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Crónica - 25 abril, 2020

El niño que trataba de entender ese asunto extraño del coronavirus

En ese momento, se quedó pensativo. Buscaba entender lo que era ese coronavirus, y ya tenía claro que era lo más parecido a perder los momentos más alegres de la calle.

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Desde el momento en que mi hijo formuló la pregunta – ¿Y por qué todo el mundo está con ese cuento del coronavirus?––, supe que tenía que escribir algo. A sus cinco años, cuando todavía su principal preocupación son esos renovados trompos con características guerreras (Beyblade), la escena no podía pasar desapercibida. Hacía tiempo que la preocupación estaba en los medios de comunicación, entre nosotros y en las calles, pero ahora había llegado al colegio de ese niño de pelo ensortijado.

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Traté de abordar el asunto de la manera menos alarmante. Le presenté el virus como algo llegado de un país lejano, hablé de su rápida evolución en otros países, y, luego, mencioné el impacto que podía tener en la salud de los más ancianos. Sin ser alarmista, le dije que los más afectados eran ellos, los viejitos, y él, ante esa alargada explicación, me respondió:

––Juan Pablo dice que ese coronavirus mata a los viejitos… ¡Ese virus mata!

No pude ocultar mi sorpresa. Este muchacho ya había hablado con sus compañeros de clase del riesgo de muerte que existía, y, además, había tocado el tema con toda la franqueza que requiere. Sonreí, a pesar de lo delicado que era el asunto.

Ya unos días antes, nos había llegado una nota de la profesora en uno de sus cuadernos del colegio. El anuncio era claro: cualquier niño que aparecía en el colegio con signos de gripe sería reenviado estrictamente a casa con el fin de proteger al resto de los alumnos. La medida era comprensible, pero difícil de aplicar: los niños de esa edad se resfrían una media de 8 a 10 veces por año, es decir casi una vez por mes. ¿Cómo gestionar tantos resfriados y tantos niños?

Dos días después de mi conversación con mi hijo, lo más lógico advino: se impuso el cierre completo de clases. El 16 de marzo del 2020, los colegios y jardines infantiles cerraban sus puertas en Valledupar y en toda Colombia, siguiendo las indicaciones del Gobierno nacional. 

El primer día que mi hijo se quedó en casa le expliqué que estábamos ante una situación excepcional. Todos los niños debían quedarse en casa para evitar que el coronavirus se propagara. Le pregunté qué le parecía y él, simulando una cierta incomodidad, trató de responder de la mejor forma, con tono importante: “Bueno, sí, entiendo…”.

En el fondo estaba contento de quedarse en casa. Se lo tomaba como un corto periodo de vacaciones, idóneo para olvidarse de las tareas y para compartir con los padres, primos o amigos. No sabía todavía que iniciaba desde ese momento la más férrea cuarentena jamás conocida en nuestras vidas (ni en ningún país occidental en el último siglo).

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Doce días antes, el 4 de marzo, Italia había anunciado el cierre completo de escuelas y universidades, tomando por sorpresa a medio mundo. Era la confirmación de que la epidemia se había trasladado a su territorio nacional. Y tan sólo un día después, el 5 de marzo, el New York Times confirmaba que el cierre de escuelas ya era una medida globalizada que había afectado a 300 millones de niños en 22 países diferentes y que esto podría ampliarse a gran velocidad en los días venideros. El Tsunamí desconocido se extendía, y, sin embargo, parecía todavía muy lejano.  

De todo esto Alejandro no estaba al corriente, me pidió que jugáramos a los trompos importados de China (sus Beyblades) que tiene atesorados en una esquina de su cuarto, y que, más tarde, dibujáramos monstruos en hojas de papel. Todo menos tareas del colegio, insistió. Evidentemente, no era el momento.

Desde ese día tratamos de establecer una rutina de trabajo que no terminaba de cimentarse. Apenas acordábamos algo debíamos interrumpirlo o alterarlo. Un día él no estaba dispuesto a sentarse. Otro día teníamos que atender necesidades básicas: la de generar ingresos en medio de la nada, organizar la casa o resolver cuestiones de aprovisionamiento. Y muchas veces, simplemente no estábamos con la fuerza de atender la rutina.

En ocasiones, mi hijo insistió: “Nada de horarios. No quiero trabajar con horarios”, y esa fue una de las primeras complicaciones. Había que hacerle entender que el mundo no giraba en torno a él, sino que el mundo giraba por sí solo y cada hora de ese giro debía aprovecharse.   

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El Internet y las aplicaciones como Whatsapp nos facilitaron la tarea en muchos aspectos. Alejandro podía seguir las instrucciones de sus profesoras e interactuar con ellas, aunque muchas veces escenificaba un aburrimiento colosal. De hecho, “me aburro” se convirtió en una frase automática que volvía con frecuencia y revelaba lo evidente: no es lo mismo una clase presencial que una clase digital. No hay nada que reemplace el saludo de un amiguito, las bromas y travesuras en el salón.

Por otro lado, está la realidad social: ¿Cuántos niños de la costa Caribe se benefician de esta facilidad? La “teleeducación” y el “teletrabajo”, términos ampliamente divulgados con esta cuarentena globalizada, solo son opciones válidas para ciertos sectores sociales.

La Unesco advertía el 6 de marzo que el cierre de escuelas por coronavirus podía aumentar las desigualdades sociales a nivel mundial. En realidad, nos dimos cuenta que el coronavirus estaba poniendo de relieve la fragilidad de cada día.

Desde el principio, nos esforzamos en recrear un ambiente de normalidad, pero lo cierto es que el coronavirus nos puso a todos en una situación de tensión máxima. El niño de cinco años que habita la casa lo notó enseguida. De repente, lo que le habíamos transmitido en sus primeros años de vida perdía su razón de ser. Ya no había que saludar al vecino, ni tampoco quedarse demasiado en el patio. Ya no se podía salir a la zona común de la residencia y mucho menos hablar con los vigilantes o agradecer al mensajero que reparte las compras.

Entramos súbitamente en una guerra psicológica en el que el enemigo era un ser invisible. Podía estar en todas partes, o no. Podía matar, o no. Y por eso había que evitar de poner las manos sobre las barandillas o las rejas, por eso había que ponerse los zapatos para salir al patio y lavarlos después de jugar con ellos. El lavado de manos se convirtió en algo más que un gesto preventivo recomendado por la Organización Mundial de la Salud. Era ya una tiranía.

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Y la paranoia no se quedó ahí. Instalamos protocolos para entrar en la casa y, luego, mi hijo fue testigo de cómo cada vez que hacíamos una compra en el mercado yo dedicaba un buen rato a la limpieza de cada artículo y cada alimento con jabón (siguiendo las recomendaciones de algunos expertos). En una conversación telefónica con un primo, Alejandro le dijo muy divertido, como si hablara de un extraño: “¿Tú sabes que mi papá se está volviendo loquito con lo del coronavirus? Todo lo que llega a casa lo quiere desinfectar”.

Higienizarlo todo era ahora la mayor de las obsesiones. Era nuestra angustia diaria, y, a pesar de las explicaciones, ese muchachito no lo podía entender del todo. Pero, ¿cómo explicarle a mi hijo que, detrás de nuestra buena voluntad y de ese silencio que impregnaba la calle, estábamos pasando por los tiempos más oscuros que habíamos visto en nuestras vidas? De un día para otro, nos encerramos como cavernícolas. Volvimos al tiempo en que cada uno se aislaba en su cueva a la espera de un nuevo amanecer, pero, esta vez, conectados por una red de internet que garantiza el entretenimiento (o la algarabía). Las generaciones que nunca han conocido un conflicto en carne propia ahora descubrieron súbitamente lo que es el miedo pegado a la piel, el temor continuo y colectivo a morir.

Algunos filósofos, como el alemán Hartmut Rosa, describen este periodo como una gran hibernación humana. “Vivimos un momento histórico de desaceleración, como si unos frenos gigantes detuviesen las ruedas de la sociedad”, manifestó en una entrevista. Es una buena metáfora, aunque nuestra hibernación –a diferencia de la de animales como el oso– es consciente, despierta, llena de estrés y de angustias que terminan pegándose a los niños.

A mi hijo le pregunté varias veces si entendía por qué no podíamos salir (o por qué nadie circula en las calles), y me di cuenta que aprendió a contestar mecánicamente con una respuesta segura: “Sí, por el coronavirus”. Esta explicación se había convertido en algo para todo. Estábamos confinados por culpa de un virus con forma de corona que justificaba lo que nunca antes habíamos hecho: aislarnos de todo.  

Sin embargo, el joven de rizos brillantes se extrañó cuando su madre le anunció que este año no se iba a realizar el Festival de la Leyenda Vallenata (la gran fiesta folclórica de la ciudad), ni tampoco iba a poder ver el gran desfile de piloneras, que nadie iba a participar en los concursos de acordeón en la plaza Alfonso López. En ese momento, se quedó pensativo. Buscaba entender lo que era ese coronavirus, y ya tenía claro que era lo más parecido a perder los momentos más alegres de la calle.   

Su frente volvió a arrugarse en un gesto reflexivo cuando le mencioné en la mesa, a la hora de comer, que muchos países iban a pasar por un momento muy difícil. Le comenté la noticia divulgada ese mismo día en la que Francia reconocía estar ad portas de la recesión económica más grande desde la Segunda Guerra Mundial. En ese instante, abrió los ojos y preguntó: ¿Qué es recesión? ¿Y alguien sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial?

Lee también: ¿Cómo se han distribuido las ayudas sociales en el Cesar?

Caí nuevamente en una explicación redonda y limpia. Le dije que el ser humano había detenido todo para que el coronavirus no terminara en una hecatombe sanitaria. Pero, ¿cómo explicarle a un niño de cinco años, y sin transmitirle miedos, que el mundo estaba literalmente paralizado, que ya no había vuelos entre el país más poderoso del mundo y Europa, tampoco cruceros, que ciudades gigantescas como Nueva York estaban vacías, que países de la Unión Europea que habían decidido borrar sus fronteras las habían vuelto a levantar, que técnicamente ya no se estaba vendiendo ni exportando nada, y, que, peor todavía, ahora existía incluso una rivalidad entre naciones para hacerse con mascarillas? ¿Cómo decirle a este muchacho que en países como España o Italia personas morían en los hospitales sin que sus familiares pudieran despedirse o, incluso, que los cadáveres se acumulaban en calles de Guayaquil, en Ecuador? Nada de todo esto es comprensible, ni siquiera para un adulto.  

Y como para colmo, llegó la Semana Santa. El Domingo de Ramos, cuando justo cumplimos tres semanas de encierro total (entre cuarentena voluntaria y la obligatoria declarada en Colombia), asistimos tristemente a la procesión del Divino Niño desde la ventana del salón. La musiquita que surgió a lo lejos fue creciendo paulatinamente, y nos dio la señal de que el padre de la Iglesia de la Natividad se estaba acercando por nuestra calle.

La canción pasó con una cierta rapidez, sin comentarios ni saludos, recostada sobre las cuatro ruedas de un todoterreno; no obstante, fue lo suficientemente lenta para que entendiéramos la realidad en la que estábamos inmersos: una tragedia en silencio. Alejandro quiso saber qué caravana acababa de pasar. Su madre le explicó que era la procesión del Domingo de Ramos, y en ese instante, conmovida por la triste escena, trató de esconder unas lágrimas repentinas. Era la misma procesión que el año anterior recorría a pie las calles del barrio. Luego, cuando pudo reponerse, ella añadió con los ojos vidriosos: “Esto nos va a cambiar a todos”.

Entre lecturas y conversaciones, descubrí algunas teorías que hablan de que nunca volveremos a vivir como antes, que la tranquilidad que gozamos se perdió, y que ese confinamiento podría extenderse durante meses. Esto no se lo diré a mi hijo.

No le hablaré, por supuesto, de los estudios que anuncian que el coronavirus va a poner al desnudo la fragilidad de países con altos niveles de pobreza y pocas infraestructuras sanitarias, o que se enquistará especialmente con los países sin cobertura sanitaria universal.

Tampoco le mencionaré las dudas que sentí unas semanas atrás, al entrevistar en Barcelona al escritor Jorge Carrión. En aquel momento, nadie se imaginaba que una cuarentena estaba por llegar y el autor defendía la idea de que, cuando pasara toda esta locura, la gente volvería a las librerías (un refugio natural para lectores y viajeros). Pero, ¿Qué tal que todo este encierro sea un enorme ensayo para vivir en un mundo digitalizado donde nuestras vidas quedarían en manos de empresas como Netflix, Google, Facebook, Amazon y Youtube? 

Lee también: La motivación y la fe son ‘titulares’ en cuarentena

Desde el principio, optamos por el optimismo, y a pesar de todo –de la angustia y los miedos, de los berrinches y el aburrimiento episódico de mi hijo, de la falta de espacio y los cambios de humores de cada uno de nosotros–, encontramos formas de llevar el día a día de manera agradable.

Para ayudarnos estaban los grupos de Whatsapp, los contactos diarios con familiares, compañeros de colegio y amigos, o los ejemplos de creatividad que podían encontrarse a nivel planetario y se extendían a gran velocidad por las redes sociales. La tecnología se convirtió en una ventana para desahogarse y la cultura en un contenido preferencial para animarnos. Vivimos la primera cuarentena global como un espacio para apreciar lo verdaderamente importante.  

En nuestro patio –que nos salvó de muchas amarguras-, descubrimos el valor de tener un espacio al aire libre. Hicimos experimentos (para encontrar una cura al coronavirus), jugamos a futbol y a baloncesto, corrimos, saltamos, miramos el cielo, e instauramos un pequeño ritual para dar las gracias a los árboles por el aire, la sombra y los frutos que nos brindan a diario. Sin ellos (los árboles), esto no sería lo mismo.     

Desde el primer día mi hijo fue increíblemente maduro. Supo entender y perdonar mis arrebatos cuando no seguía los protocolos de seguridad en la casa, pero, además, me mostró cómo afrontar el virus y la cuarentena. Me obligó a moverme cuando estaba cansado, a crear algo nuevo cuando pensaba haberlo hecho todo, a sonreír cuando sentía que ya no había motivos para hacerlo, y no quedarme absorto en un pensamiento negativo.

Agradecí estar a su lado en este momento. Sin él, no me hubiese cuestionado tanto.  Y por eso también agradecí otras cosas igual de importantes. El planeta vivía ahora una verdadera tregua. Ese virus tan aterrador había hecho lo que los hombres no se habían decidido a hacer: actuar contra el cambio climático, y con ese virus entendimos también el valor que tienen los productos del campo.

¿Había que llegar tan lejos para entender lo que vale la pena? Y por encima de todo: ¿Aprenderemos algo de esto?  

Por: Johari Gautier Carmona @JohariGautier 

Crónica
25 abril, 2020

El niño que trataba de entender ese asunto extraño del coronavirus

En ese momento, se quedó pensativo. Buscaba entender lo que era ese coronavirus, y ya tenía claro que era lo más parecido a perder los momentos más alegres de la calle.


Boton Wpp

Desde el momento en que mi hijo formuló la pregunta – ¿Y por qué todo el mundo está con ese cuento del coronavirus?––, supe que tenía que escribir algo. A sus cinco años, cuando todavía su principal preocupación son esos renovados trompos con características guerreras (Beyblade), la escena no podía pasar desapercibida. Hacía tiempo que la preocupación estaba en los medios de comunicación, entre nosotros y en las calles, pero ahora había llegado al colegio de ese niño de pelo ensortijado.

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Traté de abordar el asunto de la manera menos alarmante. Le presenté el virus como algo llegado de un país lejano, hablé de su rápida evolución en otros países, y, luego, mencioné el impacto que podía tener en la salud de los más ancianos. Sin ser alarmista, le dije que los más afectados eran ellos, los viejitos, y él, ante esa alargada explicación, me respondió:

––Juan Pablo dice que ese coronavirus mata a los viejitos… ¡Ese virus mata!

No pude ocultar mi sorpresa. Este muchacho ya había hablado con sus compañeros de clase del riesgo de muerte que existía, y, además, había tocado el tema con toda la franqueza que requiere. Sonreí, a pesar de lo delicado que era el asunto.

Ya unos días antes, nos había llegado una nota de la profesora en uno de sus cuadernos del colegio. El anuncio era claro: cualquier niño que aparecía en el colegio con signos de gripe sería reenviado estrictamente a casa con el fin de proteger al resto de los alumnos. La medida era comprensible, pero difícil de aplicar: los niños de esa edad se resfrían una media de 8 a 10 veces por año, es decir casi una vez por mes. ¿Cómo gestionar tantos resfriados y tantos niños?

Dos días después de mi conversación con mi hijo, lo más lógico advino: se impuso el cierre completo de clases. El 16 de marzo del 2020, los colegios y jardines infantiles cerraban sus puertas en Valledupar y en toda Colombia, siguiendo las indicaciones del Gobierno nacional. 

El primer día que mi hijo se quedó en casa le expliqué que estábamos ante una situación excepcional. Todos los niños debían quedarse en casa para evitar que el coronavirus se propagara. Le pregunté qué le parecía y él, simulando una cierta incomodidad, trató de responder de la mejor forma, con tono importante: “Bueno, sí, entiendo…”.

En el fondo estaba contento de quedarse en casa. Se lo tomaba como un corto periodo de vacaciones, idóneo para olvidarse de las tareas y para compartir con los padres, primos o amigos. No sabía todavía que iniciaba desde ese momento la más férrea cuarentena jamás conocida en nuestras vidas (ni en ningún país occidental en el último siglo).

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Doce días antes, el 4 de marzo, Italia había anunciado el cierre completo de escuelas y universidades, tomando por sorpresa a medio mundo. Era la confirmación de que la epidemia se había trasladado a su territorio nacional. Y tan sólo un día después, el 5 de marzo, el New York Times confirmaba que el cierre de escuelas ya era una medida globalizada que había afectado a 300 millones de niños en 22 países diferentes y que esto podría ampliarse a gran velocidad en los días venideros. El Tsunamí desconocido se extendía, y, sin embargo, parecía todavía muy lejano.  

De todo esto Alejandro no estaba al corriente, me pidió que jugáramos a los trompos importados de China (sus Beyblades) que tiene atesorados en una esquina de su cuarto, y que, más tarde, dibujáramos monstruos en hojas de papel. Todo menos tareas del colegio, insistió. Evidentemente, no era el momento.

Desde ese día tratamos de establecer una rutina de trabajo que no terminaba de cimentarse. Apenas acordábamos algo debíamos interrumpirlo o alterarlo. Un día él no estaba dispuesto a sentarse. Otro día teníamos que atender necesidades básicas: la de generar ingresos en medio de la nada, organizar la casa o resolver cuestiones de aprovisionamiento. Y muchas veces, simplemente no estábamos con la fuerza de atender la rutina.

En ocasiones, mi hijo insistió: “Nada de horarios. No quiero trabajar con horarios”, y esa fue una de las primeras complicaciones. Había que hacerle entender que el mundo no giraba en torno a él, sino que el mundo giraba por sí solo y cada hora de ese giro debía aprovecharse.   

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El Internet y las aplicaciones como Whatsapp nos facilitaron la tarea en muchos aspectos. Alejandro podía seguir las instrucciones de sus profesoras e interactuar con ellas, aunque muchas veces escenificaba un aburrimiento colosal. De hecho, “me aburro” se convirtió en una frase automática que volvía con frecuencia y revelaba lo evidente: no es lo mismo una clase presencial que una clase digital. No hay nada que reemplace el saludo de un amiguito, las bromas y travesuras en el salón.

Por otro lado, está la realidad social: ¿Cuántos niños de la costa Caribe se benefician de esta facilidad? La “teleeducación” y el “teletrabajo”, términos ampliamente divulgados con esta cuarentena globalizada, solo son opciones válidas para ciertos sectores sociales.

La Unesco advertía el 6 de marzo que el cierre de escuelas por coronavirus podía aumentar las desigualdades sociales a nivel mundial. En realidad, nos dimos cuenta que el coronavirus estaba poniendo de relieve la fragilidad de cada día.

Desde el principio, nos esforzamos en recrear un ambiente de normalidad, pero lo cierto es que el coronavirus nos puso a todos en una situación de tensión máxima. El niño de cinco años que habita la casa lo notó enseguida. De repente, lo que le habíamos transmitido en sus primeros años de vida perdía su razón de ser. Ya no había que saludar al vecino, ni tampoco quedarse demasiado en el patio. Ya no se podía salir a la zona común de la residencia y mucho menos hablar con los vigilantes o agradecer al mensajero que reparte las compras.

Entramos súbitamente en una guerra psicológica en el que el enemigo era un ser invisible. Podía estar en todas partes, o no. Podía matar, o no. Y por eso había que evitar de poner las manos sobre las barandillas o las rejas, por eso había que ponerse los zapatos para salir al patio y lavarlos después de jugar con ellos. El lavado de manos se convirtió en algo más que un gesto preventivo recomendado por la Organización Mundial de la Salud. Era ya una tiranía.

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Y la paranoia no se quedó ahí. Instalamos protocolos para entrar en la casa y, luego, mi hijo fue testigo de cómo cada vez que hacíamos una compra en el mercado yo dedicaba un buen rato a la limpieza de cada artículo y cada alimento con jabón (siguiendo las recomendaciones de algunos expertos). En una conversación telefónica con un primo, Alejandro le dijo muy divertido, como si hablara de un extraño: “¿Tú sabes que mi papá se está volviendo loquito con lo del coronavirus? Todo lo que llega a casa lo quiere desinfectar”.

Higienizarlo todo era ahora la mayor de las obsesiones. Era nuestra angustia diaria, y, a pesar de las explicaciones, ese muchachito no lo podía entender del todo. Pero, ¿cómo explicarle a mi hijo que, detrás de nuestra buena voluntad y de ese silencio que impregnaba la calle, estábamos pasando por los tiempos más oscuros que habíamos visto en nuestras vidas? De un día para otro, nos encerramos como cavernícolas. Volvimos al tiempo en que cada uno se aislaba en su cueva a la espera de un nuevo amanecer, pero, esta vez, conectados por una red de internet que garantiza el entretenimiento (o la algarabía). Las generaciones que nunca han conocido un conflicto en carne propia ahora descubrieron súbitamente lo que es el miedo pegado a la piel, el temor continuo y colectivo a morir.

Algunos filósofos, como el alemán Hartmut Rosa, describen este periodo como una gran hibernación humana. “Vivimos un momento histórico de desaceleración, como si unos frenos gigantes detuviesen las ruedas de la sociedad”, manifestó en una entrevista. Es una buena metáfora, aunque nuestra hibernación –a diferencia de la de animales como el oso– es consciente, despierta, llena de estrés y de angustias que terminan pegándose a los niños.

A mi hijo le pregunté varias veces si entendía por qué no podíamos salir (o por qué nadie circula en las calles), y me di cuenta que aprendió a contestar mecánicamente con una respuesta segura: “Sí, por el coronavirus”. Esta explicación se había convertido en algo para todo. Estábamos confinados por culpa de un virus con forma de corona que justificaba lo que nunca antes habíamos hecho: aislarnos de todo.  

Sin embargo, el joven de rizos brillantes se extrañó cuando su madre le anunció que este año no se iba a realizar el Festival de la Leyenda Vallenata (la gran fiesta folclórica de la ciudad), ni tampoco iba a poder ver el gran desfile de piloneras, que nadie iba a participar en los concursos de acordeón en la plaza Alfonso López. En ese momento, se quedó pensativo. Buscaba entender lo que era ese coronavirus, y ya tenía claro que era lo más parecido a perder los momentos más alegres de la calle.   

Su frente volvió a arrugarse en un gesto reflexivo cuando le mencioné en la mesa, a la hora de comer, que muchos países iban a pasar por un momento muy difícil. Le comenté la noticia divulgada ese mismo día en la que Francia reconocía estar ad portas de la recesión económica más grande desde la Segunda Guerra Mundial. En ese instante, abrió los ojos y preguntó: ¿Qué es recesión? ¿Y alguien sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial?

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Caí nuevamente en una explicación redonda y limpia. Le dije que el ser humano había detenido todo para que el coronavirus no terminara en una hecatombe sanitaria. Pero, ¿cómo explicarle a un niño de cinco años, y sin transmitirle miedos, que el mundo estaba literalmente paralizado, que ya no había vuelos entre el país más poderoso del mundo y Europa, tampoco cruceros, que ciudades gigantescas como Nueva York estaban vacías, que países de la Unión Europea que habían decidido borrar sus fronteras las habían vuelto a levantar, que técnicamente ya no se estaba vendiendo ni exportando nada, y, que, peor todavía, ahora existía incluso una rivalidad entre naciones para hacerse con mascarillas? ¿Cómo decirle a este muchacho que en países como España o Italia personas morían en los hospitales sin que sus familiares pudieran despedirse o, incluso, que los cadáveres se acumulaban en calles de Guayaquil, en Ecuador? Nada de todo esto es comprensible, ni siquiera para un adulto.  

Y como para colmo, llegó la Semana Santa. El Domingo de Ramos, cuando justo cumplimos tres semanas de encierro total (entre cuarentena voluntaria y la obligatoria declarada en Colombia), asistimos tristemente a la procesión del Divino Niño desde la ventana del salón. La musiquita que surgió a lo lejos fue creciendo paulatinamente, y nos dio la señal de que el padre de la Iglesia de la Natividad se estaba acercando por nuestra calle.

La canción pasó con una cierta rapidez, sin comentarios ni saludos, recostada sobre las cuatro ruedas de un todoterreno; no obstante, fue lo suficientemente lenta para que entendiéramos la realidad en la que estábamos inmersos: una tragedia en silencio. Alejandro quiso saber qué caravana acababa de pasar. Su madre le explicó que era la procesión del Domingo de Ramos, y en ese instante, conmovida por la triste escena, trató de esconder unas lágrimas repentinas. Era la misma procesión que el año anterior recorría a pie las calles del barrio. Luego, cuando pudo reponerse, ella añadió con los ojos vidriosos: “Esto nos va a cambiar a todos”.

Entre lecturas y conversaciones, descubrí algunas teorías que hablan de que nunca volveremos a vivir como antes, que la tranquilidad que gozamos se perdió, y que ese confinamiento podría extenderse durante meses. Esto no se lo diré a mi hijo.

No le hablaré, por supuesto, de los estudios que anuncian que el coronavirus va a poner al desnudo la fragilidad de países con altos niveles de pobreza y pocas infraestructuras sanitarias, o que se enquistará especialmente con los países sin cobertura sanitaria universal.

Tampoco le mencionaré las dudas que sentí unas semanas atrás, al entrevistar en Barcelona al escritor Jorge Carrión. En aquel momento, nadie se imaginaba que una cuarentena estaba por llegar y el autor defendía la idea de que, cuando pasara toda esta locura, la gente volvería a las librerías (un refugio natural para lectores y viajeros). Pero, ¿Qué tal que todo este encierro sea un enorme ensayo para vivir en un mundo digitalizado donde nuestras vidas quedarían en manos de empresas como Netflix, Google, Facebook, Amazon y Youtube? 

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Desde el principio, optamos por el optimismo, y a pesar de todo –de la angustia y los miedos, de los berrinches y el aburrimiento episódico de mi hijo, de la falta de espacio y los cambios de humores de cada uno de nosotros–, encontramos formas de llevar el día a día de manera agradable.

Para ayudarnos estaban los grupos de Whatsapp, los contactos diarios con familiares, compañeros de colegio y amigos, o los ejemplos de creatividad que podían encontrarse a nivel planetario y se extendían a gran velocidad por las redes sociales. La tecnología se convirtió en una ventana para desahogarse y la cultura en un contenido preferencial para animarnos. Vivimos la primera cuarentena global como un espacio para apreciar lo verdaderamente importante.  

En nuestro patio –que nos salvó de muchas amarguras-, descubrimos el valor de tener un espacio al aire libre. Hicimos experimentos (para encontrar una cura al coronavirus), jugamos a futbol y a baloncesto, corrimos, saltamos, miramos el cielo, e instauramos un pequeño ritual para dar las gracias a los árboles por el aire, la sombra y los frutos que nos brindan a diario. Sin ellos (los árboles), esto no sería lo mismo.     

Desde el primer día mi hijo fue increíblemente maduro. Supo entender y perdonar mis arrebatos cuando no seguía los protocolos de seguridad en la casa, pero, además, me mostró cómo afrontar el virus y la cuarentena. Me obligó a moverme cuando estaba cansado, a crear algo nuevo cuando pensaba haberlo hecho todo, a sonreír cuando sentía que ya no había motivos para hacerlo, y no quedarme absorto en un pensamiento negativo.

Agradecí estar a su lado en este momento. Sin él, no me hubiese cuestionado tanto.  Y por eso también agradecí otras cosas igual de importantes. El planeta vivía ahora una verdadera tregua. Ese virus tan aterrador había hecho lo que los hombres no se habían decidido a hacer: actuar contra el cambio climático, y con ese virus entendimos también el valor que tienen los productos del campo.

¿Había que llegar tan lejos para entender lo que vale la pena? Y por encima de todo: ¿Aprenderemos algo de esto?  

Por: Johari Gautier Carmona @JohariGautier