Dios me salvó, ¡amén! Fueron como 50 segundos de terror, de angustia e impotencia, porque sobre mí pasaron terroristas que no se esconden en trincheras, no. Son de la ciudad, podrían estar hasta drogados.
Eran jóvenes de ambos sexos ataviados con disfraces coloridos. Eran como ráfagas de ametralladoras. Estuve a punto de ser asesinado sin saber por qué.
Les cuento la odisea: eran las 8 de la noche del pasado 31 de octubre. Estaba en el barrio Obrero-Cañaguate de Valledupar con unos amigos jugando dominó en un improvisado “casino”, en una esquina.
Vimos pasar por la carrera 11A una caravana de motociclistas, mal contados unos 100. Parecían fieras recién liberadas. Iban como sanguinarios. Destruían todo a su paso. Eran los dueños de Valledupar. “Hoy es noche sin motos”, dijo uno de los presentes. “Y eso no importa, aquí no hay autoridad que los detenga”, refunfuñó el otro.
Una hora después terminó el juego porque —siempre pasa— hubo una trampa y una discusión entre los jugadores.
Uno de ellos me pidió un chance cerca del patinódromo. Llevé al amigo. Recuerdo que el susodicho amigo me pidió prender el aire del carro y accedí (seguramente eso me salvó la vida). Eran las 9:35 p. m., a lo lejos escuché un zumbido escalofriante, pero no le presté atención.
De allí partí hacia la avenida La Popa a fin de llegar a la glorieta del Éxito rumbo a mi casa. Incluso pensé hacer la U en la avenida (calle 16 con carrera 19E) para llegar al Cuerpo de Bomberos. Pero, por no haber hecho la U, como lo pensé, casi me mata la “Caravana del Terror”.
Fue una decisión estúpida que casi me cuesta la vida. No hice la U y a cambio crucé por la carrera 19E rumbo al barrio Dangond, y de sopetón quedé enfrentado a la caravana del terror (motociclistas) que conducían en contravía, al parecer, hacia el barrio Garupal. Estaban rodando sin control en la ciudad.
En el carril de la izquierda estaban otros carros, esperando cambio del semáforo. También fueron golpeados y atacados con objetos pesados.
Yo frené al unísono, pero la “caravana del terror” no. Parecían hormigas cabezonas y rugían sus motocicletas. Yo estaba impávido; pasaban los segundos. Uno de esos criminales destrozó de un golpe el retrovisor derecho. Otros golpeaban las puertas, los vidrios, y yo, adentro del carro, seguía esperando el golpe final de la caravana.
Al fondo, a la derecha, vi asomarse una mujer que gritaba: “¡Déjenlo, déjenlo!”. Mientras tanto, yo estaba allí atrincherado y apretado, como quedaron los pies del coronel cuando compró los zapatos nuevos en el libro de Gabo.
Agradecí a Dios. Llevar el aire encendido me salvó de haber sido masacrado, sencillamente porque llevaba los vidrios cerrados. Eso me salvó de la “caravana del terror”.
Ayer, mientras revisaba unos discursos de mis estudiantes de tercer semestre de Instrumentación Quirúrgica en la UPC, encontré un resumen de la estudiante Angelis Michelle Osorio Coronado, que voy a usar para concluir esta columna:
“Conductores estoicos, peatones acróbatas y usuarios fantasma del transporte público, en este espacio de reflexión y desahogo, quiero invitarlos a sumergirnos en las profundidades de un fenómeno que define nuestra existencia diaria: el trancón vallenato. Ese laberinto de metal y asfalto donde el tiempo se dilata, la paciencia se evapora y la esperanza de llegar a tiempo se desvanece como un espejismo en el desierto”.
“Pero, ¿es el trancón simplemente una fatalidad inevitable, un castigo divino por nuestros pecados urbanísticos? ¿O es, acaso, el resultado de una serie de decisiones equivocadas, de una falta de planificación y de una cultura de la individualidad que nos impide ver más allá de nuestro propio vehículo?”, concluyó. Hasta la próxima semana.
Por. Aquilino Cotes Zuleta.





