Si algo nos ha quitado la nueva forma de “hacer política” es el recato, la seriedad, la rigurosidad, la grandeza y hasta la capacidad de pensar críticamente a la hora de elegir a las personas que dirigirán nada más ni nada menos que los destinos de la nación, o quienes harán las leyes y tomarán decisiones por todos nosotros. Por eso, el ramillete de personajillos aspirando a la primera magistratura del estado es un desfile de sujetos que lucirían muy bien en los patios de la Tramacúa y no en la casa de Nariño.
Desde candidatos que ofrecen plomo en los medios de información en horario triple A, hasta los que venden zapatillas de cinco millones de pesos para financiar su campaña presidencial y se jactan de haberle amarrado voladores a un gato y hacerlos explotar como forma de diversión. ¿Ustedes saben qué rasgos de personalidad se muestran en un acto así? Insultos, amenazas y un lenguaje soez entre “uribistas” y “petristas” es lo que nos ofrecen algunas campañas. Pareciera que la misma sociedad hubiese parido a esta clase de candidatos que finalmente pareciese merecemos.
Después de haber visto cómo eligieron a un comediante en Ucrania que hoy la tiene sumida en una guerra devastadora, o a un Javier Milei en Argentina, señalado como responsable del actual desastre social y económico de ese país; o la decisión de haber puesto a un tipo tan despreciable como Donald Trump frente a la primera potencia del mundo… Todos los anteriores tienen algo en común: fueron el resultado de campañas de odio y polarización. Por eso no me sorprendería que se elija a un bufón, charlatán y con serios cuestionamientos sobre el origen de su fortuna personal para dirigir la nación.
El ciudadano responsable, el que medianamente se instruye y aún piensa racionalmente, debería preguntarse quién está detrás de una campaña presidencial que promete ríos de dinero sin ningún control. Pero, aún más grave, olvidan que quien pone la plata gobierna y también impone las condiciones. No vaya a ser que resulte un salto al vacío y, en medio de ese odio visceral que Petro despertó en sus enemigos, terminemos eligiendo a un verdugo sin escrúpulos.
Si los seguidores del ostentoso candidato, especialmente los de estratos 1, 2 y 3, repasan sus entrevistas en televisión o en redes, encontrarán su verdadera esencia y su postura frente a los pobres, así como lo que piensa de la comida típica colombiana. No es un estilo, no es una forma de “ganar popularidad”: es la muestra de lo que realmente es como persona. Y una mala persona jamás será un buen presidente; de eso ya tenemos varios ejemplos.
El actual gobierno abrió las puertas a cuanto grupo delincuencial operaba en el país bajo la fracasada política de paz total. La inacción en aspectos como el bloqueo constante de las vías —que terminó afectándonos a todos— y, por supuesto, el deterioro de la seguridad, sirvieron de caldo de cultivo para que surgieran inicialmente personajes como Santiago Botero y ahora alias “Papucho”, quienes ven, uno en la instauración de la pena de muerte a manos del Estado, y el otro en el lenguaje incendiario, la provocación y la pérdida de la grandeza estatal, la única vía para “rescatar” al país.
Si la misma Vicky Dávila ya era una mala candidata precisamente por convertir el debate político en una especie de plaza de mercado, la llegada del candidato que se autodenomina “El Tigre” lo degradó aún más.
Muchos amigos míos, muy cercanos, ven en este tipo de figuras una solución radical a los problemas del país, pensando que ese es el estilo que se requiere. Olvidan que el Estado opera bajo otras lógicas; si no, miren la actual crisis con las altas cortes, el manejo diplomático con otros países, con organismos multilaterales de los que Colombia hace parte, amén de las relaciones con el Congreso. Todo lo anterior requiere liderazgo, sensatez, diplomacia, talla y un lenguaje acorde con una institución como el Estado. Y, finalmente, uno debe elegir a quien lo represente dignamente, no a alguien que después termine avergonzándolo.
Por: Eloy Gutiérrez Anaya.





