Cuando pudo moverse, caminó siguiendo la luz de las lámparas del carro hasta donde podían alumbrar. Quería asegurarse que el animal estuviese muerto, porque desde la distancia que le disparó los seis tiros del revólver era imposible que no le hubiese atinado. Al llegar al final de la sombra, las luces de la camioneta se apagaron de súbito, dejando todo en una oscuridad profunda. No había un solo lucero, ni cocuyo, ni siquiera los animales que cantan de noche se escuchaban. Era como si el mundo se hubiese apagado.
Él se consideraba un hombre valiente, pero esa noche supo lo que era tener miedo. Intentaba ubicarse en el sitio donde estaba parado; nada le era familiar. No podía ver ni sus manos. Echó mano al bolsillo del pantalón y sacó un cigarrillo y la caja de fósforos. No era para fumar, era para ver si con la luz del fósforo y la del cigarrillo encendido podía ver el camino. La primera luz iluminó unos dos metros a la redonda. Antes de encender el cigarrillo, lo sostuvo entre los dedos y giró 180 grados para orientarse. Nada. Estaba en medio de una penumbra.
No sabe cuánto tiempo pasó. A lo lejos divisó la luz de un fogón y pensó que podría ser de una finca junto a la carretera. Según sus cálculos, podía tratarse de la mina de piedras, de modo que empezó a caminar hacia la luz. A medida que avanzaba, esta se alejaba, lo cual lo asustó aún más. Aceleró el paso y la frustración crecía porque cada vez la luz se veía más lejos. Se detuvo, miró atrás y, cuando regresó la mirada, la luz había desaparecido. La angustia creció. Quería echarle la culpa a la borrachera, pero era consciente que ya no lo estaba. Lo que le pasaba no era normal ni de este mundo. Decidió detenerse. Pensó que si seguía caminando se iba a perder. Lo mejor era esperar, ya fuera que alguien pasara o, en el peor de los casos, esperar que amaneciera.
Se sentó donde estaba, se fumó el cigarrillo y, luego de escuchar sus propios pensamientos, comenzaron los grillos, luego el zumbido de zancudos en los oídos, y así hasta que la noche se convirtió en la que anhelaba: una real, con luceros y un pedazo de luna que alumbrara sus pasos. A lo lejos escuchó la bocina del carro que pitaba. Fue ubicándose con el sonido hasta que llegó a la carretera. Caminó a paso rápido hasta divisar la camioneta con las luces encendidas. Sintió que el alma le volvía al cuerpo y llegó con la respiración agitada y el corazón en la boca.
Se subió, la encendió y continuaron la marcha en silencio. Ninguno dijo palabra. El compadre Julito se recostó sobre la puerta y mi papá manejaba a toda velocidad mientras pensaba en el animal. Llegaron al pueblo y pasó de largo por la casa de mi abuela. Siguió derecho hasta la esquina de la cantina de “Cayuya” y volteó hacia la calle de la iglesia. El pueblo estaba solo. Cruzó por la esquina del único billar del pueblo, de su primo Esteban Vásquez, pasó por la tienda del Cachaquito y de ahí a la sabana rumbo a Brasilia.
Después de la finca de su primo Uvirias Fragozo, el compadre Julito no se aguantó y soltó la pregunta a quemarropa:
—Ajá, compa, ¿qué fue esa vaina que se nos cruzó en el camino?
—¡Que me volvió a salir el demonio, compa! Algo quiere este señor, porque esa es mucha joda conmigo. Si me va a salir, que me proponga el mismo pacto que tiene con Jorge Dangond; si no, que se deje de joderme.
Por: Eloy Gutiérrez Anaya.











