteger las viviendas de las plagas; pero es un trabajo exigente y a veces infructuoso porque las redes de las alcantarillas son verdaderas avenidas para el tránsito de cucarachas y ratones. En el 2014, por ejemplo, se armó un escándalo en Valledupar porque en el local de una prestigiosa marca de helados gourmet se descubrió una colonia de cucarachas y de insectos.
Las moscas, mosquitos, hormigas, arañas, pulgas, piojos y otros indeseables artrópodos nos invaden por millones y en la guerra química por combatirlos a veces resultamos más afectados. Al respecto se deben implementar controles ecológicos, como hacían nuestros abuelos, quienes desterraban las cucarachas de los radios y televisores a punta de humo de tabaco.
No menos indeseables son los murciélagos, anidados en los techos de tejas, que cruzan raudos las noches del Centro Histórico y de Novalito, al igual que las palomas grises o caseras a las que, para imitar la costumbre bogotana, los niños alimentaban con maíz en la Plaza Alfonso López.
Rafael Romero admite que la arquitectura en Valledupar está en mora de repensar todas estas circunstancias al momento de diseñar los espacios, públicos y privados, que se construyen en la ciudad. Ha observado, por ejemplo, que el uso masivo del color blanco en las edificaciones ha tenido impacto visual en las aves migratorias que terminan estrelladas en las paredes. Cuenta que es común, y muy triste, encontrar pajaritos de todas las especies muertos en el suelo de las construcciones.
El error que hemos cometido, reconoce, es pensar que las ciudades son solamente para los humanos y nos hemos olvidado de las otras especies que se quedaron a vivir con nosotros, algunas para incomodarnos, pero otras para ayudarnos a seguir en armonía con la naturaleza de la que hacemos parte.
Le puede interesar: La prueba piloto en San Alberto que podría ‘salvar’ al río Cesar
El último de mis invitados en la busca urbana de animales silvestres en Valledupar fue Raúl Gutiérrez Gómez, un veterano abogado litigante que tenía su antigua oficina en una vieja casona del barrio Cañahuate. Allí guardaba copias de centenares de papeles que se volvían amarillentos esperando los fallos judiciales y siempre tuvo gatos que le hacían limpieza de bichos a los resignados expedientes.
Raúl Gutiérrez también fue el primer habitante de la urbanización Santa Rosalía, detrás del colegio la Sagrada Familia, donde construyó una casa de tres niveles en el frente norte del cerro de Hurtado. La azotea, a la que se accede por un rudimentario ascensor, tiene una vista privilegiada al Parque de la Leyenda Vallenata, pero, sobre todo, a la falda del cerro en el que descubrió una docena de vecinos: gallinetas, conejos, iguanas, ardillas, boas y monos aulladores que iniciaban su ruidosa vocalización a partir de las 4:00 de la tarde.
Una vez, inclusive, se topó en la reja de su casa con un tigrillo, cuya presencia fue advertida por el valiente maullido de ‘La Michu’, su doméstica gata, experta cazadora de culebras mapanás y de lagartijas.
Raúl y su familia no se incomodan con su vecindario. Más bien les parece un privilegio y desde la azotea no dejan de otearlo con los mismos binoculares con los que han apreciado a la pléyade de artistas que se presentan en el Festival Vallenato. Me habla maravillas del cerro y considera que la ciudad debe ampliar sus espacios ecológicos. “Al fin y al cabo, los habitantes de Valledupar tenemos el alma rural”, manifiesta.
La especial mirada de estos tres habitantes de Valledupar confirman la necesidad de plantear un cambio de percepción del concepto de ciudad. El hábitat urbano no nos aísla de nuestros congéneres no humanos, menos en ciudades como Valledupar, ubicada entre los ricos ecosistemas de la Sierra Nevada y la Serranía de Perijá y con un fuerte entorno rural.
La inevitable compañía de los animales en la ciudad, algunos bajo nuestra custodia como los gallos finos, los caballos de paso, las mascotas, etc., y otros libres y mostrencos, como los insectos, las aves, reptiles y pequeños vertebrados citadinos, nos enfrentan con diversos retos en temas de salud pública, seguridad y comodidad de nuestros núcleos urbanos.
La ciudad que debemos construir debe ser de ambientes mixtos, donde la naturaleza animal tenga sus propios espacios, “metrópolis” en el sentido original de ciudades madres; o quizás, más bien, verdaderas “zootrópolis” para la múltiple convivencia.
Por: Pedro Olivella Solano