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El tren de Macondo

La línea del tren observada desde arriba debía parecer una cremallera cerrada hecha de acero, madera, cemento y, como paradoja, en vez de unir, como lo hace una cremallera, había dividido al pueblo en dos. El ruido producido por el paso constante de los trenes a diario se había apoderado de la mente de todos los del pueblo.

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La línea del tren observada desde arriba debía parecer una cremallera cerrada hecha de acero, madera, cemento y, como paradoja, en vez de unir, como lo hace una cremallera, había dividido al pueblo en dos. El ruido producido por el paso constante de los trenes a diario se había apoderado de la mente de todos los del pueblo. La contaminación auditiva era una epidemia sin control. Los que vivían cerca de la carrilera ya estaban casi sordos. Sin embargo, a pesar de las pruebas, el gobierno se hacía el de la vista gorda y no le metía mano al asunto del ferrocarril, pues había negociado el tránsito sobre la misma con unas empresas dedicadas a la explotación del carbón en el Cesar y en la Alta Guajira.

Los que vivían cerca de la línea del ferrocarril se acostumbraron al temblor constante bajo sus pies, al tintineo de las ollas, de los vasos y platos donde estuvieran, y lo peor era que a cada rato debían resanar las grietas aparecidas en las paredes de las casas, producto de la inestabilidad del suelo creada a través del tiempo por el traqueteo de la tierra. Ya la mayoría de la gente sorda subía el volumen de los radios y televisores, que se mantenía al máximo para poder escuchar cualquier noticiero o programa y la gente se acostumbró igualmente a hablarse entre gritos, lo que dio nacimiento al barrio conocido como la Urbanización de los Gritones. 

Casi todo el pueblo era cubierto por un polvillo negro soltado desde los vagones, el cual era esparcido por el paso de los trenes, pareciendo que hubiera un volcán en la sierra que los vigilaba en constante actividad arrojando cenizas. Había épocas en que la gente tenía que bañarse cada vez que regresaran a sus casas pues llegaban tiznados y solo resaltaban los ojos blancos en las caras negras. Muchos macondianos averiguaban el día anterior con el casetero de uno de los pasos nivel de la empresa ferroviaria el horario de los trenes para así poder aprovechar el lapso que transcurría entre el pasar de uno y otro y hacer las diligencias rápidamente antes de regresar embadurnados con el polvillo del carbón. Ya ni en los patios se podía tender la ropa como antes, pues si se hacía, en vano se lavaba. Los tenderetes se armaban adentro de las casas convirtiendo sus interiores en pasadizos carnavalescos ante el cúmulo de ropa multicolor esparcida hasta muchas veces en la sala. Cualquier desprevenido se llevaba en la cabeza un calzoncillo de alguno o las enaguas de la abuela. Definitivamente era un suplicio esquivar tantas prendas de vestir dispersas y colgadas. 

Solamente el tren detenía su marcha un día cuando la carrilera en algún lugar del trayecto sufría algún atentado por parte de la guerrilla o algún otro grupo armado ilegal que mediante extorsión permitía su paso. Cuando este pago se retrasaba o se negaban al aumento tarifario ilegalmente establecido dinamitaban un tramo obligando a las empresas a reconsiderar su negativa, lo cual siempre al final tristemente debían acceder ante la falta de seguridad que el Estado podría ofrecerles.

Para muchos el tren había sido la desgracia, pero a otros le había traído oportunidades a pesar del costo colectivo. Muchos de los integrantes del comité creado para defender los derechos de los macondianos fueron siendo comprados por las empresas carboníferas ya sea con coimas debajo de las mesas de negociación o con ofertas laborales que involucraban a ellos directamente o a cualquier otro familiar. La pelea siempre era dada por algunos pocos honestos que verdaderamente les interesaba el bienestar general del pueblo.

Ahora, mis queridos lectores, el silbato del tren del carbón y el traqueteo producido en los rieles, aún al pasar en la lejanía, permanece en la cabeza de los macondianos. Ya no importa cuántas veces pasa a diario, ya han perdido la cuenta, antes al menos eran solo dos veces al día, la primera a las cuatro de la mañana despertando al pueblo y el regreso a mediodía interrumpiendo la siesta sagrada de casi todos los macondianos. Siempre el tren está viajando dentro de sus cabezas y el sonido de su pasar en la carrilera tanto vacío como lleno cuando regresa, repleto con carbón de la península, parece sonar a un mismo ritmo llevando el compás con los latidos de lo que ellos creen que son su corazón.

Por: Jairo Mejía.

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