COLUMNA

Que la rabia no decida las alianzas

Una especie de dicotomía nos asiste a la hora de las alianzas y en especial en estos momentos de las emociones tristes en este país.

canal de WhatsApp

Si hay alianzas, ¿dónde están los valores? Y si hay valores, ¿dónde están los votos?

Una especie de dicotomía nos asiste a la hora de las alianzas y en especial en estos momentos de las emociones tristes en este país.

En política existen dos tipos de hombres: los guapos y los valientes. Los primeros enfrentan el problema para derrotarlo; los segundos, para solucionarlo. Aquellos suelen ser ruidosos y emotivos; estos, silenciosos y racionales. Donde hay derrotas quedan resentimientos; donde hay soluciones, se destruyen las raíces del conflicto y prospera la unión.

Por eso, las alianzas políticas no pueden nacer de emociones consentidas ni de pasiones vengativas. En tiempos electorales, especialmente ante una elección presidencial, toda coalición debe responder a dos criterios fundamentales: el peso real de los votos que suma y la calidad ética, política y humana de quienes la representan. Sin valores, los votos se diluyen; sin votos, los valores quedan en el discurso.

Las alianzas construidas únicamente para derrotar a un adversario poderoso, cuando están guiadas por el odio, el rencor o viejas cuentas por cobrar, terminan traicionando su razón de ser. La política social no se justifica por el afán de poder ni por el delirio de grandeza, sino por la vocación de servicio. Cuando esa vocación se pierde, la alianza deja de valer la pena.

Unir partidos es una estrategia legítima, pero exige claridad moral, afinidad programática y objetivos comunes. No basta con sumar siglas: hay que definir quiénes integran la coalición, cómo se distribuyen los recursos, qué modelo administrativo se propone y cómo queda representada la democracia. Sin estas respuestas, la unión se convierte en un simple reparto de intereses.

También es necesario prevenir la infiltración de oportunistas, pescadores de ocasión que se suman sin causa ni compromiso, movidos solo por el cálculo personal. Las alianzas que se sostienen en emociones desbordadas o en deseos de revancha están condenadas a fracturarse o a traicionar el sentir popular.  

Vale la pena, además, mirar con serenidad al adversario político. La destrucción sistemática del otro no solo desgasta, sino que clausura futuras posibilidades de cooperación en beneficio del país. La política no es un campo de obsesiones, sino de responsabilidad histórica.

No hay que temer a las alianzas, pero sí desconfiar de aquellas que nacen del capricho o la rabia. Generalmente esconden incapacidad, ambiciones inconfesables o un rumbo distante del interés colectivo.

Las alianzas políticas deben existir para servir bien y servir al bien común: no para derrotar el problema, sino para resolverlo. Los indiferentes que solo aparecen en épocas electorales, sin trabajo social permanente ni respeto por la ética partidista, no dignifican la política ni a la sociedad que dicen representar.

Concluyo: en política hay que enfrentar los problemas para solucionarlos, no para vencer a alguien. Por eso, la política debe estar en manos de valientes, no de guapos. Solo así se destruyen las raíces del conflicto y se evita que el país repita, una vez más, los mismos errores.

Ojo con los mediocres, pues estos creen que siempre tienen la razón. Y mientras estemos sumergidos en la vida política actual, si hay algo que muere antes que la esperanza, quizás esto sea peor que la muerte física. Entonces vale la pena recordar que la lealtad en la política es la única actividad humana donde deja de ser una virtud; desde luego, hacer lo correcto nos reviste de dignidad, en especial cuando nos aliamos con los valientes.

Que la rabia no decida nuestras alianzas, porque pagaremos el alto costo de unirnos sin principios; y antes de unirnos, pensemos en el país y analicemos que no todo pacto político es un avance, porque unirse mal también es perder.

Por: Fausto Cotes N.

TE PUEDE INTERESAR