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Columnista - 12 octubre, 2023

Sócrates, de lo hablado y lo escrito

Por Donaldo Mendoza De Sócrates (Grecia, -470 a -399) sabemos, por testimonios de sus discípulos, que no dejó nada escrito. Y no fue solo por su carácter de iluminado, al modo de Buda o Jesucristo, sino porque era costumbre de esos tiempos que los grandes maestros se comunicaran a través de la palabra viva y su realización […]

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Por Donaldo Mendoza

De Sócrates (Grecia, -470 a -399) sabemos, por testimonios de sus discípulos, que no dejó nada escrito. Y no fue solo por su carácter de iluminado, al modo de Buda o Jesucristo, sino porque era costumbre de esos tiempos que los grandes maestros se comunicaran a través de la palabra viva y su realización en el diálogo directo, y no de una obra escrita. La viva voz, para ir a la busca de la verdad en forma satisfactoria. El gesto de Jesucristo al “escribir en la arena”, borrar y seguir el camino. Que para guardar está la memoria.

Estamos, pues, ante seres eminentes que conocieron la escritura, pero que la consideraron incompleta para la misión a la que estaban destinados. Sócrates, el presentado por Platón en su diálogo «Fedro», leía –o se hacía leer– autores de su interés; y seguramente escribía y destruía luego con impenitente modestia: “ante un buen escritor, yo, un profano”. Es válida la inferencia de que sí escribía, en razón del cabal conocimiento que tenía del oficio. Al punto que es posible trazar una didáctica a partir de sus juicios. 

Suya es esta pregunta: “¿Cuál es entonces la manera de escribir bien o no?”. Comparaba un buen escrito con el cuerpo de un animal, en donde se articulan las partes entre sí, y estas con el todo. El discurso, decía, tiene su propio cuerpo: “que no carezca de cabeza ni de pies, y tenga una parte central y extremidades, escritas de manera que se correspondan unas con otras y con el todo”. Es lo que llamamos ‘cohesión’, referido al riguroso tejido textual. 

 Esa referencia a la estructura externa de una buena composición, “que el arte procura”, la concluye con frase rotunda: “la clase de discurso que requiere el arte: ni largos, ni cortos, sino de una extensión moderada”. Veinticinco siglos después, Sócrates hallaría un discípulo que pondría en práctica su sugerencia. No es otro que Jorge Luis Borges, capaz de explicar a Dostoievski o «Las mil y una noches» en prólogos de 500 palabras. Veamos ahora lo que sucede con la estructura interna, que se condensa en el estilo.

En la frase, las palabras deben hornearse con claridad, concisión y exactitud. Decir las palabras precisas, que se iluminen con expresión sentenciosa y la imagen que abre camino a nuevos sentidos. Un procedimiento que, si se lleva a buen término, puede “mandar de paseo la verdad” para priorizar lo “verosímil”, “…y por la fuerza de la palabra hacer aparecer las cosas pequeñas como grandes, lo que es nuevo como si fuera viejo, y lo contrario como si fuera nuevo”. Porque ante el lector vale más la persuasión que la verdad. ¿O se siente defraudado el lector que lee el episodio de Remedios la Bella subiendo al cielo en cuerpo y sábanas?

Comenta Platón en este diálogo, que Sócrates tenía un especial interés por la mitología egipcia, y es precisamente en esa tradición donde encuentra la fuente para su “filosofía vivida”. Y ante el dilema de la conveniencia o la inconveniencia de escribir, halló en un mito egipcio una respuesta: «Vivió en Egipto un antiguo dios llamado Theuth (descubridor del número y el cálculo, la geometría y la astronomía, el juego de damas y los dados, y también las letras). Como todo dios bienhechor, quiso entregárselos a los egipcios. Theuth fue a ver al rey Thamus (Ammón), le mostró estas artes con sus respectivas cualidades; pero llegado a la escritura, dijo Theuth: “Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y aumentará su memoria. Pues se ha inventado como un remedio de la sabiduría y la memoria”. Y aquél replicó: “Oh, Theuth, excelso inventor de artes […] Ahora tú, como padre que eres de las letras, dijiste por cariño a ellas el efecto contrario al que producen. Pues este invento dará origen en las almas de quienes lo aprendan al olvido, por descuido del cultivo de la memoria, ya que los hombres, por culpa de su confianza en la escritura, serán traídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde dentro, por su propio esfuerzo. […] Apariencia de sabiduría y no sabiduría verdadera procuras a tus discípulos. Pues […] darán la impresión de conocer muchas cosas, a pesar de ser en su mayoría unos perfectos ignorantes; […] al haberse convertido, en vez de sabios, en hombres con la presunción de serlo”».

Columnista
12 octubre, 2023

Sócrates, de lo hablado y lo escrito

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Donaldo Mendoza

Por Donaldo Mendoza De Sócrates (Grecia, -470 a -399) sabemos, por testimonios de sus discípulos, que no dejó nada escrito. Y no fue solo por su carácter de iluminado, al modo de Buda o Jesucristo, sino porque era costumbre de esos tiempos que los grandes maestros se comunicaran a través de la palabra viva y su realización […]


Por Donaldo Mendoza

De Sócrates (Grecia, -470 a -399) sabemos, por testimonios de sus discípulos, que no dejó nada escrito. Y no fue solo por su carácter de iluminado, al modo de Buda o Jesucristo, sino porque era costumbre de esos tiempos que los grandes maestros se comunicaran a través de la palabra viva y su realización en el diálogo directo, y no de una obra escrita. La viva voz, para ir a la busca de la verdad en forma satisfactoria. El gesto de Jesucristo al “escribir en la arena”, borrar y seguir el camino. Que para guardar está la memoria.

Estamos, pues, ante seres eminentes que conocieron la escritura, pero que la consideraron incompleta para la misión a la que estaban destinados. Sócrates, el presentado por Platón en su diálogo «Fedro», leía –o se hacía leer– autores de su interés; y seguramente escribía y destruía luego con impenitente modestia: “ante un buen escritor, yo, un profano”. Es válida la inferencia de que sí escribía, en razón del cabal conocimiento que tenía del oficio. Al punto que es posible trazar una didáctica a partir de sus juicios. 

Suya es esta pregunta: “¿Cuál es entonces la manera de escribir bien o no?”. Comparaba un buen escrito con el cuerpo de un animal, en donde se articulan las partes entre sí, y estas con el todo. El discurso, decía, tiene su propio cuerpo: “que no carezca de cabeza ni de pies, y tenga una parte central y extremidades, escritas de manera que se correspondan unas con otras y con el todo”. Es lo que llamamos ‘cohesión’, referido al riguroso tejido textual. 

 Esa referencia a la estructura externa de una buena composición, “que el arte procura”, la concluye con frase rotunda: “la clase de discurso que requiere el arte: ni largos, ni cortos, sino de una extensión moderada”. Veinticinco siglos después, Sócrates hallaría un discípulo que pondría en práctica su sugerencia. No es otro que Jorge Luis Borges, capaz de explicar a Dostoievski o «Las mil y una noches» en prólogos de 500 palabras. Veamos ahora lo que sucede con la estructura interna, que se condensa en el estilo.

En la frase, las palabras deben hornearse con claridad, concisión y exactitud. Decir las palabras precisas, que se iluminen con expresión sentenciosa y la imagen que abre camino a nuevos sentidos. Un procedimiento que, si se lleva a buen término, puede “mandar de paseo la verdad” para priorizar lo “verosímil”, “…y por la fuerza de la palabra hacer aparecer las cosas pequeñas como grandes, lo que es nuevo como si fuera viejo, y lo contrario como si fuera nuevo”. Porque ante el lector vale más la persuasión que la verdad. ¿O se siente defraudado el lector que lee el episodio de Remedios la Bella subiendo al cielo en cuerpo y sábanas?

Comenta Platón en este diálogo, que Sócrates tenía un especial interés por la mitología egipcia, y es precisamente en esa tradición donde encuentra la fuente para su “filosofía vivida”. Y ante el dilema de la conveniencia o la inconveniencia de escribir, halló en un mito egipcio una respuesta: «Vivió en Egipto un antiguo dios llamado Theuth (descubridor del número y el cálculo, la geometría y la astronomía, el juego de damas y los dados, y también las letras). Como todo dios bienhechor, quiso entregárselos a los egipcios. Theuth fue a ver al rey Thamus (Ammón), le mostró estas artes con sus respectivas cualidades; pero llegado a la escritura, dijo Theuth: “Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y aumentará su memoria. Pues se ha inventado como un remedio de la sabiduría y la memoria”. Y aquél replicó: “Oh, Theuth, excelso inventor de artes […] Ahora tú, como padre que eres de las letras, dijiste por cariño a ellas el efecto contrario al que producen. Pues este invento dará origen en las almas de quienes lo aprendan al olvido, por descuido del cultivo de la memoria, ya que los hombres, por culpa de su confianza en la escritura, serán traídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde dentro, por su propio esfuerzo. […] Apariencia de sabiduría y no sabiduría verdadera procuras a tus discípulos. Pues […] darán la impresión de conocer muchas cosas, a pesar de ser en su mayoría unos perfectos ignorantes; […] al haberse convertido, en vez de sabios, en hombres con la presunción de serlo”».