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Columnista - 13 julio, 2013

¿Quién es mi prójimo?

Un maestro se acercó. El estudio de la ley había sido la prioridad durante toda su vida. Tenía la profunda convicción de que no se trataba de meras leyes humanas;sabía que aquél cúmulo de mandatos provenía del mismo Dios y, aunque no había sido testigo ocular de la teofanía del Sinaí, confiaba plenamente en la tradición de su pueblo: “El Señor de los cielos escribió los mandamientos en la piedra y los entregó a Moisés”.

Boton Wpp

Por Marlon Javier Domínguez

Un maestro se acercó.  El estudio de la ley había sido la prioridad durante toda su vida. Tenía la profunda convicción de que no se trataba de meras leyes humanas;sabía que aquél cúmulo de mandatos provenía del mismo Dios y, aunque no había sido testigo ocular de la teofanía del Sinaí, confiaba plenamente en la tradición de su pueblo: “El Señor de los cielos escribió los mandamientos en la piedra y los entregó a Moisés”.

Sus amplios ropajes impresionaban y, aunque lo que pretendía no era llamar la atención, aquella forma de vestir le dotaba de ciertohalo de autoridad: inspiraba respeto y confianza, y camuflaba casi perfectamente la inseguridad que se asomaba en sus ojos. Su rostro varonil, siempre con gesto adusto, reflejaba la esencia de quien a fuerza de letras y autodominio contuvo los impulsos de la juventud, pero no había podido contener los ímpetus de una razón que siempre buscaba respuestas.

¿Qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” Su frase viaja en el viento con tanta velocidad, que los presentes comprenderán lo que significa sólo mucho tiempo después. El destinatario es un misterioso personaje, que pasó de ser el carpintero de un pueblo a ser maestro de un creciente número de personas que le sigue a todas partes. Es común encontrarlo discutiendo de manera acalorada con los que dicen ser sabios, y se comenta que, en más de una ocasión, ha desenmascarado ante de todos la ignorancia y la hipocresía de quienes se llaman “maestros de la ley”.

El interlocutor le urge a responder: “Maestro, ¿Qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” La respuesta es la esperada, y se caracteriza por el tecnicismo de un párrafo aprendido de memoria: La ley manda amar a Dios y amar al prójimo. En ese momento una nueva duda da lugar a una explicación que sobrepasa el sepulcro de la letra sin alma y se inserta en el contexto de la vida misma: el prójimo es el semejante al que nos hacemos cercanos cuando practicamos con él la misericordia, el necesitado frente al que solemos pasar sin percibir su desdicha, o al que conscientemente ignoramos porque nos resulta molesto; prójimo debería ser para nosotros el que necesita nuestra palabra de aliento, una mano amiga que le ayude a levantarse de su postración, a comprender que la vida no ha terminado y que aún quedan esperanzas; prójimos nuestros deberían ser nuestros gobernados que sufren injusticia social por la falta de oportunidades laborales, la deficiente o inexistente prestación de los servicios públicos y el alto costo de la vida; prójimos deberían ser nuestros pacientes, cuyo dolor nos esforzamos por extinguir o mitigar…

En fin, en el pensamiento del carpintero de Nazaret es requisito sine qua nonpara alcanzar la plenitud de vida hacerse cercano a los semejantes a través de la compasión, que no es una simple lástima, sino la acción de compartir e intentar atenuar el dolor de quien sufre. Para Jesús ser prójimo es estar cerca, pero cercanía y presencia física no son siempre expresiones sinónimas.

Columnista
13 julio, 2013

¿Quién es mi prójimo?

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

Un maestro se acercó. El estudio de la ley había sido la prioridad durante toda su vida. Tenía la profunda convicción de que no se trataba de meras leyes humanas;sabía que aquél cúmulo de mandatos provenía del mismo Dios y, aunque no había sido testigo ocular de la teofanía del Sinaí, confiaba plenamente en la tradición de su pueblo: “El Señor de los cielos escribió los mandamientos en la piedra y los entregó a Moisés”.


Por Marlon Javier Domínguez

Un maestro se acercó.  El estudio de la ley había sido la prioridad durante toda su vida. Tenía la profunda convicción de que no se trataba de meras leyes humanas;sabía que aquél cúmulo de mandatos provenía del mismo Dios y, aunque no había sido testigo ocular de la teofanía del Sinaí, confiaba plenamente en la tradición de su pueblo: “El Señor de los cielos escribió los mandamientos en la piedra y los entregó a Moisés”.

Sus amplios ropajes impresionaban y, aunque lo que pretendía no era llamar la atención, aquella forma de vestir le dotaba de ciertohalo de autoridad: inspiraba respeto y confianza, y camuflaba casi perfectamente la inseguridad que se asomaba en sus ojos. Su rostro varonil, siempre con gesto adusto, reflejaba la esencia de quien a fuerza de letras y autodominio contuvo los impulsos de la juventud, pero no había podido contener los ímpetus de una razón que siempre buscaba respuestas.

¿Qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” Su frase viaja en el viento con tanta velocidad, que los presentes comprenderán lo que significa sólo mucho tiempo después. El destinatario es un misterioso personaje, que pasó de ser el carpintero de un pueblo a ser maestro de un creciente número de personas que le sigue a todas partes. Es común encontrarlo discutiendo de manera acalorada con los que dicen ser sabios, y se comenta que, en más de una ocasión, ha desenmascarado ante de todos la ignorancia y la hipocresía de quienes se llaman “maestros de la ley”.

El interlocutor le urge a responder: “Maestro, ¿Qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” La respuesta es la esperada, y se caracteriza por el tecnicismo de un párrafo aprendido de memoria: La ley manda amar a Dios y amar al prójimo. En ese momento una nueva duda da lugar a una explicación que sobrepasa el sepulcro de la letra sin alma y se inserta en el contexto de la vida misma: el prójimo es el semejante al que nos hacemos cercanos cuando practicamos con él la misericordia, el necesitado frente al que solemos pasar sin percibir su desdicha, o al que conscientemente ignoramos porque nos resulta molesto; prójimo debería ser para nosotros el que necesita nuestra palabra de aliento, una mano amiga que le ayude a levantarse de su postración, a comprender que la vida no ha terminado y que aún quedan esperanzas; prójimos nuestros deberían ser nuestros gobernados que sufren injusticia social por la falta de oportunidades laborales, la deficiente o inexistente prestación de los servicios públicos y el alto costo de la vida; prójimos deberían ser nuestros pacientes, cuyo dolor nos esforzamos por extinguir o mitigar…

En fin, en el pensamiento del carpintero de Nazaret es requisito sine qua nonpara alcanzar la plenitud de vida hacerse cercano a los semejantes a través de la compasión, que no es una simple lástima, sino la acción de compartir e intentar atenuar el dolor de quien sufre. Para Jesús ser prójimo es estar cerca, pero cercanía y presencia física no son siempre expresiones sinónimas.