En Colombia, y lo expreso sin ánimo de dramatismo —aunque el drama lo trae consigo el sistema—, la educación pública se presenta como la gran promesa: “igualdad de oportunidades”, “todos a bordo”, “sin importar estrato ni municipio”. Sin embargo, en el territorio del Departamento del Cesar ocurre un fenómeno peculiar: abrimos filas en las instituciones oficiales, desplegamos campañas, inauguramos aulas, celebramos con fotos y discursos… y luego llegan los resultados del ICFES, y es como si una parte de esos jóvenes se hubiera quedado en la sala de espera. Porque abrir puertas es sencillo; cruzarlas, no lo es tanto.
El promedio departamental oficial para 2025 se situó en 244 puntos de 500 posibles en el calendario A. Sí, 244. Una cifra que aumentó tres puntos respecto al año anterior. Lo cual, en el lenguaje ministerial, se califica de “progreso significativo”. Y en el lenguaje adolescente, equivaldría a sumar tres puntos tras dormir dos horas por cada simulacro. Pero si comparamos, en los colegios oficiales —excluyendo Valledupar—, los cinco mejores alcanzaron entre 291 y 264 puntos, con la I.E. José María Campo Serrano y la I.E. Guillermo León Valencia (ambas de Aguachica) a la cabeza con 291, según El Pilón. Mientras, los rankings amplios de la región revelan que los colegios no oficiales —es decir, privados— ocupan nueve de los primeros diez puestos, con promedios tan elevados como 366 puntos para el primer lugar.
Lo que estos datos proclaman —aunque algunos prefieran el susurro del “ya vamos mejorando”— es que, en la práctica, la educación pública oficial sigue compitiendo en desventaja estructural, mientras la privada lo hace con ventaja competitiva. Y no todas las realidades son homogéneas: algunas presentan fracturas, otras carecen de bases sólidas, y varias muestran un desgaste acumulado.
Pero no me malinterpreten: no se trata de culpar al joven, ni al maestro, ni al colegio. Se trata de que la estructura, la gran maquinaria educativa pública, adolece de numerosas deficiencias. Porque un colegio oficial que alcanza 291 puntos es digno de reconocimiento, pero cuando el mejor promedio sigue estando 70 puntos por debajo de los privados que realizan selección, ese reconocimiento se transforma en advertencia.
He aquí la sátira: los colegios oficiales anuncian a bombo y platillo que “mejoraron”. Sí, mejorar de 241 a 244 es un avance. Pero el ciclo se repite: presentan fotos de estudiantes recibiendo tabletas, del rector sonriente, de un mural con la leyenda “educación para todos”. Luego llega el ICFES y nos percatamos de que la tableta estaba descargada, el mural, desconchado, y muchos estudiantes, sin una guía real para ascender. En cambio, en los privados, “seleccionamos estudiantes”, “exigimos promedio mínimo”, “realizamos simulacros cada mes”. Resultado: 350 puntos. Y no es que la educación privada sea negativa; el problema reside en que la pública se conforma con menos.
¿Por qué sucede esto? Porque los colegios oficiales, en su mayoría, acogen a estudiantes en contextos de vulnerabilidad, con menores recursos familiares, infraestructura con frecuencia deficiente, y docentes heroicos pero sobrecargados. Y luego los envían a competir en la misma pista que otro colegio que ya cuenta con filtros, recursos, exigencia y un entorno orientado al logro. Esa competencia no es equitativa y, sin embargo, se celebra como “igualdad”.
Y aquí surge la metáfora inevitable: la educación en Colombia es ese ascensor que prometía llevarnos a todos al piso más alto. El problema es que, a menudo, no sube; se queda estancado, se detiene en los mismos niveles de siempre, y cuando logra moverse, no asciende, sino que desciende. A veces, ni siquiera abre las puertas, sino que las cierra, dejando fuera a quienes más necesitan ascender. Es el ascensor de la esperanza que suena bien en los discursos, pero que falla justo cuando alguien pulsa el botón de “oportunidad”.
Ahora bien, también es justo reconocer algo: en Valledupar, el segundo mejor colegio del municipio en puntajes ICFES 2025 fue un colegio oficial. Sí, uno público, lo cual demuestra que, dentro del sistema, existen excepciones admirables. No obstante, hay que examinar ese logro con detenimiento. Este colegio oficial no ofrece el mismo acceso que cualquiera. Aplica filtros, y no precisamente de agua. Cuenta con procesos de admisión exigentes, exámenes internos y grados conocidos coloquialmente como “coladores”, donde muchos estudiantes son retirados porque su rendimiento académico no cumple con los estándares de la institución. Y eso, aunque algunos lo defiendan como “exigencia”, termina generando otro tipo de exclusión: la exclusión disfrazada de mérito.
Considero que esto no debería ser así. Una institución oficial no puede presumir de inclusión si su puerta de entrada se asemeja más a un embudo. Lo que debería hacerse es segmentar los grados por niveles, fortalecer a los estudiantes que más lo necesitan y conducirlos progresivamente hasta alcanzar, o incluso superar, el promedio nacional. La misión del sistema oficial no puede ser quedarse solo con los mejores, sino lograr que todos lleguen a serlo. Porque, ¿cómo es posible que una institución oficial, financiada con recursos públicos, no brinde las mismas oportunidades de acceso? Entonces criticamos a los colegios privados por tener demasiados filtros, pero ¿dónde queda el acceso igualitario cuando los colegios públicos empiezan a comportarse del mismo modo?
Y lo cierto es que la educación oficial tiene que hacer mucho más que “generar cupos”. Porque abrir espacios no garantiza que se alcance el nivel. Si ingresan 100 jóvenes y solo 30 egresan con posibilidades reales de acceder a la educación superior o al mundo laboral con ventaja, entonces esos 70 no están “recibiendo educación de calidad”; están recibiendo una expectativa parcial.
Por eso, desde aquí formulo unos llamados: primero, que los colegios oficiales publiquen sus resultados, sus avances, su contexto. Nada de ocultar datos para no “avergonzar”. Porque sin transparencia no existe presión para mejorar. Segundo, que la exigencia deje de ser tabú. No se trata de presionar inútilmente, sino de que los estudiantes de oficiales tengan expectativas tan altas como los de privados. Tercero, que se invierta no solo en infraestructura, sino en acompañamiento: simulacros reales, tutorías, mentorías, refuerzos específicos. Y sí, que se destinen más recursos, porque los recursos no lo son todo, pero su carencia sí resulta determinante. Cuarto, que se adapte la educación al contexto: rural, urbano, con sus diferencias, sus desafíos, sus fortalezas. No puede persistir la idea de “lo mismo para todos” cuando los puntos de partida no son iguales.
Para finalizar, que un colegio oficial del Cesar alcance 291 puntos es un destello de esperanza. Pero que el promedio general siga siendo 244, y que el mejor privado se sitúe en 366, es una alerta roja. Porque la verdadera igualdad no consiste en que el promedio oficial pase de 241 a 244; consiste en que el promedio oficial alcance, al menos, el club de los 300+. Mientras eso no suceda, la educación pública seguirá siendo la promesa que nunca aparece en la fotografía de los logros más elevados. Y los jóvenes merecen más que promesas: merecen condiciones reales para triunfar.
Por: Isabel Sánchez Quiroz.
Consejera municipal de juventudes 2026-2029.





