“Si alguna vez se cierran mis ojos y en silencio te dejo de mirar,
No cierres tú los tuyos, porque entonces habrá sombras
Y no habrá estrellas que deambulen en el firmamento
Que iluminen alguna senda que conduzca al más allá”.
Quise iniciar, queridos lectores, con este verso que señala el “Más Allá”, como si fuera un sitio, un lugar, una estancia que podemos ubicar en algún espacio, geográfico o no; creería que sería más acertado fijarlo en algo etéreo que físico. ¿Qué hay más allá de la vida? ¿Es el alma una viajera incansable? ¿Existe un más allá? Preguntas que no tienen respuestas, sin duda alguna. Sin embargo, tampoco podemos plantear que la muerte es el final absoluto y, como muchos piensan, es un cambio a otra dimensión.
Las experiencias cercanas a la muerte son, por ahora, la prueba más fehaciente de que es probable que exista algo más después de la vida. Hay testimonios de personas que han sido declaradas muertas clínicamente y que dicen que han viajado al más allá, habiendo visitado un lugar de luz en donde sintieron una especie de paz, dicha y felicidad indescriptible. Estas personas que han regresado de ese estado, por llamarlo de alguna forma, vuelven a la vida tras una profunda transformación, entendiendo que el amor, recibido y el que dan, es el principal motor de todo y, además, el conocimiento es el único equipaje que llevamos luego de morir.
Superar el miedo a morir no es fácil, pero tampoco es imposible. Todos le tememos a la muerte y quien diga que no, que lance la primera piedra. Es una especie de miedo visceral, de muy adentro, un temor que nos invade, aunque digamos que no le tememos. La muerte es y seguirá siendo un misterio y, aunque intentemos entenderla, algo muy dentro de nosotros nos grita que nunca es tiempo para aceptarla. Igual, creería que debemos pensar que una sola existencia, una sola vida, es muy poco para permitirle a cualquiera aprender todo lo que debería saber, pues si la asimilamos como un soplo en el viento o una ínfima fracción de la eternidad, quizás deberíamos al menos pensar que tenemos que existir más allá de la vida que estamos actualmente viviendo. No puede negársele al niño que muere siendo niño la oportunidad de ser adolescente o joven y hasta adulto, en todas sus etapas, y mucho menos a aquel que muere en el vientre. Tal vez una mujer necesita aprender lo que es un hombre y viceversa. Es necesario experimentar las múltiples facetas a través de la inmortalidad del alma y no limitarnos, revestidos de un cuerpo, el cual sería de alguna forma nuestra cárcel de carne y hueso. Creo que todas las almas tienen la plena potestad de evolucionar. Por eso, creo que una sola vida, una sola existencia, no nos permite aprender nada.
Creo en un más allá inimaginable por el momento. No lo veo como un lugar parecido a un paraíso de verdes praderas o a una estancia sumida entre nubes en donde se ven revolotear mariposas entre flores de colores desconocidos que despiden olores que no olemos, en donde tal vez hasta vemos mucha gente vestida de un blanco resplandeciente que nos enceguece, aunque ya no tengamos ojos. Tampoco me lo imagino como un lugar en donde se escucha la caída de aguas cristalinas entre arcoíris impresionantes. No, mis queridos lectores, así no me imagino el más allá. Pero tampoco me atrevo a decirles cómo sería. Lo único cierto es que la existencia del ser humano es tan efímera, tan incierta, que parece una fantasía escrita por cualquier loco que se imagina cosas. Una historia que, además, no tiene ningún fin, que por el momento no tiene ninguna explicación lógica, que es simplemente algo incomprensible para la mente humana.
Pero, sea como sea el más allá, debemos estar preparados y es importante comprender que nada de lo que nos sucede es negativo, todo tiene su razón de ser. Se trata de lecciones que debemos aprender y por eso también creo que allá, en el más allá, el alma no olvida y, como dice Quevedo, ésta sabe nadar en el agua fría, en el río del olvido, pero no se deja llevar por él.
Por: Jairo Mejía.





