Sin pentagrama ni fórmulas académicas, ya había concebido para la historia, y para alivio propio, la canción titulada El Firme, un tema surgido como reprimenda a las denostaciones del verdugo musical y el cual, según algunos referentes del género, es el más exquisito merengue que jamás ha existido.
Como la lira de Orfeo, en la mitología griega, los cantos de Máximo Movil son sensible armadura contra las penas del alma, fuerza ignota e incorruptible que doma el rebelde corazón de alguna amante y sosiega la furia irredimible del campo. Sus dones revistieron la magia de una noble estirpe que, como la parábola del trigo en tierra fértil, germinó para siempre en las estribaciones del río Cesar.
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Al entrar a su vivienda, con extraño y recóndito celo, abruma el ámbito. Es un derroche de notas celestiales que, en contrito movimiento, deambulan por ahí, de rincón en rincón, cual un pájaro con sus alas rotas. Desde el día de su muerte, en enero de 2002, todo en esta estancia es deletérea intriga, quimera y olvido; y todo en este relato, entonces, es apagada sinfonía, eco triste e idílica perturbación. Colgados en la rústica pared, galardones signados por distinguidos sellos discográficos, plácemes apócrifos y otras espurias vanidades en orfandad, son infame analogía de manchado decoro y laureles en ruinas.
Entre tanto, los exiguos aposentos, la añeja soledad del patio y un vago ramaje de trinitarias, tejen la telaraña invisible que enreda el alma del cronista, mientras que en sus locas veleidades huye despavorido un mochuelo por los montes del sureste.
Al tiempo que discurre la charla en el comedor, en el marco de una fotografía, el “trovador errante” absorto nos mira. Por instantes, parece interrogar el mundo de los vivos, hurgar la huella incierta de sus pasos, renacer sin quejas al filo de sus cantares. José Armando, uno de sus hijos, se precipita al encuentro. Luego, con su vieja guitarra de tiple al regazo, arrastrando un ligero y desmedido acorde, entona con notable desazón una triste romanza:
“Ay Christiaan Barnard hágame el favor
De cambiarme el corazón
Por otro que sea más fuerte
Lo quiero bien indolente
Para no volvé a quererle
Ni acordarme de su amor…
“Ay, llora, llora, ay llora corazón
Porque llorando, ay nos descansa el alma”.
Es el recorte de una canción de su padre titulada ‘Aunque sufriendo te olvido’, motivada por el casual agravio de una de sus musas. Comenta el heredero Movil que este tema fue enviado al médico sudafricano, quien denegó jocosamente la correspondencia, explicando que los problemas del amor proceden de un desvarío de la mente, no del corazón, y que, por lo tanto, el compositor, en lugar de requerir su auxilio, tendría que buscarse un psiquiatra. “Mi papá celebró las ocurrencias del doctor”, concluye José.
No dejes de leer: ¿Cambió la manera de componer música vallenata o simplemente desapareció la poesía?
Del otro lado, meciéndose en una silla de mimbre, sonríe Yomaira, la hija menor del bardo. Ella es esquiva personificación de un último verso, arrolladora estrofa sin rima, sobriedad o mudo canto. Al evocarlo, define a su padre como el labriego incansable que, pese a su vocación artística, jamás abandonó sus faenas de agricultura, el amor por el arado y sus costumbres domésticas. Recuerda los sufrimientos de su madre María Esther, bregando noche y día porque “Mácharo”, como llamaba a su compañero, renunciara a los vicios del licor y abandonara sus parrandas.
Así, con el pincel de sus lágrimas, sobre un lienzo de mustia ensoñación y amarguras, va difuminando el ayer. Aparece, entonces, el trovador del campo, con el ímpetu de un río crecido, luciendo su blanca camisa de chalís, su clásico pantalón grisáceo y sus lustrosos zapatos de cuero. Se empina la botella, carraspea y entona, tal vez, su más célebre canción:
“Vengo de la montaña,
De allá de la Cordillera
Ya dejé a mi compañera
Junto con mis dos hijitos
Yo me traje bien cargado mi burrito
Vendo mi carga y me alisto
Porque mi mujer me espera”
Como en una fugaz componenda de nostalgia y delirio, un gallo de riña canta en el rincón, el cierzo vapulea el yermo rosal y un enjambre de flores del cañahuate revolotea por el suelo, como las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia. Se idealiza entonces la parca figura del cantor herido, encorvado y soñoliento, incorporándose en su chinchorro arhuaco, tarareando su autobiográfica canción denominada ‘La vida del artista’ y degustando a largos sorbos un auténtico ron artesanal, suavizado con hojas de eucalipto y cascarilla. Al través de la sórdida bruma, resurge, entonces, la imagen de La Mona, esa compañera que hasta sus últimos días quiso mitigar la angustia del poeta romántico y pastoril que, por la severidad de la artritis y otros tormentos, jamás volviera a cantar.
Al pie del antiguo portón, el folclorista Joseíto Parodi aguarda al cronista. De bastón y anteojos, su apariencia emula el carácter de un faraón romano, investido de gran sabiduría y recato. Cual honrado lazarillo, se dirige lentamente al patio, un remanso inmolado por los siglos y las penas, donde el saldo de sus glorias agoniza: el desmantelado cuartico con los aperos de labranza y ganadería, el famoso quiosco parrandero con sus cadentes palmas de cera y el viejo Willy modelo 54, llamado Samuelito en honor a un distinguido juglar que por aquellos tiempos asistiera su morada.
Su natural sapiencia, bizarría y prudencia, sobrepasan el límite de su cansada humanidad y la fatiga de sus pasos. De manera que, con relativa fluidez -vaga figuración del toche que entre las ramas de un quebracho teje el nido-, va hilando el relato del Indio de Oro, cuyos inicios se forjaron bajo su instrucción y amparo. Refiere que el autor de ‘Mujer Conforme’ padeció una vida plagada de calamidades e inconvenientes, como consecuencia de la frustrada alianza marital entre sus padres.
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Fue, entonces, la india Cornelia, su abuela, quien asumió el compromiso de la crianza y debió suplir sus carencias afectivas, llevándolo consigo a Guamachal, una aldea de San Juan del Cesar, La Guajira, al otro lado del río. Allí, en ese paraje abrupto, conformado por dos lánguidas y polvorientas calles, a la vez que ejercía sus designadas labores como auxiliar de ordeño, pastor de cabras y corralero, a escasos once años, ya desahogaba el alma cantando.
Al consultar sobre la manera en que el artista elaboraba sus cantos, advirtiendo su condición de analfabeta, el patriarca explica que, como Leandro el ciego, Máximo todo lo veía con los ojos del alma. Narra luego que una mañana de octubre se presentó a su estancia, silbando una inédita melodía. “Oiga don José, acabo de hacer uno nuevo, póngame cuidado”, con explícita emoción, le dijo entonces. Había salido a peregrinar a orillas del río, desde el paso denominado Los Barrancones hasta el pueblo de Corral de Piedras.
Había internalizado un derroche de inspiración que colgaba por ahí, entre carbonales, majagua y peralejo, entre los secretos del alma y los ruidos de la naturaleza. De regreso, sin pentagrama ni fórmulas académicas, ya había concebido para la historia, y para alivio propio, la canción titulada El Firme, un tema surgido como reprimenda a las denostaciones del verdugo musical y el cual, según algunos referentes del género, es el más exquisito merengue que jamás ha existido:
“Como firme me he sabido parar
Porque no soy tan fácil de vencer
Yo me siento lo mismo que un laurel
Que ha nacido a la orilla del Cesar
La corriente lo puede tambalear
Se sostiene y no se deja caer”
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Aquellos versos, tallados con letras góticas sobre una lápida de mármol, y bajo un manojo de corales y lirios yertos, configuran hoy el más sensible epitafio del trovador caído. Es la absurda paradoja que, en su prosaica lejanía sin retorno, parece ensañarse contra las crueldades del tiempo y de la muerte. En su infinita lobreguez, entre la zarza y el eco, se yergue imponente un sepulcro, como si en sus entrañas contuviera, por los siglos de los siglos, la más abnegada, ferviente y lírica creatura…
Por Fernando Daza.
Sin pentagrama ni fórmulas académicas, ya había concebido para la historia, y para alivio propio, la canción titulada El Firme, un tema surgido como reprimenda a las denostaciones del verdugo musical y el cual, según algunos referentes del género, es el más exquisito merengue que jamás ha existido.
Como la lira de Orfeo, en la mitología griega, los cantos de Máximo Movil son sensible armadura contra las penas del alma, fuerza ignota e incorruptible que doma el rebelde corazón de alguna amante y sosiega la furia irredimible del campo. Sus dones revistieron la magia de una noble estirpe que, como la parábola del trigo en tierra fértil, germinó para siempre en las estribaciones del río Cesar.
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Al entrar a su vivienda, con extraño y recóndito celo, abruma el ámbito. Es un derroche de notas celestiales que, en contrito movimiento, deambulan por ahí, de rincón en rincón, cual un pájaro con sus alas rotas. Desde el día de su muerte, en enero de 2002, todo en esta estancia es deletérea intriga, quimera y olvido; y todo en este relato, entonces, es apagada sinfonía, eco triste e idílica perturbación. Colgados en la rústica pared, galardones signados por distinguidos sellos discográficos, plácemes apócrifos y otras espurias vanidades en orfandad, son infame analogía de manchado decoro y laureles en ruinas.
Entre tanto, los exiguos aposentos, la añeja soledad del patio y un vago ramaje de trinitarias, tejen la telaraña invisible que enreda el alma del cronista, mientras que en sus locas veleidades huye despavorido un mochuelo por los montes del sureste.
Al tiempo que discurre la charla en el comedor, en el marco de una fotografía, el “trovador errante” absorto nos mira. Por instantes, parece interrogar el mundo de los vivos, hurgar la huella incierta de sus pasos, renacer sin quejas al filo de sus cantares. José Armando, uno de sus hijos, se precipita al encuentro. Luego, con su vieja guitarra de tiple al regazo, arrastrando un ligero y desmedido acorde, entona con notable desazón una triste romanza:
“Ay Christiaan Barnard hágame el favor
De cambiarme el corazón
Por otro que sea más fuerte
Lo quiero bien indolente
Para no volvé a quererle
Ni acordarme de su amor…
“Ay, llora, llora, ay llora corazón
Porque llorando, ay nos descansa el alma”.
Es el recorte de una canción de su padre titulada ‘Aunque sufriendo te olvido’, motivada por el casual agravio de una de sus musas. Comenta el heredero Movil que este tema fue enviado al médico sudafricano, quien denegó jocosamente la correspondencia, explicando que los problemas del amor proceden de un desvarío de la mente, no del corazón, y que, por lo tanto, el compositor, en lugar de requerir su auxilio, tendría que buscarse un psiquiatra. “Mi papá celebró las ocurrencias del doctor”, concluye José.
No dejes de leer: ¿Cambió la manera de componer música vallenata o simplemente desapareció la poesía?
Del otro lado, meciéndose en una silla de mimbre, sonríe Yomaira, la hija menor del bardo. Ella es esquiva personificación de un último verso, arrolladora estrofa sin rima, sobriedad o mudo canto. Al evocarlo, define a su padre como el labriego incansable que, pese a su vocación artística, jamás abandonó sus faenas de agricultura, el amor por el arado y sus costumbres domésticas. Recuerda los sufrimientos de su madre María Esther, bregando noche y día porque “Mácharo”, como llamaba a su compañero, renunciara a los vicios del licor y abandonara sus parrandas.
Así, con el pincel de sus lágrimas, sobre un lienzo de mustia ensoñación y amarguras, va difuminando el ayer. Aparece, entonces, el trovador del campo, con el ímpetu de un río crecido, luciendo su blanca camisa de chalís, su clásico pantalón grisáceo y sus lustrosos zapatos de cuero. Se empina la botella, carraspea y entona, tal vez, su más célebre canción:
“Vengo de la montaña,
De allá de la Cordillera
Ya dejé a mi compañera
Junto con mis dos hijitos
Yo me traje bien cargado mi burrito
Vendo mi carga y me alisto
Porque mi mujer me espera”
Como en una fugaz componenda de nostalgia y delirio, un gallo de riña canta en el rincón, el cierzo vapulea el yermo rosal y un enjambre de flores del cañahuate revolotea por el suelo, como las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia. Se idealiza entonces la parca figura del cantor herido, encorvado y soñoliento, incorporándose en su chinchorro arhuaco, tarareando su autobiográfica canción denominada ‘La vida del artista’ y degustando a largos sorbos un auténtico ron artesanal, suavizado con hojas de eucalipto y cascarilla. Al través de la sórdida bruma, resurge, entonces, la imagen de La Mona, esa compañera que hasta sus últimos días quiso mitigar la angustia del poeta romántico y pastoril que, por la severidad de la artritis y otros tormentos, jamás volviera a cantar.
Al pie del antiguo portón, el folclorista Joseíto Parodi aguarda al cronista. De bastón y anteojos, su apariencia emula el carácter de un faraón romano, investido de gran sabiduría y recato. Cual honrado lazarillo, se dirige lentamente al patio, un remanso inmolado por los siglos y las penas, donde el saldo de sus glorias agoniza: el desmantelado cuartico con los aperos de labranza y ganadería, el famoso quiosco parrandero con sus cadentes palmas de cera y el viejo Willy modelo 54, llamado Samuelito en honor a un distinguido juglar que por aquellos tiempos asistiera su morada.
Su natural sapiencia, bizarría y prudencia, sobrepasan el límite de su cansada humanidad y la fatiga de sus pasos. De manera que, con relativa fluidez -vaga figuración del toche que entre las ramas de un quebracho teje el nido-, va hilando el relato del Indio de Oro, cuyos inicios se forjaron bajo su instrucción y amparo. Refiere que el autor de ‘Mujer Conforme’ padeció una vida plagada de calamidades e inconvenientes, como consecuencia de la frustrada alianza marital entre sus padres.
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Fue, entonces, la india Cornelia, su abuela, quien asumió el compromiso de la crianza y debió suplir sus carencias afectivas, llevándolo consigo a Guamachal, una aldea de San Juan del Cesar, La Guajira, al otro lado del río. Allí, en ese paraje abrupto, conformado por dos lánguidas y polvorientas calles, a la vez que ejercía sus designadas labores como auxiliar de ordeño, pastor de cabras y corralero, a escasos once años, ya desahogaba el alma cantando.
Al consultar sobre la manera en que el artista elaboraba sus cantos, advirtiendo su condición de analfabeta, el patriarca explica que, como Leandro el ciego, Máximo todo lo veía con los ojos del alma. Narra luego que una mañana de octubre se presentó a su estancia, silbando una inédita melodía. “Oiga don José, acabo de hacer uno nuevo, póngame cuidado”, con explícita emoción, le dijo entonces. Había salido a peregrinar a orillas del río, desde el paso denominado Los Barrancones hasta el pueblo de Corral de Piedras.
Había internalizado un derroche de inspiración que colgaba por ahí, entre carbonales, majagua y peralejo, entre los secretos del alma y los ruidos de la naturaleza. De regreso, sin pentagrama ni fórmulas académicas, ya había concebido para la historia, y para alivio propio, la canción titulada El Firme, un tema surgido como reprimenda a las denostaciones del verdugo musical y el cual, según algunos referentes del género, es el más exquisito merengue que jamás ha existido:
“Como firme me he sabido parar
Porque no soy tan fácil de vencer
Yo me siento lo mismo que un laurel
Que ha nacido a la orilla del Cesar
La corriente lo puede tambalear
Se sostiene y no se deja caer”
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Aquellos versos, tallados con letras góticas sobre una lápida de mármol, y bajo un manojo de corales y lirios yertos, configuran hoy el más sensible epitafio del trovador caído. Es la absurda paradoja que, en su prosaica lejanía sin retorno, parece ensañarse contra las crueldades del tiempo y de la muerte. En su infinita lobreguez, entre la zarza y el eco, se yergue imponente un sepulcro, como si en sus entrañas contuviera, por los siglos de los siglos, la más abnegada, ferviente y lírica creatura…
Por Fernando Daza.