Debió tener Cerveleón Padilla Lascarro una mente organizada como lo atestigua la prolijidad de sus archivos, en los cuales, de su puño y letra existen datos de su época, y documentos inéditos donde Cacua Prada abrevó para escribir sobre este sorprendente cesarense.
Uno de mis historiadores frecuentado es Antonio Cacua Prada. Además, unido a ese laurel de cronista atildado, también es periodista, diplomático, miembro de la Academia Colombiana de Historia, y de la Academia Colombiana de la Lengua.
Él (como yo a escala modesta) ha tenido la afición de fisgar en los anaqueles de papeles viejos, como buscón de datos y acontecimientos de nuestro pasado. Con el mejor gusto he seguido los renglones de sus escritos concebidos con donosa maestría en sus afanes de investigador, pero, para sorpresa mía, este escritor de sucesos antiguos, ha tomado su prestigiosa pluma para hacer una semblanza sobre alguien muy nuestro, muy del Cesar.
Debió tener el personaje biografiado por Cacua Prada, para ser motivo de su atención, una muy buena nombradía. El descubrimiento lo hice al recibir un libro con un fraterno mensaje del doctor Cerveleón Padilla Linares, titulado ‘Cerveleón Padilla Lascarro. Ejemplo de superación y de servicio a sus compatriotas’.
Confieso que me hundí en la lectura, tanto por la galanura de la pluma del autor, como por el contenido de datos abundantes y desconocidos sobre la vida y el entorno de ese hombre nuestro, a quien a distancia apenas conocí, pero que ahora, después de la lectura amena y retocada con anécdotas de la comarca, conozco más, al situarme en los pormenores de tiempo, lugar y circunstancias en que se disolvió una existencia de valía.
Menchiquejo es una aldea remota, ultramontana, que ha sobrevivido a la intemperie de su abandono. Sus casitas de caña brava, barro y palma han sido siempre el remedo de un pesebre campesino allá por las latitudes de la depresión momposina, en alguna parte de los pantanos y fangales que hacen los rebosos del río de La Magdalena. Allí debió transcurrir la infancia bulliciosa y silvestre de un crío de aquellos antepasados que detuvieron sus pasos de patriarcas andariegos en busca de pasturas de rebaños y un pedazo de tierra de labranza, entre selvas oscuras donde se adivinaba la pupila del tigre, y lagunas de aguas muertas, dominio de calores sofocantes, de alimañas venenosas, de enjambres de mosquitos y reino de las calenturas palúdicas.
Lea también: Clemencia Tariffa, insignia poética del Cesar
No era el sitio de feliz vaticinio para el futuro del retoño, ungido cristiano en el agua lustral de una pileta con el nombre de Cerveleón, al igual que un abuelo. Lo entendió así su genitora, Julieta Lascarro Pérez. Sin el apoyo de su esposo, que huyendo de sus responsabilidades los había abandonado a su suerte, tomó la aventurada decisión de recoger sus bártulos caseros y con la fe puesta en la misericordia de Dios se fue a Chimichagua, una localidad de labriegos y pescadores, mejor habitada, en el empeño de buscar horizontes más despejados para la crianza del vástago.
Un borrico cargado con dos toneles de agua para vocear su venta callejera debió ser todo lo que el mundo le ofrecía al joven Cerveleón para aquellos años de la década de los años veinte del pasado siglo. Una pizarrilla negra y una cartilla de cartón fueron los primeros bienes de cultura cuando tenía 16 años, según él mismo escribe. Su madre, su primera maestra, atenta a su progreso, lo adiestró en las primeras letras y en el catecismo de la Iglesia.
Fueron años duros. Para buscar el sustento, ya jovenzuelo se aplicó como ayudante en hatos ganaderos, leñatero, comerciante de palma de esteras y aprendiz de sastre, arte que perfeccionó en una máquina de coser obtenida con el estirado ahorro de centavo tras centavo. De tarde en tarde llegaban las barcazas de Mompox y de El Banco con viajeros que traían noticias del otro mundo que existía más allá de la Ciénaga de la Zapatosa. Entonces podía leer los periódicos atrasados con noticias de hechos que ya habían sido, pero que le daban nociones del ritmo humano de otras partes, aún vedadas a sus ojos. Fue cuando se le despertó el voraz apetito de saberlo todo.
Para aquellas calendas, los árabes que llamamos “turcos” llevaban en almadías la carga de sus abalorios y mercancías al pueblo. Entre los objetos preciosos de sus ventas y cambalaches llevaron un radio transmisor alemán que funcionaba con baterías Volta.
Medio pueblo concurría a la casa de un parroquiano para escuchar la maravilla que daba noticias de regiones remotas, entre ellos el joven Cerveleón, que seguía embelesado los discursos capitalinos de Laureano Gómez y el verbo ardido del joven abogado Jorge Eliécer Gaitán en los debates de Las Bananeras, lo que le daba alas a su deseo de ser, algún día, un tribuno de las causas populares.
Su avidez por aprender lo llevó a adquirir enciclopedias, códigos, libros y revistas, que, por no existir en el poblado, debía encargar por el correo de piragüas y de recúas de acémilas que comunicaban con otros distantes núcleos humanos. Su dinamismo cívico lo hizo notorio hasta llegar a ser un líder que abogaba por la solución de las necesidades públicas ante las agencias de gobierno. Entonces despega el vuelo a sus actividades como jefe del conservatismo de su terruño adoptivo y un poco más tarde en el ámbito del Magdalena y del Cesar.
Pronto comienza a subir peldaños desde juez municipal, alcalde de Chimichagua, tres veces; inspector de Educación; representante a la Cámara por el departamento del Magdalena en dos períodos; diputado en la Asamblea del Magdalena; representante a la Cámara por el Cesar; secretario de Desarrollo Económico y Social y secretario de Hacienda y Finanzas del departamento del Cesar. Fue, además, un activo entusiasta y colaborador en la creación de este departamento.
Debió tener Cerveleón Padilla Lascarro una mente organizada como lo atestigua la prolijidad de sus archivos, en los cuales, de su puño y letra existen datos de su época, y documentos inéditos donde Cacua Prada abrevó para escribir sobre este sorprendente cesarense. También debió poseer una textura personal para hacer un recorrido desde las más humildes ocupaciones hasta conquistar con tesón e inteligencia las dignidades de su época. Desposeído de toda fortuna y apellidos rutilantes que le hubieren servido de escalones, con heroísmo callado, ignorado por quienes solo reconocen el éxito de los que con ventaja nacen con el éxito de sus mayores, con disciplina y pulcritud, este señor superó sus límites personales como aquél hijo de una lavandera en un pueblito antioqueño, también abandonado por su padre, quien llegó a ser presidente de Colombia, elevándose, desde la ruina franciscana de su choza campesina donde había nacido, sobre el nivel de sus contemporáneos.
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Después de haber servido en disímiles cargos públicos, a los 83 años, la hora fatal le llegó en Valledupar el 17 de julio de 1995. La había presentido y esperado con tranquila entereza pues estaba persuadido de haber diseminado el bien entre propios y contrarios. Pidió los auxilios espirituales del presbítero Pablo Salas Anteliz, ahora Arzobispo, y dio la instrucción de su sepelio sin discursos ni honores, y el depósito de su cuerpo en el camposanto de Chimichagua, al lado de la madre humilde, quien pese a todos los vientos en contra había hecho todo cuanto pudo por él.
Como un culto a su memoria, sus descendientes cultivaron su intelecto en academias y universidades, sobre una variada gama del saber. Sería abundante mencionar sus triunfos académicos, sin embargo, pese a una amistad a distancia con uno de ellos, Cerveleón Padilla Linares, con quien en ocasiones me he comunicado en afanes de nuestra mutua profesión de abogado, puedo hacer mención de sus lauros cada vez más meritorios, como el que ahora ocupa en su condición de magistrado del Tribunal Administrativo de Cundinamarca, pudiendo hablar, guardada la proporción, de dos Cerveleones, el viejo y el joven, como aquellos dos Plinios , padre e hijo, que fueron notorios en la vieja historia romana.
Recomiendo leer esta obra de Cacua Prada, que además de llevarnos de la mano a un arsenal de acontecimientos olvidados de nuestra historia comarcana, también nos ilustra sobre la vida ejemplar de un coterráneo que alzó vuelo de la sima a la cima con las armas de la voluntad e inteligencia que sólo poseen los elegidos para mejores destinos.
Cerveleón Padilla Lascarro, con el ejemplo de su vida pudo rubricar la frase: “Lo importante no es nacer de un apellido grande… sino hacer grande un apellido”.
Casa de campo Las Trinitarias, Minakálwa (La Mina), territorio de la Sierra Nevada, mayo 12, 2021.
Por: Rodolfo Ortega Montero
Debió tener Cerveleón Padilla Lascarro una mente organizada como lo atestigua la prolijidad de sus archivos, en los cuales, de su puño y letra existen datos de su época, y documentos inéditos donde Cacua Prada abrevó para escribir sobre este sorprendente cesarense.
Uno de mis historiadores frecuentado es Antonio Cacua Prada. Además, unido a ese laurel de cronista atildado, también es periodista, diplomático, miembro de la Academia Colombiana de Historia, y de la Academia Colombiana de la Lengua.
Él (como yo a escala modesta) ha tenido la afición de fisgar en los anaqueles de papeles viejos, como buscón de datos y acontecimientos de nuestro pasado. Con el mejor gusto he seguido los renglones de sus escritos concebidos con donosa maestría en sus afanes de investigador, pero, para sorpresa mía, este escritor de sucesos antiguos, ha tomado su prestigiosa pluma para hacer una semblanza sobre alguien muy nuestro, muy del Cesar.
Debió tener el personaje biografiado por Cacua Prada, para ser motivo de su atención, una muy buena nombradía. El descubrimiento lo hice al recibir un libro con un fraterno mensaje del doctor Cerveleón Padilla Linares, titulado ‘Cerveleón Padilla Lascarro. Ejemplo de superación y de servicio a sus compatriotas’.
Confieso que me hundí en la lectura, tanto por la galanura de la pluma del autor, como por el contenido de datos abundantes y desconocidos sobre la vida y el entorno de ese hombre nuestro, a quien a distancia apenas conocí, pero que ahora, después de la lectura amena y retocada con anécdotas de la comarca, conozco más, al situarme en los pormenores de tiempo, lugar y circunstancias en que se disolvió una existencia de valía.
Menchiquejo es una aldea remota, ultramontana, que ha sobrevivido a la intemperie de su abandono. Sus casitas de caña brava, barro y palma han sido siempre el remedo de un pesebre campesino allá por las latitudes de la depresión momposina, en alguna parte de los pantanos y fangales que hacen los rebosos del río de La Magdalena. Allí debió transcurrir la infancia bulliciosa y silvestre de un crío de aquellos antepasados que detuvieron sus pasos de patriarcas andariegos en busca de pasturas de rebaños y un pedazo de tierra de labranza, entre selvas oscuras donde se adivinaba la pupila del tigre, y lagunas de aguas muertas, dominio de calores sofocantes, de alimañas venenosas, de enjambres de mosquitos y reino de las calenturas palúdicas.
Lea también: Clemencia Tariffa, insignia poética del Cesar
No era el sitio de feliz vaticinio para el futuro del retoño, ungido cristiano en el agua lustral de una pileta con el nombre de Cerveleón, al igual que un abuelo. Lo entendió así su genitora, Julieta Lascarro Pérez. Sin el apoyo de su esposo, que huyendo de sus responsabilidades los había abandonado a su suerte, tomó la aventurada decisión de recoger sus bártulos caseros y con la fe puesta en la misericordia de Dios se fue a Chimichagua, una localidad de labriegos y pescadores, mejor habitada, en el empeño de buscar horizontes más despejados para la crianza del vástago.
Un borrico cargado con dos toneles de agua para vocear su venta callejera debió ser todo lo que el mundo le ofrecía al joven Cerveleón para aquellos años de la década de los años veinte del pasado siglo. Una pizarrilla negra y una cartilla de cartón fueron los primeros bienes de cultura cuando tenía 16 años, según él mismo escribe. Su madre, su primera maestra, atenta a su progreso, lo adiestró en las primeras letras y en el catecismo de la Iglesia.
Fueron años duros. Para buscar el sustento, ya jovenzuelo se aplicó como ayudante en hatos ganaderos, leñatero, comerciante de palma de esteras y aprendiz de sastre, arte que perfeccionó en una máquina de coser obtenida con el estirado ahorro de centavo tras centavo. De tarde en tarde llegaban las barcazas de Mompox y de El Banco con viajeros que traían noticias del otro mundo que existía más allá de la Ciénaga de la Zapatosa. Entonces podía leer los periódicos atrasados con noticias de hechos que ya habían sido, pero que le daban nociones del ritmo humano de otras partes, aún vedadas a sus ojos. Fue cuando se le despertó el voraz apetito de saberlo todo.
Para aquellas calendas, los árabes que llamamos “turcos” llevaban en almadías la carga de sus abalorios y mercancías al pueblo. Entre los objetos preciosos de sus ventas y cambalaches llevaron un radio transmisor alemán que funcionaba con baterías Volta.
Medio pueblo concurría a la casa de un parroquiano para escuchar la maravilla que daba noticias de regiones remotas, entre ellos el joven Cerveleón, que seguía embelesado los discursos capitalinos de Laureano Gómez y el verbo ardido del joven abogado Jorge Eliécer Gaitán en los debates de Las Bananeras, lo que le daba alas a su deseo de ser, algún día, un tribuno de las causas populares.
Su avidez por aprender lo llevó a adquirir enciclopedias, códigos, libros y revistas, que, por no existir en el poblado, debía encargar por el correo de piragüas y de recúas de acémilas que comunicaban con otros distantes núcleos humanos. Su dinamismo cívico lo hizo notorio hasta llegar a ser un líder que abogaba por la solución de las necesidades públicas ante las agencias de gobierno. Entonces despega el vuelo a sus actividades como jefe del conservatismo de su terruño adoptivo y un poco más tarde en el ámbito del Magdalena y del Cesar.
Pronto comienza a subir peldaños desde juez municipal, alcalde de Chimichagua, tres veces; inspector de Educación; representante a la Cámara por el departamento del Magdalena en dos períodos; diputado en la Asamblea del Magdalena; representante a la Cámara por el Cesar; secretario de Desarrollo Económico y Social y secretario de Hacienda y Finanzas del departamento del Cesar. Fue, además, un activo entusiasta y colaborador en la creación de este departamento.
Debió tener Cerveleón Padilla Lascarro una mente organizada como lo atestigua la prolijidad de sus archivos, en los cuales, de su puño y letra existen datos de su época, y documentos inéditos donde Cacua Prada abrevó para escribir sobre este sorprendente cesarense. También debió poseer una textura personal para hacer un recorrido desde las más humildes ocupaciones hasta conquistar con tesón e inteligencia las dignidades de su época. Desposeído de toda fortuna y apellidos rutilantes que le hubieren servido de escalones, con heroísmo callado, ignorado por quienes solo reconocen el éxito de los que con ventaja nacen con el éxito de sus mayores, con disciplina y pulcritud, este señor superó sus límites personales como aquél hijo de una lavandera en un pueblito antioqueño, también abandonado por su padre, quien llegó a ser presidente de Colombia, elevándose, desde la ruina franciscana de su choza campesina donde había nacido, sobre el nivel de sus contemporáneos.
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Después de haber servido en disímiles cargos públicos, a los 83 años, la hora fatal le llegó en Valledupar el 17 de julio de 1995. La había presentido y esperado con tranquila entereza pues estaba persuadido de haber diseminado el bien entre propios y contrarios. Pidió los auxilios espirituales del presbítero Pablo Salas Anteliz, ahora Arzobispo, y dio la instrucción de su sepelio sin discursos ni honores, y el depósito de su cuerpo en el camposanto de Chimichagua, al lado de la madre humilde, quien pese a todos los vientos en contra había hecho todo cuanto pudo por él.
Como un culto a su memoria, sus descendientes cultivaron su intelecto en academias y universidades, sobre una variada gama del saber. Sería abundante mencionar sus triunfos académicos, sin embargo, pese a una amistad a distancia con uno de ellos, Cerveleón Padilla Linares, con quien en ocasiones me he comunicado en afanes de nuestra mutua profesión de abogado, puedo hacer mención de sus lauros cada vez más meritorios, como el que ahora ocupa en su condición de magistrado del Tribunal Administrativo de Cundinamarca, pudiendo hablar, guardada la proporción, de dos Cerveleones, el viejo y el joven, como aquellos dos Plinios , padre e hijo, que fueron notorios en la vieja historia romana.
Recomiendo leer esta obra de Cacua Prada, que además de llevarnos de la mano a un arsenal de acontecimientos olvidados de nuestra historia comarcana, también nos ilustra sobre la vida ejemplar de un coterráneo que alzó vuelo de la sima a la cima con las armas de la voluntad e inteligencia que sólo poseen los elegidos para mejores destinos.
Cerveleón Padilla Lascarro, con el ejemplo de su vida pudo rubricar la frase: “Lo importante no es nacer de un apellido grande… sino hacer grande un apellido”.
Casa de campo Las Trinitarias, Minakálwa (La Mina), territorio de la Sierra Nevada, mayo 12, 2021.
Por: Rodolfo Ortega Montero