Puede verse como un pleonasmo, pero no. Quiero referirme en esta ocasión a la vanidad, sin dejar a un lado, por supuesto, a su conceptualización cristiana, que es la soberbia, el primer pecado capital, considerada la madre de todos los vicios, el pecado que más le encanta al hombre. Ese exceso de autoestima, creencia de superioridad, de ser, incluso, más grande que Dios.
A lo contrario de lo que piensa el vanidoso, que cree ser todo, la verdadera esencia de la vanidad es la del vacío humano, es el afán de ser aprobado en lo terrenal en lugar de Dios porque así lo desea, creyendo y obsesionado que la belleza, el conocimiento y las posesiones son eternas, olvidando o más bien desconociendo que son simples elementos efímeros en nuestras vidas. Pero, tal vez, pueda entenderse la vanidad no como un vicio sino más bien como una aflicción y por eso quizás entenderíamos que una persona normal que no es vanidosa puede tener un buen aspecto, pero una mujer hermosa afectada por la vanidad puede estar atormentada, tal como decía la escritora Cándida McWilliam.
Con el pasar del tiempo hemos conocido y aprendido sobre la vanidad —¿aprendido? — No creo que mucho, sin embargo, me permitiré referirme solo a unos cuantos casos en donde ella está presente y que, por ella, incluso, se ha hecho historia. Inicio con algo que me sorprendió hace algún tiempo y vaya que me sorprendió, cuando me enteré de que la famosa cantante Taylor Swift exigía a las mujeres de su entorno vestir peor que ella y que no le dirigieran la palabra si ella no lo hacía antes e incluso que al caminar juntas no se le acercaran demasiado — inaudito, ¿cierto? —.
Vale la pena recordar que esta aflicción ha sido considerada siempre en la mitología y en la literatura como una temible fuerza de autodestrucción, un impulso a volar más alto que sin remedio alguno nos lleva a estrellarnos al final. A propósito de mitología, no podemos olvidar cuando Hera, Atenea y Afrodita se disputaron la manzana de oro que tenia inscripta “a la más bella”, mientras que Casiopea al jactarse de ser más atractiva que las Nereidas casi provoca la destrucción de su reino y la muerte de su hija, siendo al final condenada a permanecer en un trono en los cielos para toda la eternidad, pero la mitad del tiempo boca abajo, tal como nos lo recuerda y muestra la constelación con su nombre cada noche. Sin embargo, de todos los mitos griegos, el caso más representativo a propósito de la vanidad y más paradigmático de la maldición del envanecimiento es sin duda el de Narciso, que al observar su reflejo en la superficie del agua quedó tan cautivado al contemplarse que se lanzó a esta y se ahogó.
En estos tiempos mis queridos lectores, en donde vivimos en la constante lucha de mostrar quiénes somos, no importa a quiénes, en donde proliferan los reinados y las elecciones de todo tipo, ya sea para demostrar, quién es la más bella, el más fuerte, el más capaz, el más rico, el más poderoso, en fin, el mejor, vemos reflejados en muchos de ellos la constante de la miseria humana. La vanidad, como decía, el pecado favorito del diablo. Sin embargo, tampoco podemos olvidar que la vanagloria, por grotesca que sea en quienes ostenten la riqueza y el poder, no se escapa en quienes con más fuerza renuncian a todo ello. Y cómo no va a ser el pecado favorito del diablo si nadie se libra de él. Recordemos que Nietzche supo ver la vanidad del asceta, del mártir y del altruista, o si no basta hacer un recorrido por las redes sociales y observar a unos cuántos “de buen corazón” regalando cosas haciéndose selfies o videos, mostrando sus buenas acciones. Como decía alguien, que nuestras acciones más nobles y sacrificadas están estrechamente relacionadas con la imagen que deseamos que los demás tengan de nosotros y entonces pensemos: “si solo se dieran limosnas por piedad, todos los mendigos hubieran muerto de hambre”. ¡Oh soberbia vanidad!, el pecado favorito del diablo.
Por: Jairo Mejía.





