En días recientes, mientras recorría los pasillos del Concejo de Valledupar, presencié una escena que, por su audacia simbólica, parecía arrancada de una parábola muy contemporánea: el siempre elocuente líder de oposición Daniel Daza, enfundado en un disfraz de burro, avanzaba con paso firme llevando consigo un mensaje que, más allá de su apariencia lúdica, contenía una profundidad perturbadora. En su habitual manera de encarnar personajes, Daza no buscaba provocar una risa fácil, sino despertar un pensamiento más severo y profundo: recordarnos que, en ocasiones, la verdad solo puede decirse desde el extremo de la metáfora. Aquella imagen —tan contundente como incómoda— quedó suspendida en mi memoria como quedan los gestos que no buscan aplauso, sino conciencia.
Poco después, movido por una curiosidad semejante, visité la exposición en la Casa de la Cultura municipal dedicada al pintor y caricaturista Jaime Molina Maestre, organizada con ocasión de la Feria de Arte que embelleció recientemente nuestra ciudad. Entre las múltiples obras que colgaban de las paredes, algunas caricaturas me detuvieron con particular intensidad. Molina, con su estilo incisivo y su pulso irreverente, había retratado a los concejales de su época bajo la figura de burros: no como afrenta o insulto barato, sino como crítica acerada a la docilidad institucional, al oficialismo obediente y a las rutinas políticas que, lejos de representar dignamente al pueblo, parecían acomodarse en la mansedumbre del establo.
Miré aquellas imágenes y dentro de mis cavilaciones experimenté una sacudida emocional difícil de describir. Era como si las décadas que separan a Molina de nuestro presente no hubiesen pasado, o como si hubiesen pasado en vano. Los trazos del caricaturista, tan antiguos como actuales, parecían murmurarme que las dinámicas de poder, cuando no son interpeladas, tienden a repetirse con la obstinación de una fábula sin moraleja. Y fue precisamente en medio de esa contemplación, rodeado de burros dibujados y burros representados, que comprendí que la vida —caprichosa, lúcida, reveladora— me estaba entregando un mensaje sin haberlo pedido: las metáforas regresan cuando aún no hemos aprendido su lección.
Fue entonces, en ese punto en el que la realidad y el arte se tocan con sorprendente armonía, cuando sentí que la reflexión debía continuar. Y así, dejando que ese mensaje silencioso madurara en mí, me dispuse a escribir, no desde la burla ni desde la indignación caprichosa, sino desde la tradición literaria que sabe que los animales, en su inocente grandeza, suelen decir más sobre nosotros que nosotros mismos.
Dicen en los pueblos —con la sabiduría áspera que solo deja el polvo de los caminos— que los burros se buscan para rascarse. La frase, tan ruda como luminosa, encierra una verdad que parece resistir el paso de los siglos: las criaturas afines, en su mutua comodidad, se congregan no para avanzar, sino para aliviarse entre sí la pereza, la incuria o la renuncia. Y aunque el refranero suele ser injusto con los animales —pues, al fin y al cabo, ningún burro ha cometido los despropósitos humanos que solemos atribuirle—, algo de amarga ironía se activa cuando observamos ciertos escenarios donde la actividad debería ser sinónimo de nobleza, deliberación y compromiso, pero termina convertida en una explanada de silencios acomodaticios.
Pienso, inevitablemente, en Platero y yo. Aquel burro mínimo, plateado como un espejismo, que Juan Ramón Jiménez convirtió en emblema de la ternura y la inteligencia silenciosa. Platero no rebuzna por rebuznar; no acompaña sin pensar; no se esconde tras la excusa del cansancio o de la confusión. Platero observa, escucha, camina, resiste. Si hay algo que ese noblísimo animal jamás encarnó fue la negligencia. Por eso —y perdón por la osadía metafórica— creo que cualquier burro literario se sentiría profundamente ofendido al ser puesto como espejo de ciertas conductas humanas que disfrazan su miseria bajo el oropel de la representatividad.
En ciertos recintos donde deberían cultivarse la palabra clara, la vigilancia serena del poder y la discusión pública, sobreviven hábitos que parecen sacados de una fábula inversa: personajes que, ante la menor insinuación de debate, prefieren hacerse los burros. Pero no en el sentido amable de la criatura noble que carga sin protestar, sino en la peor connotación: la del que finge no saber para no tener que responder; la del que se oculta en su propio silencio para no incomodar a quienes podrían dejar de rascarle la espalda.
Es curioso y profundamente desconcertante cómo algunas instituciones, que por naturaleza son forjas de lo político, terminan habitadas por sujetos que le temen a la política. Es como regentar un salón de belleza para burros y esperar que nadie recuerde que tienen crines por peinar. El absurdo es tal que, en ocasiones, pareciera que el único consenso tácito consiste en no alterar el mutuo adormecimiento: tú te rascas aquí, yo me rasco allá, y que el polvo del camino siga cubriéndolo todo sin que nadie se atreva a soplar.
Pero la historia enseña que los pueblos avanzan cuando sus instituciones dejan de ser corrales y se convierten en ágoras. Y para ello se requiere que la palabra recupere su filo, que el debate regrese a su dignidad natural, que la crítica deje de ser un sacrilegio y vuelva a ocupar su lugar como fuerza regeneradora. No se trata de perseguir ni de hostigar; se trata, elementalmente, de cumplir. Cumplir con el deber de pensar, de preguntar, de examinar, de gobernar con la seriedad que exige la confianza depositada por la ciudadanía.
Lo paradójico es que, aun en medio de tanta complacencia, los caminos de los pueblos siguen enseñando. El campesino que acaricia a su burro lo hace porque reconoce en él un compañero de faenas, un aliado noble, no un cómplice en la omisión. El animal responde con firmeza, con lealtad, con una humildad que jamás se confunde con desidia. El burro es lo que es, sin pretensiones ni disfraces. Y eso, que parece sencillo, lo eleva por encima de tantas almas humanas que, al cargar responsabilidades públicas, deciden volverse de pelaje grueso para no sentir la picazón de la conciencia.
Tal vez por eso la metáfora popular duele tanto. No por el burro, que nada tiene que ver con estos asuntos, sino por lo que revela sobre aquellos que, pudiendo ejercer la política como arte mayor, prefieren ejecutarla como trámite. Se sientan en sus curules —o en sus silencios— esperando que nada cambie, que nadie los interpele, que ninguna voz disidente les arrugue la comodidad. Y así, bajo el pacto tácito del rascadero mutuo, las decisiones se diluyen, las oportunidades se pierden, los ciudadanos se hastían.
Los pueblos necesitan menos rascaderos y más luces. Menos disfraces de mansedumbre y más valentía para afrontar lo que corresponde. Porque si algo enseña la literatura —esa que colocó a Platero entre los animales más dignos jamás escritos— es que la nobleza no es cuestión de tamaño ni de especie, sino de coherencia entre lo que se es y lo que se hace.
Quizás, entonces, la gran lección de este refrán sea invertida: no son los burros quienes deben sentirse comparados con ciertos humanos; somos nosotros quienes deberíamos sonrojarnos al pensar que, con nuestras omisiones, llegamos a degradar metáforas que jamás fueron suyas. Y que, mientras algunos siguen buscándose para rascarse, el país sigue esperando a quienes sepan, al menos, caminar con la dignidad de Platero.
Por: Jesús Daza Castro.





