Soltar. Qué palabra tan corta y tan difícil. A todos nos han dicho alguna vez: “déjalo ir”, “ya es hora de pasar la página”, “tú puedes con eso”. Pero pocas veces alguien se sienta a nuestro lado y nos pregunta: ¿y cómo se hace? ¿Cómo se suelta algo que duele y que todavía significa tanto?
En mi trabajo clínico he descubierto que soltar no es una decisión que se toma un martes a las 3 de la tarde. No es un botón, no es una orden, no es un salto al vacío. Soltar es un proceso que comienza siempre en el mismo lugar: el dolor. El dolor como maestro, no como enemigo.
Hay dolores que llegan para mostrarnos lo que ya no cabe en nuestra vida, hay dolores que revelan lo que nos estaba rompiendo por dentro y hay dolores que simplemente nos obliga la vida a atravesar.
Soltar desde el dolor no significa ser fuerte, tampoco significa estar listos. Significa algo más honesto: reconocer que algo dentro de nosotros ya no puede sostener lo mismo de antes.
A veces no soltamos por terquedad, a veces no soltamos por amor y otras veces no soltamos porque nos aterra lo que viene después del vacío: ¿quién soy sin esa persona? ¿Sin ese vínculo? ¿Sin esa historia que pensé que iba a durar más? ¿Sin ese futuro que ya me había imaginado? Ese miedo es humano, ese temblor también.
Soltar no borra, no elimina los recuerdos ni cancela lo que vivimos, no borra risas, ni mensajes, ni promesas.
Soltar tampoco significa odiar, ni negar lo que sentimos, ni hacer de cuenta que no dolió. Soltar significa aceptar que lo vivido fue real, pero que no puede seguir ocupando el mismo lugar en nuestro presente.
El amor puede ser verdadero y al mismo tiempo insuficiente. La historia puede ser hermosa y al mismo tiempo dañina. La persona puede ser importante y al mismo tiempo no ser para nosotros. Soltar no invalida lo que fue, soltar nos devuelve a nosotros.
Durante toda mi experiencia como psicóloga y como ser humano he aprendido que hay despedidas que nacen del cansancio, otras, de la dignidad; otras, de la paz que aún no sentimos, pero sabemos que llegará, y algunas nacen simplemente del hecho de que seguir insistiendo también cansa y también hiere.
A veces el dolor de irse es grande, pero el dolor de quedarse es mayor. Y aunque nadie nos prepara para elegirnos, la vida tarde o temprano nos pone frente a la misma pregunta: ¿Qué parte de ti estás sacrificando por sostener lo que ya se cayó?
Soltar no es perder: es recuperar, es recuperar tu voz, tu energía, tu tiempo, tu dignidad, tu luz. Es volver a tu cuerpo, a tu calma, a tu propia historia.
Soltar es decirte a ti misma/o: “Lo intenté. Lo amé. Lo cuidé. Pero también me merezco paz”. Y ese reconocimiento es el inicio de un renacer silencioso y poderoso.
Si estás en un proceso de soltar, no te exijas rapidez, no te compares, no te culpes, no te llames débil por sentir. Soltar desde el dolor duele, sí, pero duele menos que seguir aferrándose a lo que ya te está apagando.
Y hay algo más importante: la vida siempre recompensa a quienes se sueltan de lo que ya no los sostiene. No hoy, no mañana pero sí a tiempo. Siempre a tiempo.
Por: Daniela Rivera.





