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Crónica - 19 junio, 2021

La mística doncella de Siena

Desde los siete años tenía tendencia al misticismo. A los doce cumplidos, sus padres le planearon matrimonio, pero ella rehusó la idea con repugnancia. Un día, mientras oraba de rodillas, una paloma blanca posó sobre su cabeza. Su padre, entonces, entendió como presagio el suceso.

Santa Catalina Benincasa.
Santa Catalina Benincasa.
Boton Wpp

Siena es la Edad Media. El suelo donde está asentada esta ciudad abrumada de años y de historia con monasterios, templos, casonas y palacios renacentistas, estuvo habitada por los etruscos, nación con vestigios de alta cultura que habitó en la región de Toscana, y cuyo origen está aún en la bruma para los arqueólogos que con pasión excavan en un paciente rastreo de datos sobre ellos.  Entonces se llamaba Etruria, antes del despunte de Roma como civilización.

De la Plaza del Campo, en Siena, de donde se yergue desafiante como un obelisco egipcio la esbelta torre de un campanario, tomé camino una media tarde de verano de 2004, hacia la casa donde había nacido Catalina Benincasa, para hurgar más sobre ella y esa ciudad, en la cual se celebran cada año certámenes, justas y duelos de caballeros medioevales, con vestuario y armas de uso en esa pretérita época. Auxiliado por un croquis de la urbe, tomé una calleja empedrada con lajas que lleva a la casa de esa mujer enigmática y sabia. Algún parecido noté en el estilo con la casa de Julieta Capuleto, en Verona, la de la tragedia con Romeo Montesco. Cansado y acosado por el calor del verano mediterráneo, me amparé bajo el alero de una carpa gris de una “trattoria”, y pedí una especie de postre frío que allá llaman gelato. Entonces, ya acomodado, me di a repasar en la mente todo cuanto había leído de Catalina y del entorno en que disolvió su vida, siete siglos atrás.

Retrocedí el calendario hasta el año de 1347, a la casa donde momentos antes había estado. Allí, en la primera planta encontré a Jacobo Benincasa, el padre, tintorero de oficio, con otros auxiliares que obraban sobre pipas y cubas de madera rebosadas de vitriolo, índigo, azafrán, gualda y otros tintes para dar color a lanas, paños y demás texturas de la época. En la segunda planta de la casa vi a Lapa Piagenti, la madre, algo envejecida, entre un barullo de una muchachada, sus hijos, habidos en veinticinco partos de los cuales Catalina era el número veintitrés, junto con una hermana gemela fallecida en el nacimiento.

No tuvo ella educación formal. Desde los siete años tenía tendencia al misticismo. A los doce cumplidos, sus padres le planearon matrimonio, pero ella rehusó la idea con repugnancia. Se cortó el cabello e hizo votos de castidad en contra del deseo paterno. Algunos fatigosos oficios de casa debió sufrir como castigo por su rebeldía. 

Un día, mientras oraba de rodillas, una paloma blanca posó sobre su cabeza. Su padre, entonces, entendió como presagio el suceso y se convenció de que su hija estaba con la predestinación para la vida de convento. Así, su existencia joven transcurrió en una celda de las terciarias dominicas. En los beatíficos ocios de su encierro debió ser copista de escritos de legajos antiguos, actividad que la fue metiendo en el mundo de los letrados de su tiempo, en un hecho extraño para la época aquella en que había menosprecio para todo razonamiento femenino.

DEUDAS Y GUERRA

En 1360, unas visiones que tuvo le dieron impulso para dejar su vida aislada y nutrir una copiosa correspondencia con gobernantes, nobles, arzobispos, cardenales y hasta con el papa mismo. Fue cuando los florentinos la enviaron como vocera de ellos ante el pontífice Bonifacio VIII, cuando la Santa Sede estaba en la ciudad francesa de Avignon, para que lo persuadiera de levantar la excomunión que pesaba sobre toda Florencia, y para que regresara la Silla de San Pedro a Roma.

Catedral de la ciudad francesa de Avignon.

Setenta años antes de estos sucesos reinaba en Francia Felipe IV, apodado por sus aduladores ‘Le Bel’ (El hermoso), por sus rasgos faciales, que según parece era lo único aceptable de su persona. Urgido estaba este soberano de recursos para mantener sus largas guerras en la disputa de feudos, por cuanto había rebajado la liga de oro de las monedas y aumentado a lombardos y judíos los impuestos, condenándolos al pago de un décimo, un quinto y hasta la mitad de los bienes de ellos y de la gente del común, donde solo se escapaban los nobles que gozaban del beneficio de no tributar a la Corona. 

Felipe IV.

Acosado de deudas, pues debía cuantiosas sumas, entre ellas a la Orden de los Caballeros Templarios, pensó en gravar las propiedades de las abadías de la Orden Cirtiscense, pero los abades y monjes solo tenían como superior al papa, ante quien protestaron. El pontífice Bonifacio VII contestó con una bula donde prohibía, bajo amenaza de excomunión, cualquier intento de extraer dinero de las bolsas de los clérigos sin el permiso de la Santa Sede. Los legistas de Felipe contestaron con un decreto que prohibía la exportación de monedas y bienes en metales preciosos fuera de Francia, y la residencia de extranjeros en el país. Eso impedía a Roma recibir tributos eclesiásticos de allá, y expulsaba a los miembros de la curia que no tuvieran el reconocimiento de franceses. 

Lea también: Los cofres de la Idelfonsa

El asunto se agravó cuando el papa convocó a los obispos de Francia para tomar decisión por los crímenes cometidos por el rey en contra de la Iglesia. Otra bula de su Santidad decía que su poder era superior a cualquier otro. Felipe replicó con una guinda de insultos diciendo: “Que vuestra inmensa fatuidad sepa, que en cuestiones temporales no estamos sometidos a ningún hombre”. Bonifacio contestó: “Nuestros predecesores han depuesto a tres reyes de Francia. Sabed que ahora os depondremos como a un mozo de establo, si resultare necesario”. La disputa continuó. 

Felipe convocó a la nobleza y al alto clero (antecedentes de los Estados Generales de Francia). Muchos clérigos se alinearon con él, quienes desde los púlpitos predicaban con frases incendiarias contra el Pontífice llamando a la desobediencia de Roma. El rey lo acusó de simonía, nepotismo, herejía y sodomía. El asunto estaba al rojo vivo y más se puso cuando Felipe arrestó al obispo de Pamiers por negarse a pagarle impuestos, acusándolo de alta traición, a lo que replicó Bonifacio que solo el Obispo de Roma tiene la facultad de juzgar a los obispos de la cristiandad.

 El rey debía ser excomulgado el día de La Natividad de María (8 de septiembre) pero el canciller del soberano, Guillermo de Nogaret, y Scierra Colonna, un jurado enemigo de Bonifacio, con sus hechos se adelantaron a tal declaración. En el verano de 1303, su Santidad huyó del calor romano y se fue a la Villa de Agnani, a sesenta kilómetros de Roma. Poco antes del amanecer del día 6 de ese mes, un grupo armado mandado por Colonna se tomó el castillo donde dormía Bonifacio, ante la huida de los soldados pontificios. El Papa era inmune al miedo. Cuando Nogaret y Sciarra entraron lo encontraron sentado en el trono, coronado con la gran tiara, vestido con su indumentaria pontifical, aguardando la muerte en silencio. Sciarra cruzó la estancia blandiendo una daga, pero no la hundió por haberlo impedido Nogaret. Entonces, colérico, abofeteó al Pontífice de Roma.

NUEVO PAPA

Varios días duró el papa en un encierro, sin agua ni comida, para obligarlo a abdicar la silla apostólica, pero Bonifacio se mantuvo terco y resistió el padecimiento del hambre y la sed. Un levantamiento de la gente de Agnani expulsó a los invasores. Un mes después del atentado, el papa murió en Roma, según algunos, a causa de la pena moral por el ultraje.

Un francés, Beraud de Got, es elegido Papa por la presión del soberano de Francia sobre el cónclave de los cardenales. Tomó el nombre de Clemente V y se quedó en Avignon transformando la Iglesia en una capilla del rey Felipe Capeto, apodado ‘El Hermoso’.

Su primer acto fue anular las bulas que sancionaban a Felipe, pero no condenó al difunto papa en un juicio postrero, como lo reclamaba aquél. Pronto la urgencia de recursos hizo que el rey mirara hacia los bienes de la Orden de los Caballeros Templarios. Esta hermandad de monjes guerreros había sido creada en 1119, en Jerusalem, por Hugo de Payens, para proteger de asaltos a los peregrinos de Europa que cruzaban los desiertos musulmanes, en los tiempos de las guerras de Las Cruzadas, para visitar los santos lugares de la cristiandad. 

La orden se hizo famosa y rica manejando los asuntos financieros como un banco. El rey de Francia era deudor de ella. Codiciaba sus tesoros y además le causaba mal sabor el saber que los templarios solo debían obediencia al Pontífice de Roma. En octubre de 1307, el rey ordenó el allanamiento de los castillos de la Orden y el arresto de más de dos mil de ellos, entre los que se encontraba el Maestre General de tal cofradía, Jacques de Molay, y los comendadores de Aquitania y Potiers. 

Los cargos de la acusación les atribuían que en ritos ocultos escupían y pisoteaban crucifijos, que obligaban a los novicios a actos sucios de sodomía, que adoraban con culto de latría una cabeza blanca que no parecía humana y no era de ningún santo, que simpatizaban con la herejía de los cátaros de Carcasona, que omitían en misa las palabras de la consagración, que blasfemaban contra Dios y los santos, que le tenían adoración divina a un gato que por actos de conjuro les daba gemas y oro en abundancia.

La detención de los templarios indispuso al papa Clemente, pero Felipe lo convenció a su favor presentándole las confesiones de aquellos, obtenidas, desde luego, con espantosas torturas en las mazmorras de los castillos reales. El papa cedió y promulgó la bula Pastoris Promitens que ordenaba la prisión para los templarios en todos los territorios cristianos. No contento aún Felipe, temiendo una rebelión de la Orden, obtuvo de Clemente una “instrucción general” por la cual se condenaba a la hoguera a aquellos templarios, que, avergonzados de haber confesado supuestos delitos ante el dolor de las torturas, se retractaren de sus testimonios. 

El 12 de mayo de 1310, 54 de ellos que se desdijeron de sus confesiones arrancadas con suplicios, fueron quemados vivos, entre ellos Jacques de Molay, Gran Maestre de la Orden. Ya atado al poste de la pira, con voz en cuello, emplazó al rey, al papa y a Nogaret, quien había instruido el proceso de las acusaciones, a comparecer antes de un año a la presencia del Tribunal de Dios. Sabido es que los tres murieron en el tiempo del emplazamiento. Los templarios que sobrevivieron mantuvieron las reuniones de la Orden en sitios ocultos, hasta cuando, con el tiempo, hicieron el tránsito a la naciente cofradía de las logias masónicas.

Le puede interesar: El diálogo socrático

PAPAS Y DEFECTOS

Después de Clemente V ocuparon el solio de San Pedro otros papas en Avignon. Juan XXII, el llamado Banquero, quien persiguió a unos frailes que se habían alzado con la “herejía” de afirmar que Cristo y sus discípulos habían sido pobres y que amasar riqueza iba en contra de sus enseñanzas. Los ascensos clericales que hizo este papa iban en respuesta del oro que entraba a sus arcas. Le siguió Benedicto XII, hijo de un modesto carpintero, perseguidor de herejes y que sentía un asombroso odio por el nepotismo, y por eso sus parientes se habían regresado cabizbajos y con las manos vacías después de su elección. Su mayor defecto eran las bebidas embriagadoras. La expresión “bebamos como un papa” se acuñó de moda durante su pontificado. 

Le sucedió Clemente VI, manirroto con el tesoro papal. Contrataba a orfebres, peleteros, bordadores, y demás artesanos para cubrir con arte los muros de su palacio. No era secreto su afición por las damas, quienes tenían acceso libre a su recámara. Entre ellas la condesa de Turenne, por medio de la cual el Papado daba cargos y favores. A su muerte fue elegido Urbano V. Existía para tales años el peligro de que se perdieran los Estados Pontificios por las seguidas revueltas de los italianos, desesperados por la crueldad de los legados papales de Avignon. 

Urbano volvió la Curia a Roma, pero no soportó las presiones de los cardenales que suspiraban por la vida disipada en la ciudad francesa.  Entonces, decaído, el papa regresó la Sede a Avignon. Cuando falleció se revivió el deseo de algunos que pedían el regreso a Roma, la capital de la cristiandad. Petrarca era uno de los empecinados en esa petición. Gregorio VII sucede en la mitra pontifical. Es cuando Catalina Benincasa, la hija de un tintorero de Siena, considerada ya santa e ilustrada, llega a Avignon como vocera de Florencia, para intrigar ante el papa el levantamiento de la excomunión que pesaba sobre esa ciudad a causa de una revuelta armada contra las tropas pontificias. Desde entonces los florentinos no escuchaban un oficio divino, no tenían asistencia de sacerdotes en los entierros y los nacidos crecían sin la gracia del bautismo.

AMARGO REGRESO

Un día de septiembre de 1376, antes del amanecer, una muchedumbre silenciosa está congregada frente al palacio de los papas en Avignon. Una legión de sirvientes se afana en sacar un voluminoso equipaje ante la súbita decisión de Gregorio de retornar a Roma. Se dice que tan repentina resolución se debe a los razonamientos de Catalina que suplicaba el regreso. Era de asombro que ella triunfara donde dos gigantes como Dante y Petrarca habían fallado.

 La partida de la Curia es un desastre financiero para miles de artesanos y mercaderes que ganan con la munificencia de los papas. La multitud congregada espera un milagro que cambie la decisión. Los cardenales murmuran la ida con ira y desesperación. El Papa sale. De pie contempla un instante a la multitud y después avanza. En ese momento su anciano padre se arroja a sus pies en una escena de drama.  “¿Hijo mío, a dónde vas?”, gritó. “Está escrito – responde Gregorio con lentitud – que pisotearás al aspid y al basilisco”, y pasó por encima del cuerpo de su padre. Después hay un retraso cuando la mula que intenta montar retrocede y se niega a aceptarlo como jinete. Espera inmóvil que le traigan otra, sin prestar oídos al murmullo de la gente que deduce de tal hecho un mal presagio. Un rato después sale de las calles estrechas y malolientes de Avignon.

Gregorio no había creído lo que le había asegurado Catalina, “de que Italia lo esperaba como un hijo espera a su padre”, y había enviado por delante a Roberto, cardenal de Ginebra, quien era cojo, bizco y mala persona, para que con gente armada le garantizara la llegada a Roma en paz, pero este, al frente de mercenarios bretones, sembró brutalidades a su paso. La villa de Cessena, muy fiel a los papas, se levantó rebelde por culpa de los bretones. Cuatro mil personas de esa villa fueron asesinadas en una noche de matanza. Hubo otras sublevaciones en los Estados Pontificios. Diez y ocho meses después Gregorio moría amargado por el desastre de su regreso a Roma. 

Treinta y tres años tenía Catalina cuando murió el 29 de abril de 1380. Fue sepultada en la iglesia de Santa María Sopra Minerva en Roma. Cuentan que algunos coterráneos quisieron llevarla a Siena, lo que no fue permitido. Entonces robaron su cabeza. Los soldados que en Roma requisaron la bolsa donde la llevaban solo encontraron que estaba rebosada con pétalos de rosa. Al abrir el talego de nuevo en Siena, encontraron la cabeza, que ahora se conserva incorrupta en un relicario de la Basílica de Santo Doménico. Fue canonizada por Pío II en 1461. Paulo VI, en 1970, la proclamó Doctora de la Iglesia. 

Nueve campanadas que marcaban las horas de la noche y que traía la brisa de algún monasterio sienés, detuvieron mi mente divagante en los entresijos humanos de la Edad Media. Miré hacia las colinas ondulantes donde el moribundo sol de verano diluía en claroscuros las laderas salpicadas de cipreses que como agujas de basílicas góticas afilaban sus puntas al cielo. Encaminé mis pasos hacia la estación del ómnibus que me regresaría a Roma. Tenía el compromiso de encontrarme al día siguiente con Reno Martignon, mi exprofesor de italiano de la Universidad Nacional en Bogotá, quien prometió acompañarme a Ceccano, un poblado vecino de los Montes Apeninos, donde doscientos años antes había venido al mundo Giacomo Atilio Augusto Oreste Teofisto Melchor Sindici Topai, el genio musical que nos eriza la piel de fervores patrios cuando llegan a nuestros oídos las notas que compuso para el himno de Colombia.

Ciudad de los Santos Reyes de Valle de Upar.

Por: Rodolfo Ortega Montero

Crónica
19 junio, 2021

La mística doncella de Siena

Desde los siete años tenía tendencia al misticismo. A los doce cumplidos, sus padres le planearon matrimonio, pero ella rehusó la idea con repugnancia. Un día, mientras oraba de rodillas, una paloma blanca posó sobre su cabeza. Su padre, entonces, entendió como presagio el suceso.


Santa Catalina Benincasa.
Santa Catalina Benincasa.
Boton Wpp

Siena es la Edad Media. El suelo donde está asentada esta ciudad abrumada de años y de historia con monasterios, templos, casonas y palacios renacentistas, estuvo habitada por los etruscos, nación con vestigios de alta cultura que habitó en la región de Toscana, y cuyo origen está aún en la bruma para los arqueólogos que con pasión excavan en un paciente rastreo de datos sobre ellos.  Entonces se llamaba Etruria, antes del despunte de Roma como civilización.

De la Plaza del Campo, en Siena, de donde se yergue desafiante como un obelisco egipcio la esbelta torre de un campanario, tomé camino una media tarde de verano de 2004, hacia la casa donde había nacido Catalina Benincasa, para hurgar más sobre ella y esa ciudad, en la cual se celebran cada año certámenes, justas y duelos de caballeros medioevales, con vestuario y armas de uso en esa pretérita época. Auxiliado por un croquis de la urbe, tomé una calleja empedrada con lajas que lleva a la casa de esa mujer enigmática y sabia. Algún parecido noté en el estilo con la casa de Julieta Capuleto, en Verona, la de la tragedia con Romeo Montesco. Cansado y acosado por el calor del verano mediterráneo, me amparé bajo el alero de una carpa gris de una “trattoria”, y pedí una especie de postre frío que allá llaman gelato. Entonces, ya acomodado, me di a repasar en la mente todo cuanto había leído de Catalina y del entorno en que disolvió su vida, siete siglos atrás.

Retrocedí el calendario hasta el año de 1347, a la casa donde momentos antes había estado. Allí, en la primera planta encontré a Jacobo Benincasa, el padre, tintorero de oficio, con otros auxiliares que obraban sobre pipas y cubas de madera rebosadas de vitriolo, índigo, azafrán, gualda y otros tintes para dar color a lanas, paños y demás texturas de la época. En la segunda planta de la casa vi a Lapa Piagenti, la madre, algo envejecida, entre un barullo de una muchachada, sus hijos, habidos en veinticinco partos de los cuales Catalina era el número veintitrés, junto con una hermana gemela fallecida en el nacimiento.

No tuvo ella educación formal. Desde los siete años tenía tendencia al misticismo. A los doce cumplidos, sus padres le planearon matrimonio, pero ella rehusó la idea con repugnancia. Se cortó el cabello e hizo votos de castidad en contra del deseo paterno. Algunos fatigosos oficios de casa debió sufrir como castigo por su rebeldía. 

Un día, mientras oraba de rodillas, una paloma blanca posó sobre su cabeza. Su padre, entonces, entendió como presagio el suceso y se convenció de que su hija estaba con la predestinación para la vida de convento. Así, su existencia joven transcurrió en una celda de las terciarias dominicas. En los beatíficos ocios de su encierro debió ser copista de escritos de legajos antiguos, actividad que la fue metiendo en el mundo de los letrados de su tiempo, en un hecho extraño para la época aquella en que había menosprecio para todo razonamiento femenino.

DEUDAS Y GUERRA

En 1360, unas visiones que tuvo le dieron impulso para dejar su vida aislada y nutrir una copiosa correspondencia con gobernantes, nobles, arzobispos, cardenales y hasta con el papa mismo. Fue cuando los florentinos la enviaron como vocera de ellos ante el pontífice Bonifacio VIII, cuando la Santa Sede estaba en la ciudad francesa de Avignon, para que lo persuadiera de levantar la excomunión que pesaba sobre toda Florencia, y para que regresara la Silla de San Pedro a Roma.

Catedral de la ciudad francesa de Avignon.

Setenta años antes de estos sucesos reinaba en Francia Felipe IV, apodado por sus aduladores ‘Le Bel’ (El hermoso), por sus rasgos faciales, que según parece era lo único aceptable de su persona. Urgido estaba este soberano de recursos para mantener sus largas guerras en la disputa de feudos, por cuanto había rebajado la liga de oro de las monedas y aumentado a lombardos y judíos los impuestos, condenándolos al pago de un décimo, un quinto y hasta la mitad de los bienes de ellos y de la gente del común, donde solo se escapaban los nobles que gozaban del beneficio de no tributar a la Corona. 

Felipe IV.

Acosado de deudas, pues debía cuantiosas sumas, entre ellas a la Orden de los Caballeros Templarios, pensó en gravar las propiedades de las abadías de la Orden Cirtiscense, pero los abades y monjes solo tenían como superior al papa, ante quien protestaron. El pontífice Bonifacio VII contestó con una bula donde prohibía, bajo amenaza de excomunión, cualquier intento de extraer dinero de las bolsas de los clérigos sin el permiso de la Santa Sede. Los legistas de Felipe contestaron con un decreto que prohibía la exportación de monedas y bienes en metales preciosos fuera de Francia, y la residencia de extranjeros en el país. Eso impedía a Roma recibir tributos eclesiásticos de allá, y expulsaba a los miembros de la curia que no tuvieran el reconocimiento de franceses. 

Lea también: Los cofres de la Idelfonsa

El asunto se agravó cuando el papa convocó a los obispos de Francia para tomar decisión por los crímenes cometidos por el rey en contra de la Iglesia. Otra bula de su Santidad decía que su poder era superior a cualquier otro. Felipe replicó con una guinda de insultos diciendo: “Que vuestra inmensa fatuidad sepa, que en cuestiones temporales no estamos sometidos a ningún hombre”. Bonifacio contestó: “Nuestros predecesores han depuesto a tres reyes de Francia. Sabed que ahora os depondremos como a un mozo de establo, si resultare necesario”. La disputa continuó. 

Felipe convocó a la nobleza y al alto clero (antecedentes de los Estados Generales de Francia). Muchos clérigos se alinearon con él, quienes desde los púlpitos predicaban con frases incendiarias contra el Pontífice llamando a la desobediencia de Roma. El rey lo acusó de simonía, nepotismo, herejía y sodomía. El asunto estaba al rojo vivo y más se puso cuando Felipe arrestó al obispo de Pamiers por negarse a pagarle impuestos, acusándolo de alta traición, a lo que replicó Bonifacio que solo el Obispo de Roma tiene la facultad de juzgar a los obispos de la cristiandad.

 El rey debía ser excomulgado el día de La Natividad de María (8 de septiembre) pero el canciller del soberano, Guillermo de Nogaret, y Scierra Colonna, un jurado enemigo de Bonifacio, con sus hechos se adelantaron a tal declaración. En el verano de 1303, su Santidad huyó del calor romano y se fue a la Villa de Agnani, a sesenta kilómetros de Roma. Poco antes del amanecer del día 6 de ese mes, un grupo armado mandado por Colonna se tomó el castillo donde dormía Bonifacio, ante la huida de los soldados pontificios. El Papa era inmune al miedo. Cuando Nogaret y Sciarra entraron lo encontraron sentado en el trono, coronado con la gran tiara, vestido con su indumentaria pontifical, aguardando la muerte en silencio. Sciarra cruzó la estancia blandiendo una daga, pero no la hundió por haberlo impedido Nogaret. Entonces, colérico, abofeteó al Pontífice de Roma.

NUEVO PAPA

Varios días duró el papa en un encierro, sin agua ni comida, para obligarlo a abdicar la silla apostólica, pero Bonifacio se mantuvo terco y resistió el padecimiento del hambre y la sed. Un levantamiento de la gente de Agnani expulsó a los invasores. Un mes después del atentado, el papa murió en Roma, según algunos, a causa de la pena moral por el ultraje.

Un francés, Beraud de Got, es elegido Papa por la presión del soberano de Francia sobre el cónclave de los cardenales. Tomó el nombre de Clemente V y se quedó en Avignon transformando la Iglesia en una capilla del rey Felipe Capeto, apodado ‘El Hermoso’.

Su primer acto fue anular las bulas que sancionaban a Felipe, pero no condenó al difunto papa en un juicio postrero, como lo reclamaba aquél. Pronto la urgencia de recursos hizo que el rey mirara hacia los bienes de la Orden de los Caballeros Templarios. Esta hermandad de monjes guerreros había sido creada en 1119, en Jerusalem, por Hugo de Payens, para proteger de asaltos a los peregrinos de Europa que cruzaban los desiertos musulmanes, en los tiempos de las guerras de Las Cruzadas, para visitar los santos lugares de la cristiandad. 

La orden se hizo famosa y rica manejando los asuntos financieros como un banco. El rey de Francia era deudor de ella. Codiciaba sus tesoros y además le causaba mal sabor el saber que los templarios solo debían obediencia al Pontífice de Roma. En octubre de 1307, el rey ordenó el allanamiento de los castillos de la Orden y el arresto de más de dos mil de ellos, entre los que se encontraba el Maestre General de tal cofradía, Jacques de Molay, y los comendadores de Aquitania y Potiers. 

Los cargos de la acusación les atribuían que en ritos ocultos escupían y pisoteaban crucifijos, que obligaban a los novicios a actos sucios de sodomía, que adoraban con culto de latría una cabeza blanca que no parecía humana y no era de ningún santo, que simpatizaban con la herejía de los cátaros de Carcasona, que omitían en misa las palabras de la consagración, que blasfemaban contra Dios y los santos, que le tenían adoración divina a un gato que por actos de conjuro les daba gemas y oro en abundancia.

La detención de los templarios indispuso al papa Clemente, pero Felipe lo convenció a su favor presentándole las confesiones de aquellos, obtenidas, desde luego, con espantosas torturas en las mazmorras de los castillos reales. El papa cedió y promulgó la bula Pastoris Promitens que ordenaba la prisión para los templarios en todos los territorios cristianos. No contento aún Felipe, temiendo una rebelión de la Orden, obtuvo de Clemente una “instrucción general” por la cual se condenaba a la hoguera a aquellos templarios, que, avergonzados de haber confesado supuestos delitos ante el dolor de las torturas, se retractaren de sus testimonios. 

El 12 de mayo de 1310, 54 de ellos que se desdijeron de sus confesiones arrancadas con suplicios, fueron quemados vivos, entre ellos Jacques de Molay, Gran Maestre de la Orden. Ya atado al poste de la pira, con voz en cuello, emplazó al rey, al papa y a Nogaret, quien había instruido el proceso de las acusaciones, a comparecer antes de un año a la presencia del Tribunal de Dios. Sabido es que los tres murieron en el tiempo del emplazamiento. Los templarios que sobrevivieron mantuvieron las reuniones de la Orden en sitios ocultos, hasta cuando, con el tiempo, hicieron el tránsito a la naciente cofradía de las logias masónicas.

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PAPAS Y DEFECTOS

Después de Clemente V ocuparon el solio de San Pedro otros papas en Avignon. Juan XXII, el llamado Banquero, quien persiguió a unos frailes que se habían alzado con la “herejía” de afirmar que Cristo y sus discípulos habían sido pobres y que amasar riqueza iba en contra de sus enseñanzas. Los ascensos clericales que hizo este papa iban en respuesta del oro que entraba a sus arcas. Le siguió Benedicto XII, hijo de un modesto carpintero, perseguidor de herejes y que sentía un asombroso odio por el nepotismo, y por eso sus parientes se habían regresado cabizbajos y con las manos vacías después de su elección. Su mayor defecto eran las bebidas embriagadoras. La expresión “bebamos como un papa” se acuñó de moda durante su pontificado. 

Le sucedió Clemente VI, manirroto con el tesoro papal. Contrataba a orfebres, peleteros, bordadores, y demás artesanos para cubrir con arte los muros de su palacio. No era secreto su afición por las damas, quienes tenían acceso libre a su recámara. Entre ellas la condesa de Turenne, por medio de la cual el Papado daba cargos y favores. A su muerte fue elegido Urbano V. Existía para tales años el peligro de que se perdieran los Estados Pontificios por las seguidas revueltas de los italianos, desesperados por la crueldad de los legados papales de Avignon. 

Urbano volvió la Curia a Roma, pero no soportó las presiones de los cardenales que suspiraban por la vida disipada en la ciudad francesa.  Entonces, decaído, el papa regresó la Sede a Avignon. Cuando falleció se revivió el deseo de algunos que pedían el regreso a Roma, la capital de la cristiandad. Petrarca era uno de los empecinados en esa petición. Gregorio VII sucede en la mitra pontifical. Es cuando Catalina Benincasa, la hija de un tintorero de Siena, considerada ya santa e ilustrada, llega a Avignon como vocera de Florencia, para intrigar ante el papa el levantamiento de la excomunión que pesaba sobre esa ciudad a causa de una revuelta armada contra las tropas pontificias. Desde entonces los florentinos no escuchaban un oficio divino, no tenían asistencia de sacerdotes en los entierros y los nacidos crecían sin la gracia del bautismo.

AMARGO REGRESO

Un día de septiembre de 1376, antes del amanecer, una muchedumbre silenciosa está congregada frente al palacio de los papas en Avignon. Una legión de sirvientes se afana en sacar un voluminoso equipaje ante la súbita decisión de Gregorio de retornar a Roma. Se dice que tan repentina resolución se debe a los razonamientos de Catalina que suplicaba el regreso. Era de asombro que ella triunfara donde dos gigantes como Dante y Petrarca habían fallado.

 La partida de la Curia es un desastre financiero para miles de artesanos y mercaderes que ganan con la munificencia de los papas. La multitud congregada espera un milagro que cambie la decisión. Los cardenales murmuran la ida con ira y desesperación. El Papa sale. De pie contempla un instante a la multitud y después avanza. En ese momento su anciano padre se arroja a sus pies en una escena de drama.  “¿Hijo mío, a dónde vas?”, gritó. “Está escrito – responde Gregorio con lentitud – que pisotearás al aspid y al basilisco”, y pasó por encima del cuerpo de su padre. Después hay un retraso cuando la mula que intenta montar retrocede y se niega a aceptarlo como jinete. Espera inmóvil que le traigan otra, sin prestar oídos al murmullo de la gente que deduce de tal hecho un mal presagio. Un rato después sale de las calles estrechas y malolientes de Avignon.

Gregorio no había creído lo que le había asegurado Catalina, “de que Italia lo esperaba como un hijo espera a su padre”, y había enviado por delante a Roberto, cardenal de Ginebra, quien era cojo, bizco y mala persona, para que con gente armada le garantizara la llegada a Roma en paz, pero este, al frente de mercenarios bretones, sembró brutalidades a su paso. La villa de Cessena, muy fiel a los papas, se levantó rebelde por culpa de los bretones. Cuatro mil personas de esa villa fueron asesinadas en una noche de matanza. Hubo otras sublevaciones en los Estados Pontificios. Diez y ocho meses después Gregorio moría amargado por el desastre de su regreso a Roma. 

Treinta y tres años tenía Catalina cuando murió el 29 de abril de 1380. Fue sepultada en la iglesia de Santa María Sopra Minerva en Roma. Cuentan que algunos coterráneos quisieron llevarla a Siena, lo que no fue permitido. Entonces robaron su cabeza. Los soldados que en Roma requisaron la bolsa donde la llevaban solo encontraron que estaba rebosada con pétalos de rosa. Al abrir el talego de nuevo en Siena, encontraron la cabeza, que ahora se conserva incorrupta en un relicario de la Basílica de Santo Doménico. Fue canonizada por Pío II en 1461. Paulo VI, en 1970, la proclamó Doctora de la Iglesia. 

Nueve campanadas que marcaban las horas de la noche y que traía la brisa de algún monasterio sienés, detuvieron mi mente divagante en los entresijos humanos de la Edad Media. Miré hacia las colinas ondulantes donde el moribundo sol de verano diluía en claroscuros las laderas salpicadas de cipreses que como agujas de basílicas góticas afilaban sus puntas al cielo. Encaminé mis pasos hacia la estación del ómnibus que me regresaría a Roma. Tenía el compromiso de encontrarme al día siguiente con Reno Martignon, mi exprofesor de italiano de la Universidad Nacional en Bogotá, quien prometió acompañarme a Ceccano, un poblado vecino de los Montes Apeninos, donde doscientos años antes había venido al mundo Giacomo Atilio Augusto Oreste Teofisto Melchor Sindici Topai, el genio musical que nos eriza la piel de fervores patrios cuando llegan a nuestros oídos las notas que compuso para el himno de Colombia.

Ciudad de los Santos Reyes de Valle de Upar.

Por: Rodolfo Ortega Montero