Hoy hablamos mucho más de salud mental. Lo hacen los gobiernos, las escuelas, las empresas y las redes sociales. Se ha vuelto un tema omnipresente, símbolo de modernidad, responsabilidad, madurez y sensibilidad. Pero cuanto más se expande el discurso, más se difumina el significado. En este manoseo de la salud mental, terminamos perdiendo ideas básicas. ¿Qué significa estar mentalmente enfermo o sano?
Durante el último siglo se intentó responder a esas preguntas importando el modelo médico,entender la enfermedad mental con los mismos métodos que se entiende la enfermedad cardíaca o respiratoria. Sin embargo, el reduccionismo biológico (postura que explica fenómenos desde procesos biológicos) no ofrece las mismas luces sobre la mente que puede ofrecer sobre el cuerpo. Y es que la mayoría de especialidades médicas pueden recurrir a muestras tangibles como una biopsia, un hemograma, una resonancia para identificar el problema. Pero no hay exámenes de sangre que detecten ansiedad, ni tomografías que muestren tristeza, a pesar de que se han realizado significativos esfuerzos por asociar condiciones físicas a estados mentales. Esfuerzos, hasta la fecha, infértiles.
Siendo así, ¿cómo se diagnostican enfermedades mentales? Con síntomas. Así es, donde la medicina cuenta con múltiples herramientas para entender procesos biológicos, incluso anivel celular, la salud mental se basa en los síntomas reportados por el paciente u observados por profesionales. Los síntomas son narraciones subjetivas, interpretaciones de una experiencia; las muestras son huellas materiales. Esto hace que importar el modelo médico al psicológico convierta a la salud mental en un campo inevitablemente interpretativo, un territorio donde la ciencia y la hermenéutica se entrelazan. Así, importar el modelo médico a la salud mental nos ha traído varias dificultades a la hora de entender qué significan realmente salud y enfermedad mental.
Primero, y quizá más evidente, el diagnóstico está sujeto a la subjetividad de quien reporta los síntomas y/o de quién los observa. Quizá que dos personas separadas describan su tristeza con palabras similares e incluso responden igual a la pregunta “¿De 1 a 10….?”. No significa que tengan la misma experiencia ni condición. Y respecto a los profesionales, se han realizado estudios de confiabilidad, encontrado resultados preocupantes y es que repetidamente, ante el mismo paciente diferentes psicólogos/psiquiatras dan diferentes diagnósticos, lo que implica diferentes tratamientos. Es difícil que dos médicos difieran cuando hay evidencia tangible como una biopsia, pero cuando hablamos de salud mental estamos sujetos a diagnósticos subjetivos.
Segundo, es un modelo enfocado en síntomas que no indaga sobre la historia o contexto. Una persona con conductas violentas puede fácilmente cumplir los criterios para un trastorno antisocial; pero si esta persona viene de un contexto donde tenía que ser violenta para sobrevivir, quizá deberíamos hablar de procesos de aprendizaje más que de patologías. Además, como siempre le digo a los pacientes con los que trabajo: El objetivo final no puede ser solo tratar síntomas, sino causas. Resolver el síntoma sin ir a la raíz, es posponer y empeorar. Si frecuentemente tengo dolores de estómago, buscaré entender la raíz para solucionar, no sólo sedar el dolor con aspirina. El modelo actual, se enfoca en el dolor no en su origen.
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El tercer problema es que el modelo médico trabaja con categorías rígidas (“tiene o no tiene”), mientras la salud mental opera en continuos. Por eso, por ejemplo, hoy en día hablamos del espectro autista, del cual todos hacemos parte, espectro en el cual, incluso, nos movemos durante nuestra vida. Lo mismo ocurre con la ansiedad, la tristeza, la rabia, y es difícil marcar una línea que separe salud de enfermedad. En el modelo médico existe o no un diagnóstico y ya dentro del diagnóstico existirán diferentes grados del mismo. Por eso, no podemos entender un diagnóstico de depresión o de ansiedad de la misma forma que entendemos un diagnóstico médico.
Cuarto, no sólo es subjetivo a paciente y profesional, sino a la sociedad. El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) es el libro guía. En él se encuentran todos los trastornos y cómo diagnosticarlos. El DSM va en su quinta versión y desde la primera ha cambiado drásticamente. Con cada versión han aumentado la cantidad de diagnósticos, pasando de 106 en 1952 a 541 en 2013. Esto no necesariamente quiere decir que descubrimos 400 trastornos nuevos en 60 años. Más bien refleja cambios culturales, tensiones políticas e incluso intereses económicos. Basta recordar que la homosexualidad fue considerada un trastorno mental durante más de 30 años, o que en distintas ediciones han aparecido categorías tan disímiles como “«trastorno de matemáticas» o «tartamudeo». Incluso, en las versiones recientes se ha discutido agregar como posibles trastornos la adicción al internet, el racismo o la obesidad. Wasserman habla de despatologizar la psicopatología, el mensaje es claro, no todo dolor, tristeza, molestia, incomodidad, conducta inusual o ansiedad es enfermedad, la experiencia humana está llena de momentos difíciles, no por ello enfermizos. En esta línea, varios trastornos parecen aludir a intereses exteriores a lo clínico. Por ejemplo, Richard McNally, demostró que la construcción de la categoría de esquizofrenia fue hecha por personas con muy fuertes vínculos con las farmacéuticas que producen fármacos para el trastorno. Lo que nos lleva a preguntarnos si deberían los que se lucran de la venta de los medicamentos ser quienes definan quién está enfermo. Recordemos que el DSM es usado para todo, desde diagnósticos, incapacidades y tratamientos hasta pagos de aseguradoras.
Quinto, evidentemente aumentar la cantidad de diagnósticos aumenta la cantidad de personas que los padecen, cada vez más personas son definidas por una etiqueta clínica, y menos por su historia o su contexto. Hoy es fácil que toda persona pueda encajar en uno o varios diagnósticos. Investigar sobre el aumento en el consumo de antidepresivos o ansiolíticos en los últimos años es encontrarse con cifras hiperbólicas. Esto no sólo lleva a que diagnosticamos a quien no lo necesita, patologizando aspectos que son propios de la experiencia humana. También facilita que dejemos sin apoyo a quien sí lo requiere y que hagamos de nuestra comprensión de la salud mental una cada vez menos clara.
Sexto, en términos técnicos es un modelo incongruente. Como menciona Foulkes, quizá estamos diagnosticando mal: 63% de las personas con una enfermedad mental cumplen criterios para otro diagnóstico, 53% para un tercer diagnóstico y 41% para un cuarto diagnóstico. Si en medicina se presentaran estas cifras, sin duda, sería claro que no estamos hablando de enfermedades diferentes que casualmente se presentan al tiempo en múltiples personas. Más allá, los diagnósticos son incongruentes. Tomemos como ejemplo la depresión, uno de los trastornos más diagnosticados. Según el DSM una persona debe presentar 5 de los 9 síntomas listados para clasificar dentro del diagnóstico. Esto lleva a que podamos tener 301 combinaciones diferentes, pero todas bajo el mismo diagnóstico y mismo tratamiento. Pero, va más allá, a pesar de ser un modelo que se basa en síntomas, podemos tener personas con el mismo diagnóstico sin compartir ni un solo síntoma. Y es que, algunos de los síntomas no son sólo ambiguos o subjetivos, sino que abarcan polos opuestos. El síntoma número 3, por ejemplo, es pérdida o ganancia de peso y el síntoma número 4 es hipersomnia o insomnia. Si bien cualquiera de estas 4 situaciones puede ser reflejo de malestar que requiere atención, meter todo en la misma bolsa no ayuda.Desafortunadamente la depresión no es la excepción, los diagnósticos mentales están llenos de este tipo de incongruencias.
Por último, como se mencionó al inicio, aproximarse a comprender la mente desde una postura puramente biológica es una sobresimplificación del fenómeno. No podemos explicar el trauma, la depresión o la ansiedad exclusivamente desde desbalances químicos o cambios morfológicos. Sí, es verdad que los antidepresivos llegan a aliviar la depresión pero también es verdad que en múltiples meta-estudios han sido tan efectivos como el placebo. Y más aún, nuevamente caemos en el problema de atender síntomas y no causas. Que un antidepresivo alivie síntomas no demuestra que la causa sea biológica; del mismo modo que aliviar un dolor de cabeza con aspirina no significa que este se deba a insuficiencia de aspirina.
Abordar estas complicaciones en el modelo actual no es un ejercicio de negar la existencia de trastornos mentales. Por el contrario, busca esclarecer aspectos de la salud mental aunque implique complejizar su comprensión. El malestar mental no sólo refleja un daño profundo, muchas veces lo reproduce y entenderlo de manera holística nos permite atenderlo de manera acertada.
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En esta línea, quizá un primer punto a reconocer es que la enfermedad mental es una experiencia personal que se acerca más a lo cultural que a lo universal o a lo biológico. En algunas culturas, por ejemplo, escuchar voces es un fenómeno espiritual que denota una cercanía con entidades superiores; en otras, un síntoma psicótico. En algunas, trabajar 100 horas semanales denota respeto y dedicación, en otras es una conducta enfermiza y dañina. El duelo extendido puede entenderse como respeto y lealtad o como un trastorno depresivo. En culturas autoritarias la obediencia absoluta es deseada, pero en otras puede ser vista como miedo excesivo, falta de autonomía o ausencia de habilidades sociales. Basta con preguntarse; ¿por qué hay tantos más niños que niñas con diagnósticos de autismo?. Porque muchos signos que generan preocupación en los niños — ser callados, tímidos o jugar solos— son conductas “normales”, incluso esperadas, en niñas. Esto hace que las señales pasen desapercibidas y se diagnostique más tarde o menos veces.
Lo que consideramos “salud” o “enfermedad” mental depende del lente cultural. Como concluyó Foucault: las sociedades definen como “enfermedad” aquello que amenaza sus normas y valores. Así, la comprensión que hemos construido sobre la salud mental parece girar en torno a estados constantes de bienestar, productividad, equilibrio y control. Durante siglos la aproximación a la emoción fue un deber de controlarla. Si bien el discurso sobre salud mental ha reducido estigmas parece no haber desafiado este mandato que nos exige controlar más que comprender. Por eso, quizá la pregunta relevante no es qué trastorno tenemos, sino qué sentido tiene lo que sentimos, pensamos o hacemos.Una persona triste por la muerte de un ser querido no está enferma; está expresando amor y pérdida. Una persona ansiosa ante un mundo incierto no padece necesariamente un trastorno; está respondiendo sensatamente a condiciones precarias, como dice Viktor Frankl, “Una reacción anormal ante una situación anormal es una conducta normal”. Cuando etiquetamos el sufrimiento, el dolor, la ansiedad como patología, dejamos de escucharlos. Y quien no escucha su emoción, no atiende su necesidad.
La invitación es a entender la salud mental no como la ausencia de malestar, o la capacidad de gestionar toda situación. Quizá salud mental implica tener la capacidad de escuchar y vivir mis emociones, incluso las incómodas, de reconocer mis necesidades y levantar la mano cuando necesito ayuda o compañía, de poder sentirme triste, ansioso, perdido, miedoso, perezoso sin sentirme dañado o equivocado. De poder habitar mi humanidad en todos sus matices.
Creo que entender la salud mental desde este nuevo lente es, en esencia, un ejercicio de compasión. Un lente que busca escuchar para entender y no categorizar, comprender que ni la mente ni el individuo son instancias aisladas sino redes de significados, vínculos y contextos. Ante fuerzas que patologizan la vida y a veces normalizan la patología, quizá cuidar la salud mental empiece por recordar una verdad sencilla y profunda: estar vivos implica inevitablemente dolor, tristeza, zozobra, sufrimiento. Pero ese sufrimiento, lejos de ser una falla, es parte de lo que nos permite comprendernos, transformarnos y vincularnos.
Por Camilo Herrera Téllez
Magíster en Psicología Clínica y Psicología de la Educación.










