El décimo mandamiento nos alerta contra el deseo desmedido por poseer bienes temporales. Una cosa debe el cristiano tener clara: los bienes materiales son simples medios y, en la medida en que los convertimos en fines, en esa misma medida nos alejan del Bien supremo, que es Dios. Frecuentemente este mandato ha sido malinterpretado. Dios […]
El décimo mandamiento nos alerta contra el deseo desmedido por poseer bienes temporales. Una cosa debe el cristiano tener clara: los bienes materiales son simples medios y, en la medida en que los convertimos en fines, en esa misma medida nos alejan del Bien supremo, que es Dios.
Frecuentemente este mandato ha sido malinterpretado. Dios no prohíbe la posesión de bienes, ni mucho menos el deseo y la búsqueda de una vida más cómoda. Lo que se prohíbe es la codicia: deseo desordenado de poseer. La avaricia: ambición desmedida por conseguir cada vez más. La envidia: dolor por el bien ajeno.
No es pecado cuando vemos prosperar a alguien y quisiéramos tener su misma suerte. ¿Quién no lo desearía? Es pecado cuando nos entristecemos porque al otro le está yendo bien y deseamos estar en su lugar y que él esté en el nuestro. Es pecado cuando criticamos y pensamos que los demás no merecen el bien del que gozan, mientras consideramos que nosotros somos merecedores de mucho más de lo que tenemos. Quien es avaro y envidioso fácilmente cae en el robo.
Es preciso evitar dos peligros: muchas veces las religiones se enfocan tanto en la parte espiritual, las realidades sobrenaturales y la vida eterna, que descuidan, se desligan y hasta desprecian el cuerpo, la naturaleza y la vida temporal. Por otra parte, muchas veces nos centramos tanto en el aquí y en el ahora, que vivimos como si lo temporal fuese lo único existente.
La verdadera religión debe llevar al ser humano a valorar justamente las dos realidades, precisamente porque el ser humano es la unidad del espíritu y la materia. Ni el cuerpo es la cárcel del alma, ni es el único elemento que constituye a la persona. Así, pues, es preciso mantener los ojos puestos en el cielo, pero al mismo tiempo los pies puestos sobre la tierra. La escena de la ascensión de Jesús arroja luz sobre esta necesidad: cuando los discípulos se quedan como petrificados contemplando cómo el Maestro se eleva entre las nubes, los ángeles llaman su atención con las palabras “Galileos, ¿Qué hacéis ahí mirando al cielo…?” y les invitan a la acción. San Pablo también recuerda en una de sus cartas la necesidad de preocuparse por las realidades temporales, al afirmar que “el que no trabaje que no coma”. Ahora bien, la promoción de la espiritualidad y la contemplación viene también enaltecida, por ejemplo, cuando Jesús dice a Marta: “Te preocupas por muchas cosas y sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte y no le será quitada”. O cuando la sagrada Escritura afirma que Jesús con frecuencia se retiraba a solas y pasaba la noche en oración.
Mantener el equilibrio en la vida será siempre un reto que requiere compromiso y atención de parte nuestra. Somos espíritu encarnado, estamos hechos de tiempo y de eternidad, somos una chispa de divinidad fundida perfectamente con la materia, somos hijos de Dios y también hijos del hombre.
El décimo mandamiento nos alerta contra el deseo desmedido por poseer bienes temporales. Una cosa debe el cristiano tener clara: los bienes materiales son simples medios y, en la medida en que los convertimos en fines, en esa misma medida nos alejan del Bien supremo, que es Dios. Frecuentemente este mandato ha sido malinterpretado. Dios […]
El décimo mandamiento nos alerta contra el deseo desmedido por poseer bienes temporales. Una cosa debe el cristiano tener clara: los bienes materiales son simples medios y, en la medida en que los convertimos en fines, en esa misma medida nos alejan del Bien supremo, que es Dios.
Frecuentemente este mandato ha sido malinterpretado. Dios no prohíbe la posesión de bienes, ni mucho menos el deseo y la búsqueda de una vida más cómoda. Lo que se prohíbe es la codicia: deseo desordenado de poseer. La avaricia: ambición desmedida por conseguir cada vez más. La envidia: dolor por el bien ajeno.
No es pecado cuando vemos prosperar a alguien y quisiéramos tener su misma suerte. ¿Quién no lo desearía? Es pecado cuando nos entristecemos porque al otro le está yendo bien y deseamos estar en su lugar y que él esté en el nuestro. Es pecado cuando criticamos y pensamos que los demás no merecen el bien del que gozan, mientras consideramos que nosotros somos merecedores de mucho más de lo que tenemos. Quien es avaro y envidioso fácilmente cae en el robo.
Es preciso evitar dos peligros: muchas veces las religiones se enfocan tanto en la parte espiritual, las realidades sobrenaturales y la vida eterna, que descuidan, se desligan y hasta desprecian el cuerpo, la naturaleza y la vida temporal. Por otra parte, muchas veces nos centramos tanto en el aquí y en el ahora, que vivimos como si lo temporal fuese lo único existente.
La verdadera religión debe llevar al ser humano a valorar justamente las dos realidades, precisamente porque el ser humano es la unidad del espíritu y la materia. Ni el cuerpo es la cárcel del alma, ni es el único elemento que constituye a la persona. Así, pues, es preciso mantener los ojos puestos en el cielo, pero al mismo tiempo los pies puestos sobre la tierra. La escena de la ascensión de Jesús arroja luz sobre esta necesidad: cuando los discípulos se quedan como petrificados contemplando cómo el Maestro se eleva entre las nubes, los ángeles llaman su atención con las palabras “Galileos, ¿Qué hacéis ahí mirando al cielo…?” y les invitan a la acción. San Pablo también recuerda en una de sus cartas la necesidad de preocuparse por las realidades temporales, al afirmar que “el que no trabaje que no coma”. Ahora bien, la promoción de la espiritualidad y la contemplación viene también enaltecida, por ejemplo, cuando Jesús dice a Marta: “Te preocupas por muchas cosas y sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte y no le será quitada”. O cuando la sagrada Escritura afirma que Jesús con frecuencia se retiraba a solas y pasaba la noche en oración.
Mantener el equilibrio en la vida será siempre un reto que requiere compromiso y atención de parte nuestra. Somos espíritu encarnado, estamos hechos de tiempo y de eternidad, somos una chispa de divinidad fundida perfectamente con la materia, somos hijos de Dios y también hijos del hombre.